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El Retorno del Ángel Tenebroso


Tomás

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Esta es una historia que llevo tres años escribiendo. Por desgracia para algunos, no tiene a Lara Croft como protagonista, es una historia por momentos romántica, por momentos triste, por momentos sádica, tenebrosa y hasta cómica. Yo, que la verdad VUELO MUUUCHO, pensaba hacer una saga de 10 libros, pero es tan factible como que Lara en el último juego se fuge en un crucero con Sophia Leigh, su amante oculta.

Mañana mismo me voy de vacaciones, así que sólo puedo dejarles dos capítulos, pero primero, la sinopsis:

 

 

Lord Hartlock, mejor conocido como el Ángel Tenebroso, era el hechicero más poderoso y maligno que alguna vez haya existido durante la Edad Media; sin embargo, fue derrotado.

Y, casi mil años después, cuando despertó, no era sino un ser abstracto, inerte y multiforme incapaz de valerse por sí mismo y al que no le quedaba ni la sombra de sus extraordinarios poderes. Pero, con la ayuda de Carolina Cárdenas, su nueva aliada, una joven completamente sádica y ruin, elabora un plan magistral que promete llevarlo a ser el rey supremo de todo el universo.

Las piezas clave de este plan son Tomás Ardanás, honrado y desdichado, y Virginia Geldsack, hermosa y repleta de dinero. Pero el vínculo amoroso que nacerá entre ambos amenaza con tirar abajo todo el plan.

 

 

(Creo que yo debo ser el único idiota que le pone su nombre al protagonista, pero les aseguro que mi vida no es nada desgraciada (ustedes ya entenderán de que hablo)).

 

No es por presumir, pero si bien todos sabemos que Lara Croft es una heroína inmortal, es posible que dentro de poco Carolina Cárdenas se convierta en una villana inmortal, ya verán por qué lo digo.

 

Tal vez no llegue a leer sus comentarios sobre mi relato, pero cuando regrese de vacaciones los leeré todos, y por favor, no se asusten ni se aburran.

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[CENTER]Capítulo 1[/center]

 

El Tíbet, 1000 d. C.

Se abre el telón de una obra diabólica

 

 

El Tíbet, lugar donde se dice que habitó Jesucristo en sus años de virilidad, lugar donde se cree que viven los monjes más sabios y donde se encuentran los tesoros y secretos más extraordinarios, también fue la cuna de un tenebroso hechicero que se hacía llamar el Ángel Tenebroso. Esta arrogante criatura envidiaba la felicidad de su pueblo y odiaba a sus habitantes, fue por eso que se valió de artes prohibidas para construir un diabólico ejército con el que sometió bajo su poder vastas tierras del país.

El ejército estaba compuesto por monstruosos dragones, malvadas brujas, feroces hombres lobo, hambrientos vampiros, zombies vengativos, arañas asesinas, terribles titanes y una gran variedad de criaturas oscuras. Cada una de ellas tenía su propia manera de conseguir poder. Las brujas, por ejemplo, elaboraban mágicas pociones con las que hipnotizaban a gente inocente a la que encandilaban con promesas deslumbrantes y luego, cuando ya no les fueran útiles, les arrancaban la vida ferozmente; los vampiros, en cambio, se presentaban disfrazados en las casas de las personas para más tarde clavar sus afilados colmillos en las gargantas de cientos de miles de hombres, mujeres y niños; pero las criaturas más torpes y fuertes, como los trols, las arañas y los dragones, simplemente apelaban a la violencia y, así, sus víctimas morían en medio de los más atroces tormentos.

Pero ninguna de esas espantosas criaturas era tan vil y perversa como su amo. El hechicero simplemente mataba por placer, reclutaba gente sedienta de poder a su ejército y castigaba cruelmente a sus vasallos más devotos ante el más mínimo error. Vivía en el Castillo de los Suplicios, un imponente palacio erigido sobre una montaña volcánica, acompañado de sus fieles amigos: gatos, ratas, sapos y cuervos a los que alimentaba y trataba con gran ternura, ya que eran casi tan satánicos como él. Sin duda, su favorito era Gibbit, la serpiente, una criatura astuta y maligna devoradora de carne humana.

Sin embargo, mientras la multitud caía rendida, se unía a él por conveniencia propia o huía aterrorizada, los monjes guerreros del Tíbet, conocedores del oscuro poder del Ángel Tenebroso, luchaban sin descanso contra él, utilizando lo que ellos llamaban Magia Blanca y viendo como sus compañeros caían muertos o derrotados a causa de mordidas, rasguños, quemaduras o fuertes golpes.

Hasta que en el glorioso año 1000, los perseverantes monjes hallaron la clave: invocaron a un valiente príncipe guerrero llamado Nereo, que logró infiltrarse en el terreno del hechicero fingiéndose aliado del Mal, y así halló la clave para destruirlo. Utilizó secretos mágicos basados en un libro de brujería hallado en el Castillo de los Suplicios, y así pudo crear un ejército del Bien, al que bautizó con el nombre de Patrulla Celestial. Dicho ejército estaba compuesto por hadas, duendes, elfos, príncipes, corceles y una gran variedad de criaturas del bien que los humanos ignorantes aún creen ficticias.

Esto dio lugar a una gran batalla en la torre más alta del Castillo de los Suplicios, en la ocasión en que el Ángel Tenebroso aprisionara a una bella princesa por caer en la lujuria. Así fue como las hadas se enfrentaron a las brujas, los corceles a las gárgolas, los perros mágicos a los gatos, las palomas a los cuervos, los príncipes a los vampiros, los elfos a los trols, etcétera. Hasta que varios guerreros de ambos bandos sucumbieron muertos o malheridos. Como último recurso, el Ángel Tenebroso apeló a tomar la forma de un horrible dragón que lanzaba rayos por los ojos y fuego por la boca.

Gritos de júbilo y alegres canciones del pueblo dieron a entender que el dragón había encontrado su destino fatal al conocer el poder de las armas mágicas del príncipe Nereo, que por muy poco había logrado escapar con la princesa del castillo, el cual se derrumbaba a su paso. La paz y la algarabía al fin habían vuelto a la Tierra.

Sin embargo, había un problema: el Ángel Tenebroso no había muerto. La muerte fue inventada para los humanos, y él ya no era un humano. Su esencia, es decir, su alma, vagaba con destino incierto por la tierra. Lo único que pudieron hacer los monjes fue capturarla y asegurarla en una botella de vidrio mágica, regalo de las hadas, que aseguraron en el templo sagrado de Gengis Khan. A los monjes se les concedió vida infinita hasta que el hechicero fuera mortal, como había sido antes de convertirse en mago.

La botella estaba tan bien asegurada que no había manera de que alguien pudiera abrirla, suponían los monjes. Pero con el tiempo comprendieron lo equivocados que estaban...

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Londres, 1985

 

Una niña nadaba totalmente despreocupada por las orillas del río Támesis, recogiendo piedritas de colores en su mochila naranja. Era una niña curiosa y de espíritu libre, que ya se disponía a regresar a su cabaña cuando, en el camino, vislumbró un cegador destello dorado que provenía de un pozo bajo el agua. Por un segundo, la pequeña tuvo miedo y se dispuso a seguir su camino, con lo que este insólito relato tal vez no se hubiera escrito jamás.

Pero, en aquel preciso momento, la niña nadaba hacia el fondo del pozo, vencida por su propia curiosidad. Pronto comprendió qué era lo que brillaba: había dos medallones con la forma de una perla marina para colgarse en el cuello. Uno de ellos era azul como el mar, mientras que otro era rosa. La intrépida jovencita los tomó, los guardó en su mochila y nadó hacia la superficie, ignorando que, con el paso de los años, esos medallones serían la perdición de su familia y su propia autodestrucción.

Llegada a la superficie, ella pudo distinguir que una niña pelirroja de aproximadamente tres años la miraba desde la ventana de su cabaña. Ambas se miraron fijamente durante un segundo, pero luego, la niña pelirroja corrió rápidamente las cortinas de su casa.

Al salir del agua, la niña se dirigió hacia su cabaña, que estaba al lado de la que habitaba la misteriosa niña pelirroja. No había nadie en la casa más que su pequeña hermanita, que dormía plácidamente en su precioso moisés rosa junto a la cama matrimonial. Conmovida, su hermana se le acercó lentamente, intentando no despertarla, y colgó de su cuello el medallón rosa. La bebita sonrió, bostezó y siguió durmiendo.

La niña no imaginaba que aquella simple acción cambiaria por completo el curso de su vida con el tiempo y de todos los que la rodeaban. Sin embargo esto no impidió que continuara con sus actividades habituales.

No paso mucho tiempo para que ocurriera otro trascendente acontecimiento. A la media hora, alguien llamó a la puerta. La pequeña estaba sola en la casa, así que tuvo miedo ¿Qué pasaría si era un ladrón? Pero finalmente, se decidió y abrió la puerta.

Ante el umbral estaba parado un hombre anciano, envuelto en una capucha negra, encorvado, la cara llena de arrugas y una canasta de mimbres en la mano. La jovencita tragó saliva y dijo con aire acobardado:

- Buenos días. ¿Quién es usted?

- ¿Estás solita, preciosa? –preguntó el viejo sonriendo con su boca mugrienta y desdentada.

- Sí, sí, pero... – Ella no terminó la frase. La asombraba que el anciano supiera hablar español.

- ¿Tus papis no están?

- No, no están, pero...

- ¡Ba! ¡No importa! – la interrumpió bruscamente el viejo – Quizá tu puedas ayudarme. Mira, soy comprador de reliquias – y le enseñó su canasta, en la que se podían distinguir preciados libros viejos forrados en oro y valiosas estatuillas – y quisiera saber si no tenías algún objeto de valor por aquí. Te lo compraría con mucho gusto – añadió con su horrenda sonrisa.

La inocente niña estaba a punto de contestarle que no, cuando de repente recordó que hace apenas un rato había hallado dos objetos que valían más de lo que ella creía.

- Creo que sí. Espere un minuto, por favor – le dijo tímidamente, y regresó segundos después con el medallón azul, ya que tenía intención de regalarle el rosa a su pequeña hermana. La niña le entregó el medallón al hombre y obtuvo cien pesos a cambio.

- Fue un placer hacer negocios contigo – dijo el misterioso anciano en tono siniestro, y se alejó.

 

La ingenua niña no leía los diarios, de lo contrario hubiera sabido que toda Inglaterra estaba de fiesta a causa del reciente nacimiento del heredero al trono real, el príncipe Agustín, hijo del bondadoso Rey Enrique y la encantadora Reina Isabel, amados por sus súbditos debido a su bondad y justicia. Todos los habitantes del país, tanto ciudadanos como campesinos, se volvieron locos de júbilo con la noticia. Incluso se podía notar que, en los campos y en las fincas, hasta las flores y los animales se veían más alegres.

Pero su alegría era insignificante comparada con la de los felices padres, que se enorgullecían al contemplar al bebé, que dormía plácidamente en su cuna adornada con incrustaciones de oro, y se emocionaban al imaginárselo ya convertido en un hombre adulto, apuesto, valiente y refinado, reinando con altruismo su amado Reino Unido. Era de esperarse que el pequeño hiciera notar extraordinarios dones suyos cuando fuera un poco más grande, especialmente teniendo un padre tan justo y valeroso y una madre tan hermosa y gentil.

Cuando el niño cumplió tres meses de vida, sus padres decidieron bautizarlo en su propio palacio y organizaron una fiesta a la que invitaron a todos sus amigos y familiares. Todos los invitados escogían sus mejores trajes para el día tan esperado, se desesperaban por encontrar un regalo impactante y todo por un minúsculo principito que yacía en su cuna sin tener ni la más mínima idea de todo aquello.

Por fin llegó el gran día. Tíos, primos, abuelos, parientes lejanos y amigos llegaron de todas partes para la celebración, los caballeros con su mejor traje y las damas con su mejor vestido, y llevando consigo el regalo más caro que encontraron. Entre esos invitados, uno de los primeros en llegar fue un prestigioso comerciante, viejo amigo del Rey Enrique y clave en este relato. De treinta años, era alto, delgado, de porte distinguido y constitución robusta. Su cabello negro y su fiero bigote negro inspiraban temor y respeto a la vez. Su nombre era Carlos Callahan.

Carlos Callahan apareció acompañado por una mujer muy bella de largo cabello rojo y dos niñas idénticas que no aparentaban más de tres años, una iba de la mano de Callahan y otra de la mano de la mujer. Ella llevaba un elegante vestido rojo, la niña que la acompañaba usaba un hermoso vestido amarillo, y la pequeña que iba de la mano de Callahan usaba un bellísimo vestido celeste. Ambas tenían aspecto tímido e inocente y también tenían largo cabello rojo.

- ¡Carlos, viejo amigo! – exclamó Enrique en tono bonachón estrechándole la mano

- ¿Qué tal, Enrique? – lo saludó Callahan, sonriente - ¿No has conocido a mi esposa ni a mis dos hijas, verdad?

Enrique saludó con un beso a la mujer de Callahan y acarició a las gemelas, que le dedicaron una introvertida sonrisa.

- ¡Qué lindas hijas tienes, Carlos! – exclamó la Reina embelesada – Cuando seas grande serás tan bonita como tu mamá, ¿verdad? – añadió dulcemente a la niña del vestido amarillo, que asintió con la cabeza.

- ¿Y donde está el principito más lindo del mundo? – preguntó Callahan con voz melosa. En ese instante distinguió la cuna dorada y se acercó lentamente a ella hasta ver al Príncipe Agustín, que dormía profundamente chupándose el dedo. - ¡Es un encanto! – exclamó Callahan mientras acariciaba suavemente el cabello del bebé, que de inmediato comenzó a chillar, llorar y patalear como nunca antes. Esto asombró particularmente a Isabel, ya que su hijo rara vez lloraba, y jamás lo había hecho de esa manera. Dicen que los bebés tienen un talento especial para reconocer las malas intenciones de la gente, pero la joven reina no estaba al tanto de esa creencia. De cualquier manera, la muchacha se precipitó hacia la cuna, tomó al bebé en sus brazos y lo acunó, de manera que éste dejó de llorar inmediatamente. La Reina recuperó la calma y colocó a Agustín de vuelta en su cuna.

- No sé como pasó esto – exclamó el Rey desconcertado – Nuestro pequeño no suele llorar, mucho menos de esa manera.

- No importa, no importa. Es normal en los niños – respondió Callahan quitándole importancia al asunto.

- De todos modos, trajimos un regalito para el pequeño príncipe – añadió la mujer de Callahan en tono siniestro.

- Espero que les guste – aventuró tímidamente la niña del vestido celeste - ¿Mami, puedo dárselo?

- Sí, mi amor – respondió su madre dulcemente. Su hija corrió hacia la cuna, se puso en puntas de pie para alcanzarla y sacó de su bolsillo un medallón azul. Luego, mientras Callahan y su esposa se sonreían con complicidad, lo colgó del cuello del bebé, que siguió durmiendo sin inmutarse.

La celebración fue todo un éxito, pero también fue el escenario del comienzo de una trama compleja y siniestra que se estaba llevando a cabo desde hacía mucho tiempo. A ella también asistieron los sirvientes, entre los cuales se distinguía Gretel, una bondadosa mujer de unos cuarenta años. Ella prácticamente había criado a la joven Reina, y conocía mejor que nadie los secretos de la familia real y tenía una especial intuición que le advertía quién era de fiar y quién no.

También había otra figura destacable entre los sirvientes; se trataba de Mórtimer Martirius, el misterioso y huraño mayordomo del príncipe Agustín, que llevaba en brazos a su pequeño hijo Manuel. Aunque él siempre había sido sumiso a la hora de trabajar, algunos murmuraban que Mórtimer sentía un terrible resentimiento hacia su trabajo, y que envidiaba que las mantas de Agustín estaban hechas de sedas y rasos, mientras que las de Manuel no eran más que andrajos viejos. De lo que sí queda constancia es de que, tras el júbilo causado por el bautismo del pequeño príncipe, el ambiente se empañó de nubes negras...

Esa misma noche, en la que la quietud reinaba en el palacio y no se escuchaba ni siquiera el cantar de un grillo, ocurrió algo inesperado. Gretel iba camino a su habitación, cuando vio una enorme sombra detrás de ella. Asustada, la mujer se dio vuelta lentamente y vio a un individuo cuyo rostro estaba oculto tras una capucha negra. La criada estuvo a punto de gritar para dar la alarma, pero el hombre fue incluso más rápido y la empujó con brusquedad al suelo, dejándola inconsciente. Pocos instantes después, la Reina Isabel despertó súbitamente de su cama, abrumada por una pesadilla en la que veía a su hijo en peligro. La muchacha suspiró aliviada y avanzó hacia la cuna de su bebé, dispuesta a darle un beso. Cuando advirtió que ésta estaba vacía, por un segundo creyó que estaba alucinando. Instantes después recorría el castillo desesperada, llamando a su hijo con los apodos cariñosos que acostumbraba emplear para con él, pero nada más que el débil eco de su propia voz le respondía en las vastas salas y corredores. En ese momento, Gretel comenzó a reaccionar lentamente, y pudo distinguir a la hermosa reina atravesando un pasillo a toda velocidad. Al ponerse de pie, comenzó a buscarla, pero no la encontró.

Nunca más se supo nada del diminuto Príncipe Agustín y la bellísima Reina Isabel. Gretel, único testigo, narró su versión de los hechos al Rey Enrique, que se había ido de gira por el país acabada la fiesta. Dominado por un sentimiento de inmensa desazón, éste ordenó una búsqueda desesperada por toda Inglaterra, pero fue completamente en vano. Dándolos por muertos, ordenó que todos se vistieran de luto por ellos durante un mes y mandó a hacer esculturas en su honor. Además, estaba entristecido por otras dos desapariciones que no afectaron a nadie más que a él, pues se trataba de Mórtimer y Manuel. Corrían rumores y se hacían especulaciones; algunos pensaban que tal vez el mayordomo podría haber sido el culpable de la fatal desaparición, pero eso resultaba casi imposible de creer, debido a los años que Mórtimer llevaba al servicio de la familia real.

Un mes después, una noche oscura como aquella, ocurriría otra tragedia: mientras todos en su mansión dormían tranquilamente, Carlos Callahan, vestido con su mejor traje, aún estaba despierto, sentado en su escritorio, escribiendo una trágica y detallada carta a su esposa y a sus hijas, aún pequeñas. El hombre derramaba lágrimas de tristeza mientras escribía con esmerada caligrafía en su pluma de tinta negra. La carta era extraordinariamente larga, y denotaba culpa y dolor, culpa por lo sucedido y dolor por lo que estaría a punto de suceder.

Luego de cuarenta minutos de escribir sin cesar y de derramar trágicas lágrimas en la carta, Callahan la dejó sobre el escritorio junto a la pluma, se hizo la Señal de la Cruz y, tras lanzar un gemido lastimero, se subió a una sillita cercana, tomó entre sus manos la soga que había en el techo, suspiró profundamente, exclamó “¡Adiós, mundo cruel!”, colgó la soga a su cuello y dio una gran patada a la sillita para alejarla. Segundos después gemía de desesperación mientras la soga le apretaba el cuello fuertemente; se retorcía de dolor y lloraba de angustia mientras la soga lo estrangulaba guiándolo hacia su destino final. Callahan cerró fuertemente los ojos, dedicó su último pensamiento a su amada y a sus pequeñas hijas y murió.

Su cuerpo se alzaba inmóvil, en el aire, y su cabeza atada a la soga. Fue su mujer quien lo encontró a la mañana siguiente, frío y sin vida, y faltó poco para que ella cayera muerta del susto. Tuvo que tomar mucho coraje para dar la mala noticia a sus dos criaturas, quienes cayeron enfermas de tristeza durante tres semanas. El funeral de Carlos Callahan fue inmenso y estuvo repleto de personas tristes, ya que él había sido un hombre muy querido, y nadie imaginaba qué motivos tendría él para quitarse la vida tan brutalmente; tal vez, Callahan no hubiera sido tan querido si se hubiera descubierto el gran secreto que él se llevó a la tumba...

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Buenos Aires, 1999

 

Bartolo Book, reconocido buscador y coleccionista de libros, estacionaba su Duna blanco en el garaje de una tétrica pero lujosa mansión victoriana aquella noche oscura en la que los truenos irradiaban el cielo negro y la lluvia arreciaba. En aquella casa vivía la misteriosa mujer que le había ordenado a Book encontrar un extraño libro negro de Voodoo a cualquier precio. Curiosamente, la mujer anciana encargada de la sección de brujería de la librería donde Book compró el libro, pareció muy contenta de deshacerse de él. Y Book, demasiado tarde, comprendió por qué...

La mujer que vivía en la mansión, que no se había revelado ni identificado, le había ordenado al coleccionista de libros que guardara el Libro Tibetano de los Muertos en una bolsa negra de basura. Book, que ya saboreaba el cheque que iba a cobrar por conseguir el libro, intentaba distraerse dentro de su auto ya estacionado. La mujer no aparecía y sus deseos de tomar el libro de magia negra entre sus manos cada vez eran más grandes.

Después de media hora de escuchar fútbol por la radio sin encontrar entretenimiento alguno y de decirle por cuarta vez a su fastidiosa mujer que no tardaba en regresar cuando lo llamaba preocupada al celular, Book no pudo resistir la tentación, abrió la bolsa negra y tomó entre sus manos el pesado y codiciado libro.

Ya se había asombrado tras leer cuatro páginas cuando sintió que una mano le tiraba del pelo fuertemente, y vio con sus horrorizados ojos un afilado cabo de plata antes de sentirlo en la garganta y morir a causa de la hemorragia luego de gritar de dolor.

Su atacante había sido una muchacha de dieciocho años, de largo cabello rojo anaranjado y provocadores ojos azules que llevaba puesta una túnica a rayas verticales negras y violetas, las cuales culminaban en una capucha con dos puntas que hacían pensar en los cuernos de un diablo. “Luego quemaré el cuerpo” pensó satisfecha de sí misma Carolina Cárdenas mientras tomaba entre sus manos el libro de magia negra y guardaba la cabeza de Book en la bolsa negra.

Diez minutos después, la muchacha se encontraba en el amplio y lujoso salón de su mansión, acompañada por un grupo de hombres encapuchados que se postraban formando un círculo alrededor de una gran estrella dibujada con una tiza roja y cuyas puntas sobresalían del amplio círculo rojo que la rodeaba. Junto a ella había un gato negro atigrado y un cuervo revoloteaba por el salón. Carolina se abrió paso entre ellos y, con siniestra expresión, colocó una botella de vidrio de cuello alto y angosto sobre la estrella, conocida como Mal de Ojo. Luego la joven hechicera rodeó la botella con tres vasos blancos de vidrio.

Carolina vertió el líquido de la botella verde en el primer vaso y obtuvo así un líquido amarillo; acto seguido lo vertió en el segundo vaso, y éste adquirió un color rojo. Tras verter sobre el tercer vaso (color verde), la muchacha se irguió de pie junto al Mal de Ojo, siendo el centro de atención, y, alzando en alto El Libro Tibetano de los Muertos, vociferó las palabras mágicas en latín que estaban escritas en el capítulo sobre restaurar esencias negativas. Los hombres encapuchados repetían como autómatas las palabras y se postraban una y otra vez ante la botella mientras la malvada mujer pronunciaba el nefasto conjuro. El cuervo comenzó a graznar excitado mientras el gato maullaba ansioso.

De pronto, los líquidos verde y amarillo se alzaron en el aire y, aunque nadie se asombró de ello, se dirigieron volando hacia la ventana y se alejaron a extremos opuestos de la ciudad en medio de la noche mientras Carolina los seguía con la mirada. Luego todos dedicaron su atención al líquido rojo, que se elevó hasta colocarse en el aire, justo arriba del Mal de Ojo, y, lentamente, comenzó a volverse corpóreo: le brotaron brazos, piernas y cuello hasta que dejó de ser un líquido y se transformó en un esqueleto viviente, de dientes filosos, cráneo descuidado y cuerpo enclenque. No tenía piel, sólo huesos, y en su mano izquierda llevaba un tridente dorado. Con ese aspecto era un perfecto príncipe oscuro en decadencia.

El Ángel Tenebroso había vuelto.

El hechicero se reía a carcajadas mientras su esencia se volvía corpórea, y al terminar de examinar su horrible cuerpo rugió con su voz áspera y estridente:

- ¡Soy libre! ¡Libre para vengarme de los que me aprisionaron!. –Los secuaces de Carolina se echaron atrás con temor, pero ella no sentía miedo, sino curiosidad y emoción - ¡La maldición de la botella! ¡Haber tenido todo el poder del universo, haberlo perdido todo y ser un parásito incapaz de mantenerse de pie! ¡Ayúdame, muchacha mortal! – añadió señalando con el dedo a Carolina – Dime una cosa, ¿quién eres y en qué año estamos?

- Mi nombre es Carolina Cárdenas – dijo ella con respeto haciéndole reverencia – Estamos a fines del siglo XX, en año de 1999, o sea que usted lleva casi un milenio durmiendo, su salud es débil y no tiene prácticamente ni la sombra de sus extraordinarios poderes.

- ¡Maldición! – rugió el Ángel Tenebroso de manera que todos los sirvientes ahogaron pequeños gritos de terror.

- Tranquilo, Su Señoría, tranquilo – le dijo Carolina para apaciguarlo, pero gozando con el miedo de sus servidores – Aún le queda un rayo de esperanza – entonces el hechicero se tranquilizó y la miró fijamente frunciendo el ceño –Verá: fui yo quien lo resucitó y he descubierto un método muy efectivo que hará de usted el Rey Supremo de todo el cosmos. Pero antes, amo, debe alimentarse y aprender las costumbres de nuestra época y de nuestro país. Yo puedo ayudarlo en eso. Además, he investigado profundamente su situación y he apuntado en una libreta todo lo que me pareció imprescindible para que usted llegue al poder absoluto.

- ¿Qué es una libreta? – preguntó ansioso el malvado mago. – No, olvídalo –agregó cuando Carolina estaba por abrir la boca – por lo pronto quisiera ver lo que has anotado.

- Entonces, – reflexionó Carolina en tono siniestro luego de unos segundos - usted me necesita ¿verdad? – el brujo volvió a fruncir el ceño – Yo lo ayudo a usted en lo que pida, pero primero quiero que me cumpla un deseo como recompensa por haberlo resucitado.

Encolerizado ante tal respuesta, el Ángel Tenebroso le apuntó con su tridente, lanzando una potente descarga eléctrica contra Carolina, que chillaba y se retorcía de dolor, aunque nadie hacía nada para defenderla.

Entonces el dolor cesó y Carolina quedó tumbada en el suelo, viva pero muy dolorida, con un chorro de sangre brotando de su nariz.

- ¿Ya ves lo que puede pasarte si provocas al Ángel Tenebroso? – dijo el hechicero en tono despectivo y siniestro, pero intentando apaciguarse, mientras su víctima se levantaba lentamente, sollozando y limpiándose la nariz con un pañuelo turquesa. – No me obligues a hacer esto nuevamente porque te arrepentirás. Tendrás tu deseo cuando sea la criatura más poderosa del universo, después del amo Satanás, por supuesto. ¿Ha quedado lo suficientemente claro?

- Sí, mi amo – respondió humildemente Carolina haciéndole reverencia.

- Bien. Por lo pronto necesito alimentarme.

- Y lo hará de inmediato, Amo – aseguró la bruja apresuradamente – sólo que, como usted no sólo no es humano sino que además está más débil que un ciervo entre cuatro leones, únicamente puede alimentarse de órganos humanos, y únicamente puede beber sangre fresca.

- ¡Sangre fresca! – exclamó el Ángel Tenebroso con expresión de cruel satisfacción - ¡En mis buenas épocas era mi bebida preferida! ¡Por Satanás, como extrañaba tal manjar! – Un murmullo de terror entre los sirvientes encapuchados comenzó a hacerse cada vez más notorio. El cuervo no dejaba de graznar de felicidad, el gato ronroneaba como loco y un destello de alegría maligna apareció en la mirada de Carolina -¿Sabes qué? ¡Tengo un poco de sed! ¿La sangre de quién me recomiendas tú que beba, querida? –añadió mirando a los aterrorizados sirvientes.

- Le sugiero la de Rosembaum, Su Señoría. Últimamente me sirve el té con dos cucharadas de azúcar en vez de cuatro el muy estúpido – dijo ella inmediatamente señalando con el dedo a un sirviente bajito y rechoncho que sudaba de los nervios. El Ángel Tenebroso le echó una mirada de deseo, como saboreando su sangre, y le indicó con el dedo que se acercara.

- No, señorita Carolina, por favor, no lo haga. ¡Acabo de ser papá! - suplicaba Rosembaum de forma humillante mientras su jefa le sonreía con crueldad y lo miraba con absoluto desprecio mientras él seguía suplicando inútilmente. Los otros vasallos se habían quedado petrificados de terror, pero el gato negro, que no daba más de felicidad, acudió a los brazos de Carolina, que comenzó a acariciarlo mientras el cuervo se posaba en su hombro para contemplar el espectáculo.

Rosembaum estaba a los pies del Ángel Tenebroso, cuyas uñas comenzaron a crecer alarmantemente hasta superar el tamaño del dedo anular y ser más filosas que una navaja. Luego, sin previo aviso, introdujo esas uñas en las entrañas del pobre Rosembaum, cuyo grito de dolor perforó la noche.

A ese grito siguieron estruendosas carcajadas de Carolina, cuya perversa alegría era apenas superior a la de sus diabólicas mascotas. Los vasallos, que se habían tapado los ojos con las manos, lanzaron tristes y horrorizadas exclamaciones al ver que todo el salón estaba inundado de sangre y que lo que quedaba del desgraciado Rosembaum era una piltrafa de ser con todas las tripas para afuera. Rápidamente, el gato y el cuervo se acercaron a devorar sus restos con total placer. El cuervo le devoraba los ojos abiertos a picotazos mientras el gato lamía su corazón con verdadero encanto.

- ¡Pobrecitos! ¡Tenían hambre! – dijo dulcemente Carolina. -¡No olviden dejar algo para el almuerzo! -Luego tomó uno de los tres vasos de vidrio que estaban junto al Mal de Ojo y lo llenó con un poco de sangre del suelo – La cena está servida, mi amo – añadió, tendiendo el vaso ante él. El Ángel Tenebroso alzó la copa en alto y bebió la sangre de Rosembaum de un trago.

- ¡Satanás! – exclamó - ¡Está delicioso! – Los vasallos intercambiaron miradas de repugnancia. El gato y el cuervo se acercaron al mago lenta y tímidamente. - ¡Qué encantadoras criaturas! – añadió acariciando al gato y subiéndolo a su regazo mientras el cuervo se posaba en su hombro.

- Sí, son un amor – sonrió embelesada Carolina – El gato se llama Rutterkin y el cuervo es Elemauzer. Tienen una inteligencia casi humana. ¡Oh, casi lo olvido! – recordó la villana de repente – aquí está la libreta – y se la entregó.

El abominable brujo comenzó a leerla con atención, hasta que en un momento sus ojos se iluminaron.

- Has hecho un excelente trabajo, Carolina – la felicitó en tono solemne. – No dudes en que tu recompensa será inmensa. Pero antes, necesito tu ayuda para llevar a cabo un plan que tengo en mente. – siseó en tono maquiavélico – Un plan excitante, un plan perfecto, un plan satánico, un plan realmente CRUEL.

Resonaban como nunca los truenos que acompañaban a las dos carcajadas diabólicas más escalofriantes de la noche.

- ¡JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA JA!

 

 

 

Muy lejos de allí, un joven monje tibetano del Templo de Gengis Khan se despertó sobresaltado y empapado en sudor. Enseguida se levantó de la cama, atravesó corriendo como loco el dormitorio que compartía con los otros monjes, cruzó una sala repleta de tesoros, joyas y reliquias y llegó a un salón de mármol rojo y blanco con una gran alfombra roja en el centro. En el fondo del salón, sobre esa alfombra, se alzaba un trono dorado donde meditaba sentado un anciano monje vestido con una bata naranja y violeta y gran barba blanca, flaqueado por dos monjes, uno a cada costado del trono. El monje joven, cuyo escaso pelo negro estaba recogido en una colita en el centro de su calvicie, se arrodilló ante el anciano.

- Señor Lobsang – dijo desesperado – Tuve un presentimiento espantoso esta noche: ¡soñé que el Ángel Tenebroso había sido restaurado!

- Querido Kublai – respondió serenamente Lobsang – Temo que no fue un sueño, yo hace tiempo que lo vengo presintiendo: nuestro viejo enemigo está de regreso.

- ¡No puede ser! – exclamó encolerizado el monje que estaba a la izquierda de Lobsang - ¡Ahora que han encontrado los medallones, el Ángel Tenebroso matará de inmediato a sus nuevos portadores! ¡Tenemos que deshacernos de ellos!

- Tranquilízate, Silling – dijo Lobsang en su misma actitud, - No vale la pena preocuparse por lo que ha pasado, sino por lo que podría llegar a pasar. Confía en Dios

- ¿Dios? ¡Dios! ¿Qué hizo Dios por nosotros? La muerte de Cibeles, la conversión del Ángel Tenebroso, la muerte de Marduk... ¡Si existiera Dios hubiera evitado todo esto! –exclamó Silling saturado.

- Si Dios no existiera –dijo Lobsang sin inmutarse –Nereo no hubiera vencido en aquella batalla como lo hizo. La lucha entre el Bien y el Mal es eterna, pero así como hemos ganado una pelea seguramente que ganaremos otra. –Silling se tranquilizó entonces. El anciano añadió: -Por lo pronto, lo que podemos hacer es rezar para que Dios, fuente de toda santidad, razón y justicia, envíe un guardián protector a estos dos jóvenes. No sé que guardián será, ni me importa. Pero les aseguro que no será de este mundo.

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Lo que siguió a este hecho tan crucial fue un año lleno de desapariciones misteriosas, secuestros en toda la ciudad, muertes sin respuesta; de familiares tristes y desconsolados por la pérdida de muchos miembros de sus familias; niños, adultos, jóvenes y ancianos que sufrieron atroces tormentos antes de morir terriblemente.

Sin embargo, todo esto no impidió que la gente celebrara con alegría la llegada del Nuevo Milenio. Comenzaba un nuevo año, lleno de oportunidades y alegrías, y todo el mundo se reunía para celebrarlo. Algunos se reunían a cenar con sus familias, otros salían a bailar con amigos, pero todos festejaron a lo grande la noche de Año Nuevo.

Fuegos artificiales estallaban en el cielo cuando los relojes dieron las doce, y por cada calle se podían ver niños felices tirando cuetes o encendiendo estrellitas acompañados por sus padres, tíos o abuelos, que al ver sus caritas regocijantes sentían que volvían a ser niños.

Los adolescentes que habían salido a bailar se apresuraban a regresar a su hogar antes de la llegada del Nuevo Milenio. Tanto los que vivían en casas como los que habitaban edificios tenían el derecho y el deber de abrazar a sus parientes. Y no eran precisamente la excepción los jóvenes que vivían en el humilde conventillo Las Dos Chorras de la calle Corrientes, habitado por gente sencilla y trabajadora, pero sumamente entrometida y chismosa. Todos corrían por la calle llenos de alegría y sin ver el momento de abrazar a sus padres. El único que no parecía compartir toda aquella alegría era un muchacho de quince años que caminaba cabizbajo hacia Las Dos Chorras.

Era un chico flacucho y desaliñado, que usaba un vaquero celeste roto y pasado de moda y una vieja camisa a cuadros rojos y azules. Tenía hermosos ojos marrones, pelo castaño claro corto y estatura mediana. Era lindo de cara, pero su cuerpo débil y flaco lo hacía parecer más feo de lo que realmente era. El aspecto de Tomás Ardanás era casi el de un callejero, pero en el fondo él era mucho más que eso.

El joven ya había llegado a la esquina donde se alzaba el viejo conventillo, de exterior marrón con paredes viejas y descuidadas. Avanzó lentamente por la calle y rebuznó al ver en la puerta de Las Dos Chorras a una mujer gorda de pelo negro enrulado que le llegaba hasta los hombros. Ella usaba un humilde vestido amarillo chillón con horribles rosas estampadas y barría la puerta con aspecto amargado. No era raro que Tomás rebuznara al verla, pues se trataba de Pancha, la resentida y chismosa portera del conventillo.

-¡Las doce menos veinte! –exclamó de pésimo humor al verlo. -¡Linda hora de llegar! Y yo tengo que esperar a que aparezca el Señorito cagándome de calor acá afuera, y todo porque no le dejan tener llave. ¡Habráse visto!

-No va a volver a pasar. Se lo juro, Doña Pancha –respondió el pobre muchacho en tono resignado.

-¡Promesas! ¡Promesas! ¡En lugar de decir pelotudeces entrá de una **** vez! –gritó Pancha con el peor de los humores. Entonces apareció una bellísima joven de rostro bondadoso y largo cabello negro, que usaba un sencillo y feo vestido azul, señal de su escaso dinero. Se llamaba Eugenia y era la sobrina huérfana de doña Pancha. A diferencia de la horrible hermana de su madre, Eugenia era dulce y reservada. Casi siempre estaba de buen humor, pero en esta ocasión se veía muy enojada.

-¡Tía, basta de insultarlo, pobre chico! –dijo muy enojada a Pancha.

-¡Ay, sí! ¡Pobre chico! –respondió la gruñona portera con falso dramatismo. –Este granuja se cree que puede llegar a la hora que quiere y… ¿Qué te importa, eh? ¡Rajen los dos de mi vista!

-No le hagas caso, ya la conocés –susurró la niña al joven. Tomados de la mano y sin mirar atrás, ambos entraron en el patio principal. Una vez segura de que su tía no podía oírla, Eugenia dijo a Tomás: - ¡Ah, me olvidaba! ¡Feliz Nuevo Milenio, Tomy! –Y le plantó un cariñoso beso en la mejilla.

-Gracias, igualmente –respondió Tomás, algo aturdido por aquel beso. Eugenia se puso completamente roja y se alejó por el patio corriendo.

Tomás vivía en el número 72, que estaba en el tercer patio. Avanzó lentamente, todavía pensando en el beso que le había dado la encantadora muchacha, cuando, distraído, chocó contra un chico que pasaba por ahí.

-¡Mirá por donde vas, flaco! –exclamó este chico algo enojado.

-¡Perdón! ¡Fue sin querer! –respondió Tomás tranquilamente. Luego miró fijamente al joven. Tenía pelo oscuro, unos veinte años, era sumamente buen mozo y de gran musculatura, que vestía tan humildemente como Tomás, que a su vez sentía que lo conocía de algún lado.

-Está bien, no hay problema –dijo el chico sonriendo –Bueno, pibe, nos vemos. Ahora estoy buscando a mi hermanito Tomás.

Ahora él entendió.

-¿Nicolás? –preguntó extrañado.

-¿Tomás?

No fue necesaria una respuesta. Ambos hermanos se reconocieron al instante y se abrazaron emocionados. Tomados del hombro avanzaron a través de los sucios patios de Las Dos Chorras.

Ingrid y Alberto, los padres de los muchachos, habían muerto hacía tres años al ser atacados por unos delincuentes, tras lo cual Nicolás decidió irse a probar suerte como actor. Y ahora estaba de regreso ya que había fracasado, pero aún guardaba sus disfraces. Ya llevaba dos horas en la vecindad, poco después de que Tomás saliera a bailar, y el reencuentro con sus abuelos había sido muy emocionante.

A medida que caminaban, los jóvenes reían y recordaban alegres anécdotas de su niñez: cuando se robaron el dulce de leche, cuando ladraron a propósito para provocar al perro del vecino, cuando le pusieron un clavo en el asiento a la gruñona maestra de Tecnología, etcétera.

Se reían a carcajadas charlando sobre la ocasión en que Nicolás había colocado laxante en la bebida de su despreciable compañero, el gordo Ronalda, cuando de repente Tomás tropezó con un autito de juguete que algún estúpido había dejado en el patio y cayó al suelo estruendosamente.

Nicolás ayudó a levantarse a su dolorido hermano menor, cuyo humor empeoró al ver acercarse a dos sujetos que se reían a carcajadas de su caída: los hermanos Culocenizón, que odiaban a Tomás y nunca perdían la oportunidad de hacerle alguna maldad. Santiago, de quince años, era alto, rubio, narigón y vestía miserablemente; Andrés, de ocho años, no era tan feo ni tan malo como su hermano, pero era un enano endiablado que había salido idéntico a su hermano mayor, y burlaba a Tomás sólo porque a éste le caía mal.

-¡Ja, ja, ja! ¡Me encantó como te caíste de culo! –se burlaba Santiago riéndose sin parar, mientras Andrés hacía ademanes de caerse al suelo como un idiota. –Fue idea de Andy dejar el autito, ¡cada día se parece más a su hermano! –añadió acariciando el pelo del niño.

-Entonces tené cuidado, no te vaya a salir **** –se burló Tomás disimulando su rabia. Santiago no dejó de sonreír.

-Dije que se parecía a mí, no a vos –respondió con desprecio mientras Andrés festejaba su chiste a carcajadas.

-¿Y estos pibes quiénes son? –preguntó Nicolás mirándolos con desagrado.

-¿Pibes? –rió Tomás con sarcasmo mirando a los Culocenizón como si fueran insectos -¡Pibas, querrás decir! ¡Tienen más de minas que de tipos! –Y le encantó ver la cara de bronca de Santiago, que aparentemente no encontraba respuesta a tal insulto.

-Mucho cuidado, –le advirtió el pequeño Andrés dando un paso hacia Tomás –no insultes a mi hermano Santi, que es mucho mejor que el tuyo. Y no te llegue yo a pescar molestando porque voy corriendo a contarle a Doña Pancha o a tu abuelo, Morfamás –añadió burlonamente. Morfamás era un apodo al apellido de Tomás ideado por Santiago.

Cansado de que le dijeran Morfamás, Tomás estuvo a punto de decir algo hiriente, cuando vio que se abría la puerta del número 71 y las cosas empeoraron para él, ya que se hizo su aparición Rosa Estrachusma de Culocenizón, la madre de Santiago. Rosa era alta, de pelo rubio muy corto y su nivel de vulgar y chismosa sólo se comparaba con el de Pancha, lo cual ya era mucho. A pesar de no ser tan resentida ni malhumorada como la portera, no quería a nadie más que a sus “angelitos”.

-Chicos, métanse a la casa y vengan a brindar, que ya casi es medianoche –les dijo con ternura a sus hijos mientras lucía ante los Ardanás su ridículocamisón blanco. -¿No ven que pueden contagiarse de la peste de ciertas personitas? –añadió fríamente mirando a Tomás.

-Tenés toda la razón, mamita linda –respondió Andrés en tono angelical. El niño le sacó la lengua a los hermanos Ardanás y entró a su hogar, seguido por el soberbio Santiago. Rosa le dirigió una mirada despectiva al muchacho y cerró con fuerza la puerta.

-¡Qué desagradable que es esa familia! –exclamó sorprendido Nicolás, mirando a su hermano fijamente.

-¡Y yo llevo tres años aguantándomelos! ¡Tres largos años! –suspiró Tomás con fastidio.

Desde la trágica muerte de sus padres, Tomás vivía en Las Dos Chorras junto a sus abuelos paternos, Arturo y Bernardina. Bernardina, que era petisa, gordita, de pelo blanco corto y adorable rostro, siempre le había brindado todo el amor, el apoyo y el cariño que una abuela puede brindarle a su nieto, y nadie nunca había comprendido al muchacho como ella, con la excepción de Ingrid, su difunta madre. Arturo, en cambio, era alto, de semblante severo y pelo blanco corto y enrulado. Nadie excepto él sabía por qué, pero siempre había tratado a Tomás con crueldad, indiferencia y puro odio. Tomás siempre obedecía sus órdenes y casi nunca lo había hecho renegar, por eso no comprendía la extraña actitud que su abuelo había tenido con él desde que tenía uso de razón. Lo más raro de todo era que Arturo siempre había sido un marido cariñoso y un abuelo excelente con respecto a Nicolás, o sea que el problema era sólo con su nieto menor. El pobre muchacho ya tenía suficiente con la abominable Pancha y la detestable familia Culocenizón como para tener que soportar el rechazo de su abuelo también. Si no contara con el amor incondicional de su abuelita y la amistad de la hermosa Eugenia, no sabría qué hacer. Pero sentía que la llegada de su bonachón hermano mayor las cosas iban a mejorar; y no se equivocaba.

Nicolás golpeó la puerta muy entusiasmado, y cuando ésta se abrió apareció Bernardina, radiante de felicidad.

-¡Hola, tesoros! ¡Feliz milenio! –exclamó abrazando a sus adorados nietos. Arturo entró corriendo en la sala y abrazó a su nieto mayor ignorando olímpicamente al menor.

-¡Feliz milenio, Nico! ¡Cómo te extrañé, campeón! ¡Dale un abrazo al abuelo! –exclamó jovialmente abrazando a su nieto predilecto. A Nicolás le hubiera gustado mucho más el gesto de Arturo si éste no ignorara a su hermano. Éste se dirigió a Tomás. –Y vos, a ver si aprendés un poco de tu hermano, que se la pasa laburando mientras vos vivís en esa **** bailanta. –añadió fríamente dirigiéndose a Tomás, que no contestó nada de lo acostumbrado que estaba a aquel maltrato.

-Arturo, por favor, no le hables así a Tomy. En pocos minutos va a empezar el nuevo milenio y no quiero estrenarlo con una discusión. ¿Está claro? –le dijo severamente Bernardina, y añadió sonriente: -Bueno, creo que ya es hora del brindis, así que: ¡Vamos a la mesa!

Momentos después ya todos se habían sentado, y Arturo servía sidra en las copas de todos, pero se sentó sin servirle nada a Tomás.

-Abuelo –preguntó éste -¿No me vas a servir a mí?

-¿Vos te pensás que después de cómo dejás abandonada a tu pobre abuela por ir a bailar sos digno de brindar con la familia? –le dijo Arturo con prepotencia

-Él no me dejó abandonada, solamente se fue a divertir un poco. Así que servile al nene, Arturo –replicó Bernardina en tono autoritario.

-¿Nene? ¿Semejante boludón de quince y vos todavía le decís nene?

-¡Pero si es una criatura!

-¡Dejate de ****r!

-¡Abuelo, servile a Tomy, por favor!

-¡Ni pienso! ¿Y saben por qué? ¡Porque fue un estorbo desde que llegó a esta casa, porque molesta sólo con su presencia y no merece ni siquiera respirar el mismo aire que nosotros! –gritó Arturo, completamente fuera de sí. Entonces, mientras él respiraba como un rinoceronte agitado, Tomás se levantó de un salto y gritó con la voz mucho más grave que de costumbre.

-¿Qué te hice, abuelo? ¿Qué te hice yo para que me odiaras tanto?

-Naciste –respondió Arturo con odio, mientras el reloj daba las doce en punto.

Todos se quedaron petrificados ante tal respuesta. Tomás dio media vuelta y marchó rumbo a su cuarto, comenzando el Nuevo Milenio de una forma fabulosa.

Si Tomás se sentía muy mal por lo que le dijo su abuelo, imagínense como hubiera estado si hubiera sabido que las dos arpías de la vecindad habían escuchado todo detrás de la puerta.

-¿Ve usted qué clase de familia es ésta, Doña Pancha? –preguntó Rosa con el ceño fruncido.

-Totalmente. ¡Están podridos hasta las entrañas!

-Más podrida estarás vos, tía –dijo una voz severa detrás de ellas. Rosa y Pancha voltearon lenta y temerosamente para encontrarse con Eugenia, que las miraba enojada y con los brazos cruzados. -¿Qué hacen escuchando atrás de las puertas?

Las viejas chusmas comenzaron a tartamudear, sin saber que decir, cuando de repente se escuchó un leve llanto desde el 72.

-¿Ése que está llorando es Tomás? –preguntó Eugenia preocupada.

-¿Y a vos que te importa si el que está llorando es el mocoso ése? –replicó Pancha de mal modo.

Eugenia no supo qué contestar.

En efecto, era Tomás el que estaba llorando, a oscuras en su diminuta habitación. No entendía qué podía haber hecho para haber despertado tanto odio y resentimiento en el corazón de su abuelo. Tampoco podía entender por qué la realidad en la que vivía se empeñaba cada vez más en alejarlo de los miles de sueños que tenía por cumplir.

Cuando era niño, Tomás solía jugar a que era un Príncipe y a que sus amigos eran miembros de la Corte Real. A pesar de eso, siempre anduvo con los pies sobre la tierra, su vida siempre había sido muy carenciada, aunque esto no impidió que tuviera una infancia feliz, y menos con unos padres tan maravillosos como los que le habían tocado. Algunas noches, al recordar el rostro angelical de su madre y la sonriente cara de su padre, Tomás derramaba lágrimas de tristeza y nostalgia en las sábanas, sintiendo que ellos lo visitaban en sueños susurrándole palabras de aliento y cariño, por más que no estuvieran presentes físicamente.

El muchacho, a pesar de ser un joven creyente, no entendía por qué a veces Dios disponía que le ocurrieran cosas así a la gente honesta como él o como sus padres. Su abuela, una mujer muy sabia y comprensiva, le había enseñado que confiara en el tiempo y que toda semilla daría sus frutos a su debido momento, pero él no veía la hora de que esto ocurriera.

Él prefería estar fuera de Las Dos Chorras, recorriendo las humildes calles cercanas y yendo a bailar, en busca de amor y diversión, pero todas las chicas de los boliches a los que iba lo rechazaban por no tener “facha” o por cualquier otra cosa, y a veces incluso no lo dejaban entrar en algunos lugares por el simple hecho de no ser un chico rubio de ojos celestes vestido a la moda. Evidentemente, no tenía suerte con las chicas (o al menos eso creía).

En la vecindad se corrían muchos chismes sobre Tomás, y como ocurre siempre con los chismes, éstos eran todos deformados. En realidad, quien iniciaba todo esto era Santiago, que le llenaba la cabeza a su madre aprovechándose de la debilidad de ésta, los chismes baratos. También utilizaba al pequeño y astuto Andrés para hacerle maldades y humillarlo. Horrorizada por lo que contaba su hijo sobre Tomás, Rosa hablaba mal de él a sus espaldas con los vulgares vecinos, lo que hacía que Pancha, que como ya sabemos era hartamente chismosa, lo tratara de una manera mucho más desagradable que a los otros vecinos, lo cual ya era alarmante en una mujer tan amargada como ella, quien sólo era levemente simpática con Rosa, porque se sentía identificada con ella. Por otro lado, los vecinos trataban indiferentemente al joven y murmuraban entre sí sobre su aspecto de vago muerto de hambre, mientras que Santiago y Andrés (éste era sólo manipulado por su hermano) eran los niños modelo de Las Dos Chorras, sólo ante Tomás y Eugenia se sacaban la máscara. Para colmo de males, Clemente, el padre de Santiago y Andrés, trataba a Tomás con rudeza y brusquedad y hasta lo amenazaba para que dejara en paz a sus hijos, como ya hemos visto antes. Arturo conocía muy bien las amenazas de Clemente y no hacía nada para que lo dejara en paz, pero Tomás se lo había ocultado todo a su abuelita para no sumarle más problemas. A veces, para ganar dinero, Tomás se ofrecía a ayudar a sus vecinos con las tareas hogareñas, y si bien la mayoría de las veces le iba bien y ganaba una buena propina a cambio, los hermanos Culocenizón se encargaban de estorbarle siempre que podían, y Tomás salía mal parado mientras que nadie les echaba la culpa a ellos.

Afortunadamente, no todo era negro en su vida. Bernardina, que era extremadamente buena y cariñosa, pero muy laboriosa y sacrificada para su edad, hacía que su vida fuera mucho más alegre, aunque no tanto como quisiera. Desde joven, Bernardina se había estacado en los exquisitos platos que solía preparar, algo que hacía sentir a Tomás que había cariño para él detrás de tanto odio. Además estaba la dulce Eugenia, su mejor y única amiga en la vecindad, que le había abierto los brazos desde su llegada a Las Dos Chorras, tres años atrás, y que siempre lo había tratado con cariño, mejorando mucho la baja autoestima del joven. Con ella Tomás podía hablar de todo, sin sentirse cohibido, sino tranquilo y seguro al poder contar con una verdadera amiga como Eugenia, una muchacha tan distinta a las demás, que no se dejaba llevar por el chisme y a la que no le importaban las apariencias. Bernardina la adoraba como a una hija, y a menudo le decía que le encantaría verla de novia con el menor de sus nietos, pero Tomás estaba seguro de que no la amaba, pero que, como amiga, la quería muchísimo y no deseaba perderla nunca. Por otro lado, la reciente llegada de Nicolás, su compinche y hermano del alma, del que casi no había tenido noticias por los últimos tres años, era muy buena señal para el muchacho.

Toda su vida, Tomás había tenido la sensación de que había nacido para ser algo grande en la vida, para sobresalir del resto de los habitantes del planeta. Pero no entendía de qué manera podía sobresalir un joven humilde y desdichado odiado por su abuelo y humillado por sus vecinos.

Cuando aún vivía con sus padres y su hermano, antes de llegar a Las Dos Chorras, donde sus abuelos llevaban mucho tiempo viviendo, Tomás visitaba con frecuencia una pequeña parroquia que para él siempre había sido mucho más que un simple lugar de oración. Allí vivía el Padre Arnoldo, un sacerdote anciano y amante de los libros, con el que pasaba horas y horas leyendo historias fantásticas de hermosas princesas, héroes invencibles y tenebrosos hechiceros, pues todo aquello le fascinaba, le encantaban los relatos de fantasía y las leyendas provenientes de hermosos lugares como el Tíbet, China, la India y África. Él jamás olvidaría los hermosos ratos que pasaba leyendo y riendo junto a Arnoldo, y fue por eso que se sintió sumamente triste cuando éste murió, un poco antes que sus padres.

Tomás había heredado de su hermano Nicolás el gusto por el teatro y la actuación, preferentemente del género Comedia, y soñaba con abandonar la vecindad para siempre y hacer junto a su hermano un programa cómico siguiendo los pasos de Chespirito.

Pensando en todo esto, Tomás se quedó dormido.

 

El apuesto príncipe Tomás, empuñando un escudo en la mano izquierda y una espada en la derecha, usando una armadura de plata y montado en su brioso corcel blanco, se dirigía hacia el castillo del reino vecino. Todos sabían que allí habitaba una bellísima Princesa que se hallaba en un profundo sueño, del cual sólo podía despertarla el beso de un joven valeroso. Y aunque muchos apuestos caballeros habían intentado llegar hasta ella, todos habían muerto a causa de los ataques de la vieja y vengativa bruja que custodiaba el castillo. Mas el Príncipe sabía que él no correría la misma suerte, ya que su intenso amor por la Princesa le daba fuerzas para enfrentarse a lo que sea.

Pero se le presentaba un gran reto: en lo más alto del cielo gris, la bruja le enviaba obstáculos montada en su escoba voladora. Con la ayuda de sus poderes hechiceros provocó un derrumbe de rocas que amenazaban aplastar al héroe. Afortunadamente éstas no le hicieron daño, pues el muchacho pudo protegerse gracias a su escudo poderoso. Estupefacta y sorprendida, la vieja bruja lanzó un rayo que generó un enorme precipicio a mitad del camino. A este punto el Príncipe Tomás bien podía haber temido por su vida y haberse alejado tranquilamente. Pero estaba tan enamorado que decidió enfrentarse al peligro, y su corcel estaba tan bien entrenado que dio un salto magnífico.

Encolerizada porque su enemigo estaba aproximándose al castillo, la bruja lanzó un conjuro e hizo crecer un horrible bosque de zarzas y espinas en el jardín del castillo. Pero este obstáculo era un juego de niños para el valiente Príncipe, que de inmediato desenvainó su espada y se dispuso a cortar las zarzas una tras otra. Su amor hacía que tuviera la fuerza de diez hombres.

Solucionado el problema, Tomás avanzó hacia el castillo a todo galope y con el corazón latiéndole violentamente. Estaba a punto de entrar al castillo cuando de repente se desencadenó una tormenta y apareció ante él la vieja bruja, montada en su escoba en lo alto del cielo.

-¡Alto, valiente Príncipe! –exclamó la bruja en tono teatral –Antes de llegar a la alcoba de tu amada tendrás que vencerme a mí. ¡Jamás lograrás entrar!

Lanzando una carcajada burlona, hizo una floritura en el aire con su varita mágica y, con un estruendo, hizo aparecer un terrible dragón violeta de siniestros ojos amarillos y horribles cuernos puntiagudos. La bruja dirigió la escoba lo más alto que pudo y se puso cómoda para observar la escena.

El Príncipe se precipitó sobre el dragón, que lo detuvo lanzando una llamarada por la boca. De no haber sido por su potente escudo, nuestro valiente héroe hubiera muerto quemado. Desgraciadamente, la siguiente llamarada hizo que el escudo saliera disparado bien lejos. Entonces, mientras la bruja reía triunfante, una pequeña hada madrina apareció volando, lanzó un destello de su varita mágica a la espada del Príncipe y desapareció. La espada adquirió un brillo plateado y se abalanzó sola sobre el dragón hasta atravesarle el corazón.

El dragón aulló de dolor, exhaló sus últimos suspiros y se desplomó sin vida en el suelo.

-¡NOOO! –gritó la bruja sin poder creerlo, y en ese descuido, soltó la escoba, a la que antes sostenía firmemente con las manos. Mientras chillaba, la vieja cayó de la escoba y se precipitó en el vacío.

Nuevamente, el Bien había vencido sobre el Mal.

Entonces el cielo adquirió un color celeste y los pájaros comenzaron a cantar. Tomás desmontó del caballo y corrió hacia el castillo, hasta la alcoba donde se encontraba dormida la Princesa.

Allí estaba ella, profundamente dormida pero aún conservando su asombrosa belleza. Su larga cabellera rubia hacía juego con su precioso vestido azul. El héroe tembló como un niño en el umbral y avanzó lentamente hacia ella.

Con infinita ternura, besó sus tiernos labios rojos, y la muchacha, pocos segundos después, abrió los ojos y le sonrió.

- Tomás –suspiró la Princesa.

- Virginia –suspiró el Príncipe.

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En ese instante, Tomás Ardanás despertó de su precioso sueño. Tardó unos segundos en darse cuenta de que había sido sólo eso, un sueño. Encendió el velador que había junto a su cama y se incorporó en ella, reflexionando. No era la primera vez que se acordaba de Virginia, ya en anteriores ocasiones se había quedado contemplando sus fotos viejas y había soñado con ella. Y se preguntaba, ¿cómo es que ella ahora volvía a dominar su mente luego de tanto tiempo? ¿Acaso fue tan fuerte la atracción que el joven había sentido por ella? En ese momento se escucharon leves golpes en la puerta.

- Pasá –rezongó Tomás con voz de dormido.

La puerta se abrió lentamente y casi sin ruido y entró Nicolás, quien la cerró con mucho cuidado al entrar. Luego avanzó lentamente hacia la cama de Tomás, llevando entre sus manos una bandeja con dos platos, uno con pollo al horno y otro con puré de papa. También traía una servilleta de papel con cuchillo y tenedor.

- Shhh. ¡No hagas ruido! –le advirtió con voz bajísima y algo preocupada – Esto es para vos.

- ¿Para mí? –preguntó felizmente Tomás, señalándose con el dedo.

- Obvio –respondió su hermano -¿O creías que iba a dejarte morir de hambre? La abuela lo escondió para que el abuelo no lo viera, y cuando lo vi decidí traértelo.

- Gracias, Nico –sonrió agradecido Tomás.

- Para eso están los hermanos, ¿no? –respondió Nicolás dándole un abrazo. Luego, Tomás extendió las manos para recibir la bandeja y, sentado en su cama, comenzó a comer el pollo con un placer sensacional, tal era el hambre que tenía.

- ¡Está riquísimo! –susurró muy contento - ¿Por qué no dormís en mi cuarto?

- Es que el abuelo me pidió que pase esta noche en su cuarto, en señal de bienvenida. ¡No sabés como te extrañé estos tres años que pasé sin verte, a vos y a los abuelos! –respondió Nicolás. Tomás asintió con un gruñido y siguió comiendo sin mirar a los ojos a su hermano mayor, que de inmediato percibió la extraña conducta de éste. - Che, ¿a vos te pasa algo? –inquirió arqueando las cejas.

- No, nada, ¿qué me va a pasar? –respondió atragantado Tomás luego de tartamudear unos segundos.

- Dale, enano. Soy tu hermano. Sabés que a mí podés contarme cualquier cosa –le aseguró sonriente Nicolás, guiñándole un ojo.

Tomás sabía que él tenía razón: su inseparable hermano había estado junto a él en las buenas y en las malas, y el chico siempre se había sentido aliviado de saber que podía contar con él.

Por eso, dejó la bandeja a un costado de la cama, terminó de tragar el puré y dijo con seriedad:

- La verdad, Nico, yo a vos no te puedo mentir. Sentate, -le ofreció amablemente – te voy a contar qué pasa.

Intrigado, Tomás se sentó en la cama, junto a él, inclinándose levemente en ella.

- A ver, dale; ¿Qué pasa?

- Soñé con Virginia –terció Tomás, sonriendo maravillado.

Era evidente que Nicolás no esperaba semejante respuesta.

- ¿Con Virginia? –preguntó asombrado - ¿Justo ahora venís a acordarte de Virginia?

- Sí. ¡Es asombroso! –exclamó Tomás, confundido – Ya hace algunas semanas que estoy pensando en ella, pero lo que acabo de soñar…

Y, con gran minuciosidad, le relató aquel extraño y maravilloso sueño, deteniéndose en cualquier detalle de éste e interpretando teatralmente cada uno de esos momentos. Su hermano lo escuchaba atentamente y sin pestañear.

- Y en ese momento –susurró Tomás mientras intentaba vislumbrar la imagen del beso en su mente – Cuando le vi la cara, ahí me di cuenta: ¡Era ella! –exclamó de repente mientras Nicolás lo observaba estático – Sí, era ella, era Virginia, no tengo dudas. Todavía tenía ese pelo hermoso, esos ojos divinos, ese rostro infantil, esa mirada de mujer… - añadió cerrando los ojos e imaginándosela con deseo. - ¡Te juro que no sé lo que me está pasando! – Finalmente, Nicolás se dignó a decir algo.

- ¿Sabés que creo? Primero, creo que leíste muchos cuentos de hadas; segundo: ¡que estás hasta las manos con esa mina! –sentenció. Ante tal respuesta, Tomás permaneció callado unos segundos. Desde la ventana se podía oír a Pancha roncando como carcacha descompuesta.

- Sí, Nico –suspiró entonces – Creo que Virginia todavía me gusta. ¡Me encanta! Pero, ¿qué puedo hacer? Ella no se debe ni acordar de mí –se lamentó.

Entonces Nicolás se llevó un dedo a la boca y fingió reflexionar.

- Tengo una idea –dijo entonces – Pero, te vas a tener que aguantar hasta mañana porque hoy es muy tarde, jovencito – añadió en un falso tono imperioso antes de abalanzarse sobre su hermano menor para hacerle cosquillas. Cuando éste comenzó a reír a carcajadas y a patalear, se escuchó un grito impresionante desde la ventana. Era Pancha.

- ¡A VER SI SE CALLAN, QUE QUEREMOS DORMIR! –Tomás y Nicolás estallaron en carcajadas, y cuando se calmaron un poco, éste último le chistó a su hermano y le tapó la boca con una mano.

- Callate, - susurró entre dientes –porque sino también se va a despertar también el abuelo y va a haber lío. Ahora, ¡a dormir! –agregó cariñosamente. Le dio un abrazo y un beso en la mejilla, se llevó la bandeja con la comida y abandonó la habitación cerrando delicadamente la puerta.

Algo confundido pero muy cansado, Tomás bostezó, se dio vuelta en la cama y se dispuso a dormir, abrumado por sus extraños sentimientos y por los acontecimientos de esa noche. Ya eran las dos de la mañana y Tomás dormía plácidamente.

 

 

El sol salió la mañana del 1 de enero del 2000. Aquel era un día cómo cualquier otro en la ciudad de Buenos Aires. La gente caminaba despreocupada por la calle y no había nada que amenazara alterar su vida cotidiana. Claro, si no reparamos en el hecho de que la malvada Carolina también caminaba por la calle, pero con oscuras intenciones. Su remera roja corta y su pequeña y ajustada pollera negra, sumados a su provocativa manera de caminar y a su sedosa cabellera roja hacían que todos los transeúntes de dieran vuelta para mirarla, las mujeres con envidia y los hombres con deseo. Como ya he mencionado, Carolina era una chica bellísima como una princesa, pero tan cruel y sanguinaria como una bruja vieja y fea.

En ese instante sonó el celular de la joven, quién se apresuró a atenderlo:

-¿Hola?

-¿Qué tal, querida? –la saludó el Ángel Tenebroso -¿Ya estás en la Iglesia?

-Estoy en camino –respondió ella en voz muy baja.

-Perfecto. ¿Llevas el frasco con el Elixir?

-Lo traigo escondido en la cartera –respondió la perversa muchacha.

-¡Así me gusta! Recuerda: intenta pasar lo más inadvertida posible, y si alguien te causa problemas, ya sabes lo que tienes qué hacer.

-Por supuesto, Mi Amo. Oír gemidos de agonía es música para mis oídos.

-Para los míos también –rió el hechicero -¡El Amo Satanás se pondrá muy contento!

-Ya lo creo. Milord, debo dejarlo, estoy por entrar en la Iglesia.

-Muy bien, adiós –Carolina estaba a punto de cortar la comunicación cuando el Ángel Tenebroso exclamó de repente: -¡Ay, lo olvidaba! Deberás traerme a Yolanda viva. Es esencial para el plan

-Gracias, pero ya sabía que tenía que traérsela, no lo he olvidado.

-Tú sí que eres una sierva digna de Satanás, pequeña.

-Por favor, yo a usted no le llego ni a los talones –se ruborizó Carolina.

-Pronto lo harás. ¡Adiós, querida! ¡Suerte!

-Adiós, Señor. Cuídese.

Carolina se acercaba a la Iglesia del Guadalupe, que era frecuentada por gente de buena posición, la mayoría eran ancianos religiosos y de buena fe. El Ángel Tenebroso necesitaba un ejército de demonios para desarrollar su maléfico plan, y había ordenado a la fiel Carolina mezclar un Elixir mágico entre el Agua Bendita de la Iglesia, ya que todo aquel que lo tocara se convertiría al instante en un ser siniestro, inescrupuloso y fiel al diablo. También debía secuestrar a la Hermana Yolanda, una monja que vivía en la iglesia, ya que poseía el don adivinatorio. Si lograban dominarla, el Ángel Tenebroso podría hacerle cualquier pregunta y averiguar cualquier cosa sobre cualquier persona del planeta.

Aún era temprano, y la iglesia estaba completamente desierta y sumida en el silencio. Carolina avanzó lentamente, intentando hacer el menor ruido posible, mientras sus ojos irradiaban ansiedad, deseos de poder y profunda emoción por lo que ocurriría en los próximos instantes.

La villana ya se encontraba frente al Agua Bendita, y su corazón latía con violencia e impaciencia. Contempló el agua unos segundos y sacó de su cartera el frasco con el Elixir. Lo colocó a la altura de sus ojos y dijo con el tono más siniestro que había logrado hasta entonces.

-Ahora, satánico brebaje, cubre al mundo de dolor, miserias, perversión y asesinatos salvajes.

Con expresión de cruel satisfacción, Carolina vertió el diabólico líquido en el Agua Bendita. Los primeros cinco segundos reinó un silencio total, pero luego el lugar se oscureció casi por completo, sonó un estruendo, y las aguas comenzaron a girar con violencia mientras la muchacha observaba el espectáculo más feliz y excitada que nunca.

-¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! –exclamó cuando el agua se tornó verde como el odio y la envidia y se llenó de burbujas. Carolina tembló de alegría cuando el color verde cambió al negro, como los corazones crueles y perversos, y no pudo evitar gritar de vil alegría cuando el agua se volvió de un color rojo rubí, como el traje de Satanás, mientras burbujeaba sin cesar.

Un trueno infernal acompañó a una carcajada desmedida de Carolina, y la transformación concluyó. Volvió la luz, y el agua volvió a su color natural, de manera que nadie podría saber que estaba embrujada.

La risa de la maléfica muchacha se detuvo repentinamente cuando ella dio la vuelta, pues en un rincón había un sacerdote y una monja muertos de miedo, con la boca abierta por el espanto. Carolina no conocía al cura, pero sabía que la monja era nada más y nada menos que la Hermana Yolanda.

Por un instante, la chica y los otros dos se quedaron mirándose asustados. Momentos después el sacerdote huía despavorido hacia la calle, mientras gritaba espantado. Carolina no lo pensó dos veces, sacó el revólver que llevaba oculto en la cartera y le disparó en la rodilla izquierda mientras Yolanda gritaba horrorizada, sin poder moverse. El pobre hombre se desplomó en el suelo, se incorporó lentamente mientras gemía y, aún de rodillas, acarició su rodilla herida, de la que brotaba la sangre. Carolina rió triunfante y disparó al brazo derecho del indefenso anciano. Y sin darle tiempo a respirar, la malvada mujer disparó a su cabeza y le pegó tres tiros en el corazón mientras reía estruendosa y salvajemente. El sacerdote se desplomó en el suelo bruscamente y murió al instante, sin siquiera respirar.

Carolina contempló el cadáver de su víctima unos momentos, y luego dirigió su mirada a la monja, que seguía acurrucada de miedo en el rincón. Yolanda, que con su don milagroso adivinaba las perversas intenciones de la joven, se puso de pie en seguida y salió disparada hacia su habitación, en el interior de la parroquia.

-¡NO TE ESCAPARÁS! –gritó Carolina mientras echaba a correr tras la anciana. Yolanda estaba tan asustada que corría a la velocidad de diez hombres, sin mirar atrás. Oía los gritos de furia y la respiración jadeante de la asesina mientras atravesaba el largo pasillo que había a la izquierda del altar. Estaba a punto de llegar hasta las escaleras cuando tropezó y cayó de cara al suelo. Confiada, Carolina la contempló un segundo y luego la agarró del hábito. Afortunadamente la monja consiguió ponerse de pie y escapar, dejando a la malvada llena de rabia y con su hábito en las manos, huyó aterrada hacia las escaleras.

Carolina lanzó un grito de furia y corrió tras ella. Aquella escalera sinuosa era muy larga, y .la pobre Yolanda, de tan vieja que era, cada vez tenía menos fuerzas. Mientras sentía la respiración de su perseguidora cada vez más cercana, podía ver desde lejos, pero cada vez más cerca, la puerta que conducía a su habitación.

Ya estaba a punto de alcanzar la manija, ya casi, pero su atacante se acercaba cada vez más y más…

Yolanda suspiró aliviada cuando logró abrir la puerta y cerrarla con llave para que Carolina no pudiera entrar.

Desesperada, fue hasta el teléfono y llamó a la policía.

Tras quince minutos de esperar nerviosa en el silencioso cuarto, se oyeron golpes en la puerta del mismo.

-Pase, oficial –dijo la monja abriendo la puerta, pues sabía quién era gracias a su don -¡Estoy desesperada! Una chica de unos diecisiete años entró aquí y asesinó al Padre Aurelio. Trató de atraparme pero logré refugiarme aquí a tiempo.

-No se preocupe, Hermana. Estará segura con nosotros –respondió el policía, que llevaba una pistola en la mano derecha. Yolanda estaba tan asustada que su don adivinatorio le estaba fallando, de otro modo habría adivinado lo que le sucedería a continuación.

-Gracias, oficial. ¡Muchas gracias!

De repente la puerta se abrió de par en par, y la pobre Yolanda casi se desmayaba del susto al ver quién era: ¡Carolina!

-Yo también le doy las gracias, oficial –añadió sonriendo maliciosamente –De no ser por usted jamás hubiera cumplido mi misión.

-No es nada, Madame. Estoy para servirla –respondió el policía reverenciándola. La monja no podía creerlo. Fue entonces cuando su maravilloso don volvió a la normalidad.

-Ahora entiendo –dijo valientemente señalándolos con el dedo y disimulando que temblaba de miedo –Lo has obligado a beber el Agua Bendita que has embrujado y ahora se ha vuelto uno de los tuyos, ¿no?

-Muy inteligente, la ancianita –rió el policía –Dígame, una cosa: ¿No está muy cansada de vivir adivinando los pensamientos de los demás? Creo que debería dormir un rato.

-¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!

Demasiado tarde. El policía le golpeó la cabeza con el revólver, dejándola inconsciente. Carolina había cumplido con éxito su misión.

 

 

Continuará...

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  • 2 weeks later...

Aquí está el Capítulo 2. Comparado con el original, no tiene acción, más bien romance, pero les aseguro que ya se pondrá más movido.

 

CAPÍTULO DOS

Recuerdos del Primer Amor

En este relato también debe hacerse mención de la Familia Geldsack, ya que uno de sus miembros había desatado una terrible y antigua maldición estrechamente vinculada con Tomás y con el destino del universo entero.

Los Geldsack eran una de esas típicas familias de gran prestigio y excelente posición económica. Descendientes de valientes combatientes de las Guerras de Independencia de nuestro país, vivían en el barrio más rico de la Capital Federal, en una imponente y señorial casa ancestral, a la que todos llamaban “La Mansión Geldsack”. Ubicada a un costado de la ruta, una ancha y fresca galería la rodeaba por los cuatro costados, y se accedía a ella por unas soberbias y rimbombantes puertas dobles de color dorado para dejar al descubierto grandes extensiones de verde césped. Había grandes establos, cuidados por doce muchachos que charlaban tranquilos, hileras de casitas con parras para los criados, huertos y parcelas para el cultivo. Los habitantes de la Mansión, que dormían en habitaciones de pisos entablados, poseían una cancha de volley en uno de los cultivados jardines, una pileta con trampolines en el exterior, otra cerca de la sala de música, pero de menor tamaño, dos automóviles, uno elegante y otro deportivo, dos choferes, un mayordomo, siete sirvientas, una cocinera experta, y de mascotas, cantidades de pececitos y pajaritos de colores, y perros guardianes que protegían la Mansión. Aunque éstos se veían temibles, en realidad eran amigables, y sólo ladraban si veían a alguien que no les gustaba, pues se comentaba que su instinto les permitía olfatear malas intenciones.

El árbol genealógico de la respetable Familia Geldsack se remontaba a la Edad Media, y por lo general, todos sus miembros eran personajes de la Alta Sociedad y de la mejor clase social, que reprobaban el desaliño personal en sus cónyuges.

El señor Mauricio Geldsack, de cuarenta y cinco años, era un poderoso empresario de alta estatura, pelo negro peinado hacia el costado y se destacaba por su forma refinada de hablar y comer. A pesar de tenerlo todo, siempre fue un joven noble y desinteresado a quien sus padres no habían podido inculcar la ambición que éstos poseían. Reconocido como el hombre más rico del país tras haber heredado las empresas de su padre, Mauricio era un buen patrón, un excelente padre y un gran esposo. Él era el dueño de la Mansión desde hacía veintiún años, por ser el hijo mayor. Sus padres vivían con su hermana en la Mansión de su cuñado, y su hermano, en la Mansión de su cuñada.

Su esposa, Ángela Álvarez de Geldsack, que tenía su misma edad, era una mujer rubia, alta y delgada y con un gran sentido del humor, aunque a veces un poco grosero, cosa que a su refinadísimo marido no le hacía mucha gracia. En su juventud, Ángela había sido una hermosa adolescente y una adorable maestra jardinera, pero ahora era profesora de Historia en un colegio secundario, al igual que su difunto padre. De soltera ella vivía con sus padres y su hermana Alicia en una casa de campo en Lobos y los ayudaba en todo lo que podía, porque amaba a los animales.

A sus dieciocho años, Mauricio la había conocido en un viaje y fue amor a primera vista. Al principio se encontraban en secreto las noches de luna llena, pero luego decidieron blanquear su situación frente a la familia. Los padres de Mauricio se opusieron terminantemente a la unión de de los jóvenes porque Ángela no era una chica de su clase, pero cuando conocieron mejor a la joven y se dieron cuenta de lo buena persona que era, terminaron aceptando el matrimonio, que se efectuó meses después. Una de las noches de luna llena en las que se encontraban en secreto, Ángela y Mauricio se juraron amor eterno, y tras su boda, Ángela sentía que había cumplido el sueño de Cenicienta. Aún ahora, de adultos, su marido seguía regalándole vestidos costosos y pagándole viajes alrededor del mundo.

Los Geldsack tenían cuatro hijas. La mayor se llamaba Serena y contaba con veinte años de edad. Había heredado el cabello negro de su padre y el carácter de su abuela paterna, pues era una joven correcta e inflexible, no se la veía sonriendo muy a menudo, y tenía un exagerado sentido del deber. Desde niña había sido una excelente e intachable alumna, pero nunca había tenido amigos y nadie le contaba secretos, pues ella, cuando veía a sus hermanas o compañeros haciendo una travesura, iba enseguida a contarle a su abuela o a la maestra. Aún ahora, sus hermanas seguían sin tenerle confianza, pero sabían que era una buena persona y que sus intenciones no eran malas, pero se tomaba las cosas muy en serio.

La segunda hija, Jimena, de dieciocho años, era todo lo contrario de Serena, el ejemplo de la casa. Era rubia como su madre, pero había salido rebelde, caprichosa y malcriada. Solía gastarse la mensualidad de sus padres en frivolidades como ropa, cosméticos de belleza, etc. Era una joven bondadosa, por supuesto, pero por su forma de ser se pasaba la vida discutiendo con Serena a causa de incompatibilidad de caracteres que había entre ambas hermanas.

La tercera hija se llamaba Virginia. Se trataba de una adorable y encantadora muchacha de catorce años que había heredado la belleza y la bondad de su madre y la inteligencia y el carácter de su padre. Aunque las cuatro hermanas Geldsack eran hermosas, la belleza de Virginia opacaba a las demás. Poseía una hermosa cabellera dorada como los rayos del sol, un cutis suave y diáfano como los pétalos de una rosa, labios rojos como el carmín y ojos azules como el mar. Al contrario de Jimena, utilizaba la mensualidad de sus padres para hacer donaciones a asilos de ancianos y hogares de niños. Como sus hermanas, era una excelente alumna en el Colegio y le encantaba todo lo relacionado con Filosofía, Mitología y Bellas Artes. Desde muy pequeña había sido una gran lectora, especialmente de libros de misterio y hechicería. Sin que nadie lo supiera, con la excepción de Jimena, había nacido con un amor secreto por el agua. Pese a su singular belleza, que la hacía más célebre aún, (su familia era muy famosa debido a sus riquezas), jamás había tenido novio, e ignoraba por completo que millones de niños de todo el país y del mundo se derretían por ella. Estaba muy emocionada porque se acercaba el día en el que cumpliría quince años, porque consideraba que esa edad representaba la máxima separación de la niñez, un año en el que todas las chicas se veían como princesas e imaginaban su futuro, que rumbos tomarían sus vidas en adelante y cómo sería su primer novio. Pero por otro lado, Virginia estaba cansada de la aristocrática vida que llevaba, llena de lujos, sin problemas, ni penas ni preocupaciones, pero sin emociones; soñaba con vivir asombrosas aventuras y encontrar el Verdadero Amor.

La hermana menor, Milagros, sólo contaba con cinco años de edad. Poseía también largo cabello rubio y su belleza sólo se comparaba con la de Virginia y Jimena. Era una niña extremadamente dulce e inocente que encandilaba los corazones de todos los que la veían. Por desgracia, se encontraba estudiando en una escuela privada en Suiza, a la que, sin embargo, no habían sido enviadas sus hermanas mayores…

Entre los miembros de la servidumbre se destacaba Jervis, el jardinero, un hombre de edad mediana, amante del tango y extremadamente optimista, siempre veía el lado bueno de todo. Llevaba quince años al servicio de la Familia Geldsack, y aunque aún era soltero, no perdía las esperanzas y creía fervientemente que encontraría a la mujer ideal y se casaría.

Magnolia, la nana, era una mujer alta, delgada y de semblante arrugado. Trabajaba allí desde que Mauricio era pequeño y conocía perfectamente a toda la familia, incluso los que no vivían en la Mansión Geldsack. Magnolia era amable y confiable, y las hermanas Geldsack la querían como a una mamá, pues ella las había cuidado mucho durante su niñez, al igual que había hecho con Mauricio y sus hermanos.

Lo mismo ocurría con Herminia, la bajita y corpulenta cocinera, que a pesar de preparar los más exquisitos manjares, era casi ciega, únicamente podía ver si usaba anteojos. Todos en la Mansión le tenían mucho cariño, y la mujer siempre agradecía el poder estar en actividad a pesar de su ceguera.

Todos los habitantes de la Mansión, e incluso los que no la habitaban, estaban movilizados por la cercana fiesta de Virginia, más movilizados de lo que ella creía. La hermosa joven pudo darse cuenta de esto la mañana del 1 de Enero del año 2000. Los rayos del radiante sol llegaron a los ojos de la muchacha durmiente a eso de las nueve de la mañana. Mientras mantenía los ojos cerrados, Virginia recordaba lo que había soñado la noche anterior: soñaba que era una sirena y que nadaba libremente por el océano. ¡Había sido un sueño tan hermoso!

La hermosa Virginia bostezó y se levantó de su cama, echó un vistazo alrededor de su cuarto, buscando señales de algo singular, pero todo estaba igual que siempre. En su mesita de luz había una carta, que la chica había estado leyendo por milésima vez antes de dormirse. La carta había sido escrita por Tomás, y ella pensaba: ¿Por qué justo ahora venía a acordarse de Tomás? ¿Será que estaba enamorada?

La muchacha eliminó ese pensamiento de su mente y comenzó a vestirse para desayunar; como joven millonaria que era, se destacaba por su elegancia, su gusto fino y su figura ideal. Mientras hacía esto no dejaba de sonreír, siempre amanecía con optimismo y alegría. Además de su belleza, su sonrisa era lo que hacía que millones de chicos se enamoraran de ella al verla salir en televisión, cuando su célebre familia era entrevistada. Si bien era famosa por su dinero, también lo era por su hermosura y buen carácter.

Al salir de su cuarto, Virginia se dirigió a las escaleras doradas que había a mitad del pasillo y descendió por ellas hasta llegar al amplio vestíbulo, posiblemente el sitio más grande de su Mansión. Por las paredes colgaban retratos pintados al óleo de ella y sus familiares, y en el cielo raso, hermosos candelabros decoraban la Mansión.

Desde el pasillo del segundo piso (en el que se entraba a su habitación y a las de sus hermanas) hasta el vestíbulo, todo el suelo estaba recorrido por una resplandeciente alfombra roja que combinaba con el Estudio Queen, el estudio de la Mansión, cuyas paredes abundaban de trofeos de cacería y donde era imposible no admirar la antiquísima mesa roja que se hallaba en el centro del lugar.

El Estudio Queen era donde los Geldsack acostumbraban desayunar, y Virginia se asombró de no encontrar a nadie allí. En la Mansión entera había un silencio sepulcral que llegaba incluso a asustar a la jovencita. No había ni un alma.

Por alguna extraña razón, Virginia sentía que la observaban, y no se equivocaba, porque en ese mismo momento…

-¡SORPRESA! –De diversas direcciones fueron saliendo de su escondite todos los parientes de Virginia, que traían regalos para la quinceañera. La asombrada muchacha corrió a abrazarse con todos ellos, mientras éstos le deseaban feliz cumpleaños.

La familia completa estaba compuesta por: Lautaro y Lucrecia, los padres de Mauricio, Aurora, la madre de Ángela, Liliana, la hermana menor de Mauricio, Maritza, la mejor amiga de Ángela, Gabriel, el hermano menor de Mauricio, Alicia, la hermana mayor de Ángela, Ernesto, el marido de Liliana, Gertrudis, la mujer de Gabriel, Laura y Marcelo, los hijos de Liliana, y Sandro, Leandro y Alejandro, los hijos de Gertrudis.

Lautaro Geldsack era un hombre corpulento, casi calvo, elegante y ambicioso. Su esposa, Lucrecia Lápida de Geldsack, era una mujer atractiva, de semblante severo, anteojos de montura redonda y cuyo cabello negro estaba recogido en un rodete. A pesar de ser buenas personas, ambos eran ambiciosos, críticos y prejuiciosos, valores que lograron inculcarle a su nieta Serena, con la única diferencia de que ésta no era ambiciosa.

Aurora era una anciana rubia, amable y chistosa, sólo que algo grosera. A ella le encantaba ver a sus nietas y se destacaba por ser una gran cocinera de lasaña y asado, y nunca se separaba de sus gigantescos perros, Daisy y Larson. Vivía pacíficamente en el campo junto a Alicia, que a pesar de haber heredado el buen humor de su madre, se había quedado soltera a causa de su falta de elegancia, pues Alicia no acostumbraba a pintarse los labios ni salir vestida elegantemente. Ella llevaba a todas partes a Duquesa, su gata blanca, a la que incluso le hablaba.

Maritza era una mujer pelirroja que acostumbraba vestirse de rojo y salir con anteojos negros. De joven había sido una modelo famosa, y en la actualidad era periodista. Había conocido a Ángela cuando trabajaba de maestra jardinera, y desde entonces se habían vuelto inseparables.

De Gabriel no se puede decir mucho, sólo que era muy parecido a Mauricio en todo sentido. Lo único que los diferenciaba era el tipo de mujer con la que se habían casado, pues Gertrudis, a pesar de ser una mujer fina y elegante, era extremadamente severa y amargada, sólo le interesaba lo material. Tal vez por esa razón habían salido tan malcriados sus hijos: Sandro, de dieciocho años, era un muchacho apuesto y atlético, pero muy creído y vanidoso; Leandro, de dieciséis años, era soberanamente gordo y avaro y no se preocupaba por nada más que por pasarse la vida comiendo; Alejandro, de quince años, era alto, muy flaco y con cara de caballo, y de los tres, era el más parecido a la madre en lo amargado.

Estos tres jóvenes no eran para nada parecidos a los hijos de la dulce Liliana, que a pesar de ser la hermana más joven, fue la que primero quedó embarazada. Ella y Ernesto se habían conocido en la Secundaria y se habían enamorado rápidamente, de modo que Laura, la hija mayor, fue engendrada cuando sus padres tenían catorce años. Esto había sido muy criticado por la prensa y otros medios de comunicación, pero Liliana y Ernesto se casaron de todos modos y criaron a su hija, y poco después, estando ellos ya casados, nació Marcelo, el hijo menor.

Laura, de veinticinco años, era morocha como su madre y era reconocida por ser una brillante antropóloga, mientras que el apuesto Marcelo, de veintidós años, acababa de terminar un curso por correspondencia para ser investigador privado.

A la dulce Virginia le encantaba ver a toda su familia reunida, le importaba más verlos a todos juntos allí que abrir sus caros regalos. Podía observar que Daisy, Larson y Duquesa provocaban asco en Lucrecia y Gertrudis, pero no le importaba, tal era su felicidad en aquel momento.

- ¡No sabés lo que me costó llegar hasta acá! –comentaba Aurora mientras todos se sentaban a desayunar – Nos tuvimos que tomar un remise, que llegó a la hora que se le cantó el culo –Lucrecia, Serena y Gertrudis le echaron una mirada amenazante al oírla pronunciar aquella mala palabra.

- Es verdad, mamita –corroboró Alicia – Nos levantamos re’ temprano, nosotras que siempre apolillamos hasta las once de la mañana.

“¡Ésta gente del campo y su vocabulario!” pensaba Gertrudis.

Siguieron charlando, todos contaron que habían decidido quedarse en la Mansión toda la semana por la fiesta de Virginia, y ésta se alegró con la noticia. Durante quince minutos, todos se vieron obligados a escuchar un discurso horrorosamente aburrido de Lautaro sobre su trabajo, y aparentemente, hasta Lucrecia estaba harta de escucharlo, pues lo interrumpió para decir:

- Virginia, me imagino que ya habrás conseguido el vestido, ¿no?

- Sinceramente, todavía no –admitió Virginia.

- ¡Entonces qué esperamos! –exclamó Liliana - ¡Tenemos que ir hoy mismo a elegir el vestido!

- Depende la hora, porque yo tengo que trabajar –dijo Marcelo.

- Quedate tranquilo, querido –sonrió Alicia - ¡Esta salida es sólo para mujeres!

- ¡Eso! –corroboró Aurora - ¡Nada de hombres!

Ya eran las diez de la mañana, y Virginia, Jimena, Serena, Ángela, Lucrecia, Laura, Liliana, Gertrudis, Maritza, Aurora, Alicia e incluso Herminia y Magnolia escogían el vestido de la muchacha en el negocio de ropa más caro de la ciudad. Alicia, por supuesto, llevaba a Duquesa en sus brazos, y esto desagradaba profundamente a Lucrecia y a Gertrudis.

- Virgy, tipo que tendrías que elegir este, porque el rosita es el color top de las cumplañeras, yo lo usé, no sé si se acuerdan –Jimena hablaba con el tono típico de una rubia sonsa, totalmente distinto al de su hermana Serena.

- ¡Ay, Jimena! ¡Siempre con tus gustos tan superficiales! –exclamó fastidiada –El color que más conviene es el blanco, eso lo sabe todo el mundo.

- Lo siento, Serena, pero no estoy de acuerdo –contradijo la amargada Gertrudis –Cuando yo cumplí quince años, mi vestido era de color negro.

- ¡Por Dios, Gertrudis! –se asombró Ángela, mientras Jimena dejaba escapar una débil tos, que podría estar ocultando una risita -¡Ese color es para un velorio, no para una fiesta!

- ¡Tiene mucha razón mi hermanita! –exclamó Alicia, y preguntó a su gata -¿No es verdad, Duquesita? –Duquesa ronroneó como respuesta, mientras Gertrudis resoplaba de fastidio.

- Un color muy original sería el rojo –sugirió Magnolia.

- ¿Cómo va a ser el rojo? –acotó Lucrecia severamente –Es un color muy erótico, personas como mis nietas merecen algo mejor.

- Para mi fiesta de quince, yo me vestí de amarillo, ¡es un color precioso! ¡Qué tiempos aquellos, en los que todavía poseía el don de la vista! –suspiró Herminia.

- No seas ridícula, el amarillo es un color tremendamente chillón, da la impresión de que una tiene hepatitis –se horrorizó Liliana.

- Chicas, ¿pero es que ninguna pensó en el celeste? Porque no hay nada mejor para una rubia tan bonita como Virginia –sonrió Aurora.

- Pero si usa el celeste, ¡todo el mundo va a pensar que se copió del vestido de Diana Dulché! –Laura se refería a una joven hija de potentados cuya esplendorosa fiesta había sido muy comentada durante 1998.

- Yo para mi fiesta usé un vestido multicolor. ¡Re’ original! ¿No, chicas? –rió Maritza.

Virginia escuchaba todos los comentarios, consejos y sugerencias, aunque sin hacerles mucho caso, mientras el resto de las clientas se quedaba mirando al grupo de charlatanas. La dulce muchacha, viendo que todas estaban a punto de discutir únicamente por el color de un vestido, decidió interferir.

- ¡Basta, por favor, chicas! Yo les agradezco la intención, pero se supone que la del cumpleaños soy yo. –Virginia les habló de forma amable, pero firme y cortante. Todas se callaron enseguida. Tras unos segundos, Serena rompió el silencio.

- Disculpamos si te incomodamos, pero necesitás nuestra ayuda tratándose de una ocasión tan importante.

- Y no sólo por eso –añadió Gertrudis – Esta mañana, Jorgelina, mi empleada, a la que había mandado de compras, me dijo que había oído a dos chicos hablando sobre algo muy interesante: aparentemente acaba de llegar un hombre poderosísimo a la Argentina, Jorgelina dice que, según esos chicos, se trata del embajador de Venecia o de Francia.

- ¿En serio? –preguntó asombrada Jimena - ¡Entonces debe ser más lindo que un Adonis!

- Y estoy segura de que papá lo va a invitar a tu fiesta, Virginia. Lo más importante para él es hacerse amigo de los vecinos de su clase –objetó Serena.

- ¡Justamente por eso es que hay que elegir un vestido especialmente glamoroso! –sonrió Lucrecia.

- Bueno, a Tomás no le importaría tanto el color de mi vestido si estuviera acá –Virginia había hablado casi sin pensar, hacía varios días que pensaba en él.

- Me suena ese nombre. Querida, ¿a quién te referís exactamente? –inquirió Lucrecia con educación.

- ¡Sí, por favor! ¡Contanos! ¡Yo la verdad que no lo ubico! ¡Y eso que Duquesa y yo jamás olvidamos una cara! –añadió Alicia -¿no es así, mami?

- Seguro. –Todas se arrimaron para oír a Virginia, que de inmediato se puso algo colorada.

La hermosa Virginia nunca en su vida recordaría como fue que se animó a decir todo aquello, pero el caso es que lo dijo.

- Seguramente algunas o muchas de ustedes lo conocen. Tomás Ardanás era el hijo de los anteriores asistentes de Jervis, el jardinero de mi Mansión, él vivía con sus padres y su hermano en una de las casitas con parras para criados…

Tres años atrás…

Verano de 1997

Aquella soleada mañana de verano, Virginia y Tomás, como de costumbre, jugaban a la Mancha en pleno jardín, junto a la puerta principal de la Mansión y muy cerca de uno de los huertos. Los cuidadores de caballos podían verlos desde una distancia cercana, y en aquel momento contemplaban felices como los niños reían y corrían, y como Virginia, que en aquel momento era la Mancha, tocaba a Tomás transformándolo a él en el perseguidor.

Por aquella época, Tomás, de doce años en este punto del relato, era un niño callado, sumiso, soñador, de corazón dulce y tierno y extremadamente cariñoso. Tomás siempre se había imaginado cómo sería la vida de los ricos, y con frecuencia imaginaba que era un Príncipe o un héroe. Aunque su madre le decía habitualmente que era un niño hermoso, él no se lo creía; “lo decís porque sos mi mamá”, solía decir. El joven poseía una notable virtud constantemente recalcada por todos y que siguió manteniendo siempre: poseía una sonrisa encantadora, de esas que enternecen a cualquiera, y, al igual que sus ojos, estaba llena de expresividad. Tomás soñaba con despertarse una mañana y verse transformado en un joven rubio, de ojos celestes, musculoso e irresistible, sin reconocer su propio atractivo preadolescente, esperando ser deseable para muchas chicas, pero especialmente, para una de ellas, una muy especial…

Alberto Ardanás, su padre, era muy apreciado por su patrón, el ilustre Mauricio Geldsack, debido a que era un hombre honrado, de buen corazón, cariñoso, noble y trabajador. Alto, delgado, de pelo castaño oscuro, facciones enérgicas y barba y bigotes negros, Alberto estaba casado con una mujer llamada Ingrid. Ingrid era una mujer dulce y comprensiva, de pelo negro enrulado y despeinado, y pese a lo desaliñada qué era, si hubiera vestido elegantemente sería una mujer casi tan bella como la señora Ángela. Nicolás, que por aquel entonces tenía diecisiete años, era un joven gordo y petiso, razón por la cual Tomás no lo reconoció en su regreso a Buenos Aires al verlo tan apuesto. También era un chico de buenos sentimientos, que soñaba con la actuación y había heredado el alma consejera de su madre: siempre tenía un buen consejo para todo.

Tomás jamás pedía ni exigía nada a sus padres, se conformaba con lo poco que tenía. Aunque solía conversar con sus padres y especialmente con su hermano, había algo que les estaba ocultando, una duda que lo había estado atormentando durante los últimos tiempos, una duda relacionada con sus sentimientos, mitad de niño y mitad de adolescente, y aunque intentaba eliminarla de su mente, convencido de que era un sueño imposible de alcanzar, sencillamente no podía, no podía eliminarla…

El niño estaba atravesando días duros en la Mansión, pues una de las criadas estaba enferma, y él, amable y laborioso como era, se había ofrecido a trabajar en su lugar. Mauricio le pagaba una pequeña cantidad de dinero por ello, pese a que Tomás había querido hacerlo gratis, sólo para complacer a la familia. El problema era que Leandro, Sandro y Alejandro, se habían quedado a pasar una semana en la Mansión, y éstos siempre le habían hecho la vida imposible al joven.

Afortunadamente, había algo que siempre lograba consolar al pobre Tomás: su amistad con Virginia. Los dos niños habían sido amigos desde que podían recordar, solían jugar juntos, contarse sus respectivos secretos y pasaban hermosos ratos charlando y riendo entre los dos. Compartían sus gustos por la literatura, escribían cuentos fantásticos y a menudo se los veía caminando de la mano. Mauricio siempre recordaba con alegría aquella lejana madrugada de 1985, en la que el matrimonio Ardanás había llegado a la Mansión pidiendo trabajo, con el pequeño Nicolás de la mano de su padre y el bebé Tomás en brazos de su madre. Virginia admiraba las pequeñas historias que escribía Tomás de pequeño, aunque a éste le avergonzaban actualmente; todas eran protagonizadas por un Príncipe y una Princesa, el Príncipe estaba inspirado en sí mismo, en Tomás, y no diré en quién estaba inspirada la Princesa porque me parece demasiado obvio…

Cómo estaba diciendo, Virginia y Tomás estaban jugando alegremente, pero por desgracia, en el momento cumbre de la diversión, se abrió la puerta principal y la inflexible Serena apareció en el umbral, pálida y rígida.

-¡Virginia! –gritó encolerizada -¿Qué estás haciendo? ¡Corriendo y ensuciándote como una criada! –Mientras los cuidadores de caballos gemían de disgusto, Virginia fue a grandes zancadas hasta donde estaba su hermana.

- Serena –intervino Tomás a fin de salvar a su amiga de que la joven le contara a sus padres que se estuvo ensuciando – no le hagas nada a Virginia, fue culpa mía, yo…

-¿Cómo es que te dirigís a la Señorita de la Casa de ese modo? –El gordinflón maleducado de Leandro y sus dos hermanos había aparecido en el umbral junto a Serena, cuya mirada severa ya daba miedo.

- Eso, ¿qué te crees, jardinerito? –añadió Sandro con desprecio mientras Alejandro le hacía muecas detrás de él.

-¡No le hables así a Tomás! –intercedió Virginia fulminando a sus primos con la mirada.

-Bien dicho –corroboró Serena, aún con el semblante serio, mirando a los bravucones muchachos –Por más que pertenezca a la servidumbre hay que respetarlo. – Los malcriados se ruborizaron y agacharon la cabeza, avergonzados y reprimiendo bronca contra Tomás y contra Serena. La muchacha se volvió hacia su hermana. – Y vos, Virginia, andá a bañarte inmediatamente –Serena y sus primos se corrieron a un costado para permitirle el paso a la niña, quien se internó en la Mansión seguida por la otra joven.

De este modo, Tomás se quedó sólo en el inmenso jardín delantero, frente a frente con Leandro, Sandro y Alejandro. Sentía miedo, miedo de que lo volvieran a humillar como había ocurrido tantas veces, pero, de cualquier manera, permaneció firme, con el semblante serio, la cabeza erguida y mirando fijamente a los tres Geldsack, que lo contemplaban como a una piedra en el zapato.

-¿Así que ahora el jardinerito juega con la hija del patrón? –se burló Sandro.

-¿Es que no tenés nada para hacer? –añadió Alejandro mirándolo con superioridad.

-No –respondió Tomás en tono cáustico.

-Entonces yo te voy a dar una tarea, enano –replicó Leandro mientras sus hermanos sonreían despectivamente – Le ordené a la cieguita de Herminia que me cocinara ya mismo, y…

-Pero si falta mucho para el almuerzo –interrumpió Tomás, extrañado.

-¡No me interrumpas, jardinerito! –exclamó el gordo imperiosamente – Yo soy un Geldsack, y si quiero comer ahora, comeré ahora. Te espero en diez minutos en el comedor. – Y los tres se largaron por la puerta, llenos de vanidad.

Diez minutos después, Leandro, sentado en la gran mesa del lujoso comedor, golpeaba el mango de los cubiertos contra la mesa, exigiendo su comida de inmediato, y gritando como un vulgar grosero “¡Jardinerito! ¡Apurate con el plato!”.

Tomás contuvo un bufido y apareció en el comedor cargando una bandeja de plata con un enorme lomo de cerdo asado y papas fritas. En cuanto el muchacho sirvió, Leandro se precipitó sobre la comida y comenzó a devorar el cerdo y las papas fritas como un perfecto bruto (por no decir otra palabra). Tomás lo contemplaba con asco y envidia pensando: “Es la primera vez que veo un lechón devorando otro lechón”.

-Me imagino que no te habrás robado ninguna papa, ¿no, jardinerito? –inquirió Leandro despectiva- mente.

-No. –replicó Tomás con la cabeza baja y casi murmurando, pero poniéndose a la defensiva.

-No me hables tan irrespetuosamente –gruñó el muy bribón. - ¿No te das cuenta de que te puedo echar a la calle en cualquier momento? –añadió en un tono especialmente desagradable acercando su rostro al de Tomás. Debido al habitual carácter sumiso y callado de Tomás, Leandro y sus dos repulsivos hermanos solían pasar por encima de él. Sin embargo, Tomás sentía que ya se le estaba acabando la paciencia, no creía poder seguir aguantando tal situación por mucho tiempo más. De cualquier manera, antes de que Tomás pudiera decir nada, un ángel acudió a su rescate.

-¡Leandro, por favor! ¡Dejalo tranquilo de una vez! –No era realmente un ángel, Tomás lo había creído durante una fracción de segundo, pero no; era su gran amiga Virginia, que ya se había bañado y perfumado y que ahora llevaba un encantador vestido rosa, con el cual se veía mucho más hermosa que de costumbre.

-Sólo lo estaba poniendo en su lugar al jardinerito. Después de todo es un sirviente –se excusó Leandro con una levísima nota de miedo en la voz. No era de extrañar que estuviera algo asustado, porque Virginia lucía casi tan severa como la implacable Serena.

-¿Y qué? –gruñó la niña.

-No te molestes, Virginia, no es necesario esto. –susurró Tomás, algo avergonzado.

-Cierto. No vale la pena, que te molestes por éste –corroboró Leandro con expresión de asco, haciendo gestos despectivos con la mano al muchacho.

-Lo que no vale la pena, Leandro, es molestarse en querer corregirte, ya veo que no tenés arreglo –terció Virginia muy seria.

Su primo se puso muy colorado.

-No te contesto como debiera sólo porque me muero de hambre. – respondió con resentimiento. Luego dedicó toda su atención al cerdo asado y las papas, devorando todo de forma sumamente grosera.

- No le hagas caso -murmuró Virginia –Es su forma de ser. –Sonrió al ver la triste expresión de Tomás y propuso alegremente: -¿No querés acompañarme a la biblioteca?

- Dale. –accedió Tomás sonriendo con aquella envidiable sonrisa. Virginia se sintió cautivada al verlo sonreír, pero lo disimuló. - ¡Una carrera! –exclamó riendo, y ambos echaron a correr hacia el tercer piso, donde se encontraba la amplia y elegante biblioteca. Era un cómodo salón de aspecto antiguo, repleto de toda clase de libros de los autores más variados y reconocidos. Un fuego crepitaba en la chimenea, al fondo, y junto a las paredes había sillitas rojas y blancas de aspecto acogedor.

-¡Gané! ¡Gané! –exclamó Virginia algo agotada pero muy contenta, mientras Tomás iba tras ella jadeando. La muchacha se encontraba en un mejor estado físico que él.

- Suerte de principiante –jadeó Tomás al llegar junto a ella.

-Bronca de perdedor. –replicó Virginia sonriendo burlonamente. Ambos rieron, y luego se aproximaron a las estanterías de libros. La niña comenzó a hurgar en ellas una a una, aparentemente, en busca de un determinado libro.

-¿Qué estás buscando? –inquirió Tomás momentos después.

- Un libro muy bueno que se llama “Cumbres Borrascosas” –dijo Virginia sin dejar de buscar. Aunque cada autor tenía su propio estante, la autora de la novela, Emily Bronte, sólo había escrito ese libro y algunos bellos poemas, por lo que no tenía un estante exclusivo para ella.

-¿De qué se trata ese libro? –preguntó Tomás con interés, sentándose en una silla roja.

Contenta porque su amigo le formulara esa pregunta, Virginia interrumpió su ansiosa búsqueda y se sentó frente a él en una silla blanca.

-Es una hermosa historia –suspiró emocionada y con la mente algo ida –Es sobre un chico pobre y huérfano que se llama Heatcliff, que es criado por la familia Earnshaw, dueña de una granja, y que se hace amigo de Catherine, la hija del dueño, pero el hermano de ella, Hindley, le hace la vida imposible al chico. Y cuando crecen, ¡Catherine y Heatcliff se enamoran y se ponen de novios a escondidas!

-¿Es tu historia favorita?

-Nunca se comparará con La Cenicienta, La Bella Durmiente o Romeo y Julieta, pero me gusta mucho. ¡Lástima el final!

-¿Qué pasa?

-Los dos se mueren, pero terminan felices para siempre en el cielo.

-Yo no creo que sea un final muy malo –opinó Tomás – Lo que enseña es que en este mundo o en el otro, las personas que se aman terminan juntas, tarde o temprano.

-Puede ser, –coincidió la romántica joven en tono soñador –pero a mi no me gustaría acabar muerta junto con mi novio. Yo lo que quiero llevar una vida larga y feliz al lado de mi verdadero amor, y vivir una historia como las de los cuentos de hadas.

-¿Y cómo soñás que sea tu novio? –preguntó el muchacho intentando ocultar su nerviosismo.

-Más o menos, que sea parecido a mí. Que comparta mis gustos, que me cuide, que me respete, que sea honesto y trabajador. No me interesa si es lindo o rico, pero lo que más me interesa es que me ame sinceramente y que sea dulce conmigo. –Mientras Virginia hablaba, a Tomás le pareció que la chica soñaba despierta. Antes de que la joven se percatara de su nerviosismo, se apresuró a decir, en un tono sumamente raro y nada convincente:

- ¡Huy! ¡Tengo que limpiar la cocina! ¡Chau! –Y se alejó escaleras abajo.

Minutos después, Tomás lavaba los platos mientras canturreaba alegremente. En eso entró Mauricio Geldsack, el respetable dueño y señor de todos los bienes en kilómetros a la redonda.

-¿Qué estás haciendo, Tomás? –preguntó con cariño y sorpresa.

-Estoy lavando los platos, señor. –respondió Tomás con el más sincero y sumiso respeto.

-¡Pero vos sos un chico! ¡No tenés por qué hacer eso! –exclamó Mauricio, preocupado de ver al indefenso niño haciendo aquella labor tan pesada, porque la vajilla de la Mansión Geldsack era muy fina e inmensa.

-No se preocupe. Quiero hacerles este favor, puedo hacerlo bien. –Mauricio echó un vistazo a su alrededor y se maravilló de ver la cocina tan brillosa e impecable como si hubiera sido fregada por una sirvienta experta. Esto le bastó al señor Geldsack.

-Bueno, esta bien. Pero si te cansás podés dejar de trabajar cuándo quieras. –dijo sonriendo, y abandonó la cocina. El niño continuó lavando los platos, cuando no tardó en aparecer Alejandro, su escuálido enemigo.

-¿Qué estás haciendo, jardinerito? –preguntó con su habitual aire despectivo.

-Lavando los platos –dijo Tomás tan suavemente como pudo, ocultando su repentino temor.

Alejandro comenzó a pavonearse por toda la reluciente cocina, mirando al indefenso muchacho con gran superioridad.

-Y, decime: -añadió en el mismo tono, segundos después –Está todo limpio, ¿no?

-Creo que sí –Con una disminuida sonrisa, Tomás intentó ocultar su creciente nerviosismo.

De repente y sin previo aviso, el prepotente Alejandro tomó un plato blanco recién lavado y lo arrojó bruscamente al suelo, causando que éste se hiciera añicos.

-Estaba, jardinerito –se burló Alejandro con desprecio, y, a continuación, barrió con la mano una buena cantidad de platos hasta el suelo, de forma que todos ellos se rompieron. Fue hasta un costado de la cocina, tomó el cesto de basura y lo volcó boca abajo completamente, dejando la cocina en el más completo desorden. - ¡Limpiá, jardinerito! ¡Limpiá, que para eso naciste! –Tras exclamar esto, se fue riendo a carcajadas.

A todo esto, Tomás había permanecido inmóvil, de pie, rígido, contemplando como Alejandro ensuciaba todo, tan consternado que no pudo hacer nada. Luego pensó que tendría que haberse hecho respetar, pero Tomás no lo hacía, en parte porque aquellos aprovechados le inspiraban temor, y porque no quería que sus padres perdieran el trabajo, ya que estos malcriados, ante el más mínimo freno de parte de Tomás, podrían haberlo calumniado ante su tío Mauricio y haberlos hecho echar, a él y a su familia.

De todas maneras, ya era tarde para replicar, así que Tomás, humillado, tomó la escoba y comenzó a limpiar todo el desastre.

Rato después, la compasiva Herminia apareció en la cocina, con sus anteojos para ver algo caídos. Su mirada se topó con el pequeño muchachito, que seguía arreglando el caos que había armado Alejandro.

-¡Por Dios! ¡Querido! –gritó horrorizada - ¿Qué es todo este desorden?

-No fue culpa mía –gimió Tomás – Vino Alejandro y tiró todo para que yo limpiara.

-¡Ese flacucho! –exclamó Herminia disgustada - ¡Siempre que él y sus hermanos vienen de visita molestan a los sirvientes! ¡Ayer se llevaron mis anteojos y de no ser por la Señorita Serena y Magnolia no los encontraba! ¡Oh, si el Señor Mauricio supiera algo de todo lo que hacen! ¡Hay que contarle ya mismo a la Señorita Virginia, que es la única que los conoce!

-No, Herminia – la detuvo Tomás aún en el suelo, cuando la cocinera se disponía a abandonar la cocina. – Virginia se la pasa defendiéndome, y si vos vas y le decís voy a quedar como un *******.

Herminia lo miró.

- ¿Te importa mucho quedar bien con la Señorita Virginia, no es así? –En su rostro se dibujó una sonrisa pícara y bonachona, y Tomás, presintiendo que ella la sabía su secreto (y creo que a esta altura, ustedes ya lo descubrieron), sonrió con timidez. – Está bien, está bien –añadió Herminia – Dale, yo voy a ayudarte a limpiar.

-No, no hace falta. Usted no ve bien y no quiero que haga esfuerzos con algo que no le corresponde –dijo Tomás cuando ella estaba por agacharse.

La bondadosa mujer insistió e insistió, pero Tomás, dulce y generoso como era, se mantuvo firme en su decisión de trabajar solo.

- Está bien –accedió Herminia finalmente, rendida pero orgullosa del muchacho – No te voy a molestar.

- Gracias –dijo Tomás con aquella sonrisa tan cautivadora. Como bien sabían Herminia, Virginia y todos en la Mansión menos nuestros tres rufianes, Tomás expresaba mucho sólo con sonreír o mirar a los ojos a alguien. Mientras él barría la basura con fuerza, Herminia lo contemplaba con aire de circunstancia. Una vez percibió que lo miraba tras aquellos anteojos redondos, Tomás inquirió:

- Disculpe, Herminia, ¿le pasa algo?

- Nada. –negó ella – Sólo que te miro, fregando, barriendo, limpiando, y me recordás a la Cenicienta.

El niño rió. Sólo un poco, pero rió.

- Me va usted a perdonar pero, yo no creo en esas cosas.

- Yo tampoco. – corroboró la cocinera –Era un comentario, nada más. – Y, a continuación, se retiró de allí.

El chico no acabó de limpiar hasta después de la hora del almuerzo. Agotado, suspiró de cansancio, dejó la escoba, sabiendo que la hora del almuerzo había terminado y que luego tendría que explicarles a sus padres por qué no había ido a comer. Pero ellos eran comprensivos, así que no había de qué preocuparse.

De lo que sí había que preocuparse, y mucho, era que Sandro había invitado dos amigos a tomar la merienda en la Mansión. Éstos se llamaban Lisandro y Leonardo, y se le parecían en muchas cosas, como por ejemplo, en el envidiable físico y la prepotente personalidad. Lisandro era rubio y de aspecto temible, mientras que Leonardo era morocho y enorme como un toro.

Tomás los vio al salir de la cocina, recién llegado al vestíbulo, en el Estudio Queen, que se ubicaba en uno de los dos enormes pasillos que había frente a la puerta principal. Ambos eran divididos por las preciosas escaleras doradas que conducían a las habitaciones de las cuatro hermanas Geldsack, pues, por aquel entonces, Milagros aún no había sido enviada a Suiza.

Sandro, Lisandro y Leonardo cantaban a los gritos una canción muy ordinaria, que había sido cantada por Yayo, del programa Videomatch. Tomás deseó con todas sus fuerzas pasar los más inadvertido posible y poder llegar a la puerta sin que Sandro lo viera. No sabía si le convenía más ir sigilosamente o echar a correr.

Optó por la segunda opción; pero, cuando ya casi llegaba a la puerta:

- ¡Jardinerito!

Tomás se quedó estático, con la mano en la manija de la puerta, mitad nervioso y mitad furioso. Muy lentamente, se dio vuelta para ver a Sandro gritando, mientras Lisandro y Leonardo reían burlonamente.

- ¡Vení acá un minutito! –gritó éste primero prepotentemente.

El muchacho se acercó muy lentamente a la mesa, temblando y con la cabeza baja.

- ¿Qué te pasa, jardinerito? –dijo efusivamente Sandro – No te vamos a hacer nada. –Las caras de los tres indicaban lo contrario.

- Queríamos hacerte una pregunta: -añadió Leonardo mientras Lisandro se tapaba la boca para no reírse. – Vos, ¿qué onda con la prima de mi amigo?

- No sé de qué están hablando –murmuró Tomás inocentemente, sin levantar la cabeza.

- ¡No te hagas el boludo! -exclamó Sandro en su mismo tono prepotentemente intimidador.

- ¡No le digas así! –replicó Lisandro, fingiendo defenderlo. – El jardinerito no se hace el boludo, ¡Es boludo! –Los tres estallaron en risotadas burlonas.

- ¿Para eso me llamaron? –preguntó Tomás, sintiendo que le hervía la cabeza. - ¿Para burlarse de mí?

- No, jardinerito. Te llamamos para aclararte una cosita. –puntualizó Sandro, esta vez serio. - ¡Mirame! –Tomás levantó la cabeza y lo miró a los ojos. Éste lucía realmente amenazante. – Que no te vea yo cerca de mi prima, porque te cago a piñas. –le advirtió.

- ¡Eso! –corroboró Lisandro -¡Te vamos a hacer pelota, jardinerito!

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