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La Saga del Terror: Lara Croft y la Hora Cero


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hola amigos, aqui les mando el primer relato de esta saga. Ocurre en el pasado:

 

PROLOGO:

 

En una noche tormentosa del año 1986...

 

El tren se mecía bamboleante mientras atravesaba los bosques de Winsburg, una cidudad situada a 100 km de Londres, Inglaterra. El estruendoso traqueteo de las ruedas se repetía como en un eco en los truenos que rasgaban el cielo del ocaso. Bill Nyberg hojeó el expediente Hardy, que había sacado del maletín que tenía a sus pies. Había sido un día muy largo, y el suave balanceo del tren lo adormilaba. Era tarde, más de las ocho, pero el Expreso Eclíptico estaba casi lleno, como solía pasar a la hora de la cena. Era un tren de la compañía y, desde la renovación —Psicho System había gastado mucho dinero para dar un aire retro al vagón restaurante, desde los asientos de terciopelo hasta las lámparas de lágrimas—, muchos de los empleados llevaban allí a su familia o amigos para que disfrutaran del ambiente. Normalmente había unas cuantas personas de fuera de la ciudad que hacían trasbordo en Latham, pero Nyberg habría apostado a que nueve de cada diez pasajeros trabajaban para Psycho System. Sin el apoyo del gigante farmacéutico, WinsBurg ni siquiera sería una área de descanso en la carretera.

 

Uno de los camareros pasó a su lado y lo saludó con un leve movimiento de cabeza al ver la pequeña insignia de Psycho System en la solapa de su chaqueta, lo que identificaba a Nyberg como un pasajero habitual. Nyberg le devolvió el saludo. En el exterior, el resplandor de un relámpago fue seguido rápidamente por el estruendo de otro trueno. Al parecer se avecinaba una tormenta de verano. Incluso en el agradable frescor del tren, el aire parecía cargado con la tensión de la lluvia inminente. Y mi gabardina está… ¿en el maletero? Fantástico. Tenía el coche al final del parking de la estación. Antes de llegar a la mitad del camino ya estaría calado. Suspirando, volvió a centrar la atención en el expediente mientras se arrellanaba en el asiento. Ya había revisado el material varias veces, pero quería estar seguro de cada uno de los detalles. Una niña de diez años llamada Teresa Hardy había participado en la prueba clínica de un nuevo medicamento pediátrico para el corazón: Valifin. Resultó que la droga hacía exactamente lo que se esperaba de ella, pero también causaba fallos renales, y en el caso de Teresa Hardy el daño había sido muy severo. Sobreviviría, pero probablemente tendría que someterse a diálisis el resto de su vida. El abogado de la familia pedía una fuerte indemnización. El caso tenía que resolverse con rapidez, porque la familia Hardy

pretendía mantenerse a la espera hasta poder arrastrar a su doliente querubín de rosadas mejillas ante un tribunal en una sala atestada de periodistas. Y ahí era donde Nyberg y su equipo entraban en acción. El truco consistía en ofrecer lo justo para satisfacer a la familia, pero no lo suficiente como para que su abogado, uno de esos leguleyos del tres al cuarto de «nosotros no cobramos a no ser que usted cobre», viera el cielo abierto. Nyberg sabía cómo tratar a esos cuervos que se presentaban en la cama del paciente incluso antes que el médico; lo tendría todo solucionado antes de que Teresa regresara de su primer tratamiento. Para eso le pagaba Psycho System.

 

La lluvia salpicó ruidosamente la ventana, como si alguien hubiera lanzado un cubo de agua contra el cristal. Sorprendido, Nyberg miró hacia el exterior. Justo entonces varios golpes secos resonaron sobre el techo del tren. Perfecto. Iban a tener hasta granizo. El destello de un rayo rasgó la creciente oscuridad e iluminó la pequeña colina empinada que se hallaba en la parte más profunda del bosque. Nyberg alzó la mirada y vio una alta figura recortada contra los árboles en la cima de la colina, alguien con un abrigo largo o una túnica oscura sacudida por el viento. La figura alzó los brazos hacia el furioso cielo… y el resplandor del rayo se desvaneció, sumergiendo de nuevo en sombras la extraña escena.

—¿Qué demonios…? —comenzó a decir Nyberg, y más agua golpeó el cristal. Pero no era agua, porque el agua no se quedaba enganchada formando gruesas masas oscuras, porque el agua no babeaba ni se abría para mostrar docenas de brillantes dientes afilados como agujas. Nyberg parpadeó sin saber qué era lo que estaba viendo. Alguien comenzó a gritar en la otra punta del vagón, un alarido largo y estridente, mientras más de las oscuras criaturas parecidas a babosas del tamaño del puño de un hombre se lanzaban contra las ventanas. El sonido del granizo al caer sobre el techo pasó de repiqueteo a torrente, y su estruendo ahogó los muchos nuevos gritos.

¡No es granizo, eso no puede ser granizo!

Un pánico ardiente recorrió el cuerpo de Nyberg, y se alzó de golpe. Llegó hasta el pasillo antes de que el vidrio a su espalda saltara hecho añicos, antes de que todos los vidrios del tren volaran en pedazos con un sonido agudo y seco que se mezcló con los gritos de terror, todo ello casi ahogado por el continuo estruendo del ataque. Las luces se apagaron, y Nyberg notó que algo frío, húmedo y cargado de vida le caía sobre la nuca y empezaba a morder.

 

 

Saludos

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CAPÍTULO 1

 

Las aspas del helicóptero cortaban la oscuridad que cubría el bosque de Winsburg.

Rebecca Peer estaba sentada muy tiesa, esforzándose por parecer tan tranquila como los hombres que la rodeaban. El ambiente era serio, tan sombrío y nublado como los cielos que cruzaban. Las bromas y los chistes se habían quedado atrás, en la reunión informativa. No se trataba de un ejercicio de entrenamiento. Tres personas más, tres excursionistas, habían desaparecido, un hecho no tan extraño en un bosque tan grande como el que rodeaba Winsburg, pero con la ola de asesinatos salvajes que habían aterrorizado a la pequeña población durante las últimas semanas, la palabra «desaparecido» había adquirido un nuevo significado.

 

Sólo unos pocos días antes se había encontrado a la novena víctima, tan destrozada y mutilada como si la hubieran pasado por una picadora de carne. Estaban matando a gente. Algo o alguien atacaba salvajemente en los alrededores de la ciudad, y la policía de Winsburg no estaba obteniendo ningún resultado. Finalmente habían llamado al comando local de los MAGNIFICOS para que colaborase en la investigación. Rebecca alzó ligeramente la barbilla, en un destello de orgullo que superó su nerviosismo. Aunque estaba graduada en bioquímica, la habían asignado al equipo Bravo como médico de campo. Hacía menos de un mes que pertenecía al grupo. Era la mejor amiga de la Lara, ya que hicieron las secundarias juntas. Eran amigas inseparables, y fue Lara que le dijo si queria unirse al equipo de los MAGNIFICOS.

 

Lara se habia unido al grupo cuando tenia 18 años, en 1986, después de la muerte de su mentor Von Croy en 1984 en Camboya, porque ella habi quedado muy golpeada animicamente y tal vez unirse al grupo era la mejor manera de sobrepasar esa situación, ademas la Ciudad de Winsburg siempre fue una de la favoritas de Lara y tambien de Rebecca. Al mes incentivó a Rebecca si lo queria seguir en su idea de unirse al grupo. Pero el destino hizo (y porque Lara siempre sobresalia sobre su amiga), de que Rebecca estuviera en el Equipo Bravo(Beta) del escuadron y Lara en el Equipo Alpha con su inseparable amigo Steve Johnson. Lo que si Rebecca siempre estuvo en dudas si seria de ultilidad, pero tenia cualidad, por la cual habia sido tomada en cuenta en el mejor escuadron de la ciudad de Winsburg

 

Mi primera misión. Lo que quiere decir que más vale que no la fastidie. Dice Rebecca

Respiró hondo y soltó el aire lentamente, mientras intentaba mantener una expresión neutra. Edward le dedicó una sonrisa alentadora, y Sully se inclinó hacia adelante en la abarrotada cabina para darle una palmadita tranquilizadora en la pierna. Al parecer, su fingida calma no colaba. A pesar de todo lo lista que era y de lo preparada que estaba para iniciar su carrera, no podía hacer nada respecto a su edad, o respecto a parecer aún más joven. A sus dieciocho años, era la persona más joven que los MAGNIFICOS habían aceptado nunca, desde su creación en 1967. Y como era la única mujer en el equipo B de Winsburg, todos la trataban como si fuera su hermana pequeña. Suspiró, le devolvió la sonrisa a Edward y le hizo un gesto a Sully con la cabeza. No era tan terrible tener un puñado de tipos duros como hermanos mayores, vigilándola. Siempre y cuando entendieran que podía cuidar de sí misma cuando hiciera falta. Eso creo, añadió para sí en silencio. Después de todo, era su primera misión, y aunque estaba en perfecta forma física, su experiencia en combate se limitaba a las simulaciones de vídeo y a las misiones de entrenamiento de fin de semana. La Escuadra de Tácticas Especiales y Rescates la quería en sus laboratorios, pero era obligatorio cubrir un tiempo en servicio de campo, y Rebecca necesitaba experiencia. De todas formas, inspeccionarían los bosques en grupo. Si se encontraban con la gente o con los animales que habían estado atacando a los habitantes de Winsburg, tendría quien le cubriera las espaldas. Se vio el destello de un rayo hacia el norte, cerca. El ruido del trueno se perdió bajo el rugido del helicóptero. Rebecca se inclinó ligeramente hacia delante e intentó penetrar la oscuridad. Había sido un día claro y despejado, pero justo antes de la puesta de sol habían comenzado a formarse nubes. No cabía duda de que volverían a casa mojados. Al menos iba a ser una lluvia cálida; supuso que podría ser mucho…

¡Boom!

 

Había estado tan concentrada pensando en la tormenta que se cernía sobre ellos, que durante un segundo, incluso mientras el helicóptero se inclinaba peligrosamente y caía, creyó que se trataba del ruido de un trueno. Desde la cabina se fue alzando un terrible gemido agudo y el suelo empezó a vibrar bajo sus botas. Captó el olor caliente del metal quemado y del ozono. ¿Un rayo?

—¿Qué ha sido eso? —gritó alguien. Era Enrico, desde el asiento del copiloto.

—¡El motor ha fallado! —explicó a gritos el piloto, Kevin Dooley—.

¡Aterrizaje de emergencia!

 

Rebeca se sujetó con fuerza a un hierro de la estructura y miró hacia sus compañeros para evitar la visión de los árboles, que subían rápidamente hacia ellos. Observó el gesto decidido y serio del mentón de Sully, los dientes apretados de Edward y la mirada de preocupación que intercambiaron Richard y Forest mientras se agarraban a los salientes de la estructura y los asideros de la vibrante pared. Delante, Enrico estaba gritando alguna cosa, algo que Rebecca no pudo descifrar por encima del sonido agonizante del motor. Cerró los ojos durante un instante, pensó en sus padres… Pero el viaje era demasiado violento como para poder pensar. Los golpes y los azotes de las ramas de los árboles sacudían el helicóptero con tal estruendo que lo único que pudo hacer Rebecca fue no perder la esperanza. El helicóptero giró fuera de control y se precipitó describiendo una espiral escalofriante, entre sacudidas y bandazos. Un segundo después todo había acabado. El silencio fue tan repentino y completo que Rebecca pensó que se había quedado sorda. Todo movimiento se detuvo. Entonces oyó el goteo sobre el metal, el jadeo ahogado del motor y los feroces latidos de su propio corazón. Se dio cuenta de que estaban en tierra. Kevin lo había logrado, y sin un solo rebote.

 

—¿Estáis todos bien? —Enrico Marín, el capitán, estaba medio vuelto en el

asiento.

 

Rebecca unió su gesto inseguro al coro de afirmaciones.

 

—¡Bien pilotado, Kev! —exclamó Forest, y se alzó un nuevo coro. Rebecca

estaba totalmente de acuerdo.

 

—¿Funciona la radio? —preguntó Enrico al piloto, que estaba dando

golpecitos a los controles y moviendo los interruptores.

 

—Parece que se ha frito toda la parte eléctrica —contestó Kev—. Debe de

haber sido un rayo. No nos ha dado de lleno, pero ha pasado lo suficientemente

cerca. La baliza tampoco funciona. —¿Se puede arreglar?

Enrico formuló la pregunta para todos, pero miró a Richard, que era el oficial de comunicaciones. A su vez, Richard miró a Edward, que se encogió de hombros. Edward era el mecánico del equipo Bravo.

 

—Voy a echarle una ojeada —repuso Edward—, pero si Kev dice que el transmisor está quemado, es que seguramente lo está. El capitán asintió con un lento movimiento de cabeza mientras se acariciaba el bigote con una mano y consideraba qué opciones tenían. Pasados unos segundos, suspiró.

—Llamé cuando el rayo nos alcanzó, pero no sé si el mensaje salió — informó—. Tienen nuestras últimas coordenadas. Si no informamos pronto, vendrán a buscarnos. Los que vendrían a buscarlos eran el equipo Alfa de los MAGNIFICOS. Rebecca asintió con los demás, sin estar segura de si debía estar decepcionada o no. Su primera misión había acabado incluso antes de empezar. Enrico volvió a tocarse el bigote, atusándoselo en las comisuras de la boca con los dedos índice y pulgar.

 

—Todo el mundo afuera —ordenó—. Veamos dónde estamos.

 

Salieron uno a uno de la cabina. Rebecca se fue dando cuenta de la situación en la que se hallaban mientras se iban reuniendo en la oscuridad. Tenían muchísima suerte de estar vivos. Nos ha caído un rayo. Y mientras buscamos asesinos locos, ni más ni menos, pensó, sorprendiéndose. Incluso si la misión había concluido, sin duda había sido lo más excitante que le había pasado nunca. El aire se notaba cálido y cargado de la inminente lluvia. Las sombras eran profundas. Pequeños animales correteaban por el sotobosque. Se encendieron un par de linternas y los haces de luz cortaron la oscuridad mientras Enrico y Edgard rodeaban el helicóptero examinando los daños. Rebecca sacó su linterna de la mochila, aliviada de no habérsela olvidado.

 

—¿Cómo lo llevas?

 

Rebecca se volvió y vio a Ken «Sully» Sullivan sonriéndole. Había sacado su arma, y el cañón de la nueve milímetros apuntaba hacia el nuboso cielo, recordándole tristemente cuál era la razón de su presencia allí. —Realmente sabéis cómo hacer una entrada sonada, ¿no? —bromeó, devolviéndole la sonrisa.

El hombre alto rió, y los blancos dientes resaltaron contra la oscuridad de la

piel.

—La verdad es que siempre hago esto para los nuevos reclutas. Es un gasto en helicópteros, pero tenemos que mantener nuestra rete adoración. Rebecca estaba a punto de preguntar qué opinaría el jefe de policía de ese gasto —era nueva en la zona, pero ya había oído decir que el jefe Irons era famoso por su tacañería— cuando Enrico se unió a ellos, sacando su arma y alzando la voz para que todos pudieran oírlo.

—De acuerdo, chicos. Abrámonos en abanico e inspeccionemos los alrededores. Kev, quédate en el helicóptero. El resto, no os separéis demasiado, sólo quiero que aseguréis la zona. El equipo Alfa podría estar aquí en menos de una hora. No completó la frase, no dijo que también podría pasar mucho más tiempo, pero era innecesario. Al menos por el momento, estaban solos. Rebecca sacó la nueve milímetros de la funda y comprobó cuidadosamente los cargadores y la recámara como le habían enseñado, con el arma en posición vertical para evitar apuntar a alguien sin darse cuenta. Los otros se movían a ambos lados, comprobando sus armas y encendiendo las linternas. Rebecca respiró hondo y comenzó a andar en línea recta, enfocando el rayo de luz de la linterna hacia adelante. Enrico estaba sólo a unos cuantos metros y avanzaba en paralelo a ella. Se había alzado una fina neblina baja, que se enrollaba entre los matojos como una marea fantasmal. A unos doce metros, los árboles se abrían y formaban un sendero lo suficientemente ancho para considerarse una carretera pequeña, aunque la niebla le impedía estar segura. Todo estaba en silencio excepto por los truenos, que sonaban más cerca de lo que se había esperado; tenían la tormenta casi encima. El haz de luz iluminó árboles, luego oscuridad y luego otra vez árboles, con un destello de lo que parecía…

 

—¡Mire, capitán!

 

Enrico se puso a su lado y, en segundos, cinco luces más se dirigieron hacia el brillo metálico que Rebecca había visto y lo iluminaron: una estrecha carretera de tierra y un jeep volcado. Mientras el equipo se acercaba, Rebecca pudo ver las letras PM grabadas en un lado. Policía Militar. Vio una pila de ropa que salía por el parabrisas roto y frunció el entrecejo. Se acercó para ver mejor y, mientras rebuscaba el kit médico, corrió a arrodillarse junto al jeep volcado. Ya antes de agacharse supo que no podría hacer nada. Había tanta sangre… Dos hombres. Uno había salido disparado limpiamente y yacía a unos cuantos metros. El otro, el hombre rubio que tenía ante sí, aún tenía medio cuerpo dentro del jeep. Ambos llevaban ropa militar de trabajo. El rostro y la parte superior del cuerpo de ambos habían sido horriblemente mutilados. Tenían grandes desgarros en la piel y en los músculos, y unas heridas profundas en el cuello. Era imposible que fueran resultado del accidente.

 

Pensativa, Rebecca le buscó el pulso y se fijó en que la piel estaba muy fría. Se incorporó y fue hacia el otro cadáver; de nuevo buscó alguna señal de vida, pero estaba tan frío como el primero.

 

—¿Crees que son de Ragithon? —preguntó Richard. Rebecca vio un maletín junto a la pálida mano extendida del segundo cadáver y fue a buscarlo medio agachada. La respuesta de Enrico le llegó mientras levantaba la tapa del maletín. —Es la base más cercana, pero mira la insignia. Son marines. Podrían ser de Donnell —dijo.

 

Sobre un puñado de carpetas de informes había un sujetapapeles con un documento de aspecto oficial. En la esquina superior izquierda se veía la foto de carnet de un hombre apuesto y de ojos oscuros vestido de civil. Ninguno de los cadáveres se le parecía. Rebeca alzó las hojas y leyó en silencio… y se le quedó la boca seca.

—¡Capitán! —consiguió decir, mientras se levantaba.

Enrico levantó la vista desde donde se hallaba agachado junto al jeep.

—¿Sí? ¿Qué ocurre?

Rebecca leyó en voz alta la parte relevante.

—Una orden judicial para transportar a alguien… «Prisionero William Coen, ex teniente, de veintiséis años de edad. Sometido a un consejo de guerra y sentenciado a muerte el 22 de julio. El prisionero será transportado a la base de Ragithon para ser ejecutado.» El teniente había sido acusado de asesinato en primer grado. Edward le cogió el documento de las manos. Dijo en voz alta y cargada de furia lo que ya se estaba formando en la mente de Rebecca. —Estos pobres soldados. Sólo estaban haciendo su trabajo, y ese canalla los ha asesinado y se ha escapado. Enrico, a su vez, le tomó los documentos de las manos a él y les echó una rápida ojeada. —Muy bien, muchachos. Cambio de planes. Tenemos un asesino suelto. Separémonos y reconozcamos la zona más próxima, a ver si podemos localizar al Teniente Billy. Manteneos alerta e informad cada quince minutos, pase lo que pase. Todos hicieron gestos de asentimiento. Rebecca respiró hondo mientras los otros comenzaban a moverse y comprobó su reloj, decidida a ser tan profesional como cualquier otro componente del equipo. Quince minutos sola, ningún problema. ¿Qué podía pasar en quince minutos? Sola, en medio de esos bosques

tan oscuros.

—¿Tienes tu radio?

Rebecca pegó un bote y se volvió al oír la voz de Edward. El mecánico estaba justo a su espalda y le dio una palmadita en el hombro, sonriendo.

—Tranquila, nena.

Rebecca le devolvió la sonrisa, aunque odiaba que la llamaran «nena». ¡Por el amor de Dios, Edward sólo tenía veintiséis años! Rebecca dio unos golpecitos a la unidad de radio que colgaba de su cinturón.

—Comprobado.

Edward hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se alejó. Su mensaje era claro y tranquilizador. Rebecca no estaría realmente sola, no mientras tuviera la radio. Miró alrededor y vio que algunos de los otros ya estaban fuera de su vista. Kevin seguía en el asiento del piloto y estaba examinando el portafolios que ella había encontrado. La vio y le dedicó un saludo militar. Rebecca alzó el pulgar y cuadró los hombros mientras volvía a desenfundar su arma y se adentraba en la noche. En lo alto, retumbó un trueno.

Albert Smith se hallaba sentado en la planta de tratamiento Con B1. La única luz en la sala provenía del parpadeo de seis monitores de observación, que cambiaban de imagen en rotaciones de cinco segundos. Se veían todos los niveles del centro de formación, los pisos superior e inferior de la planta de tratamiento del agua y el túnel que conectaba a los dos. Contempló las silenciosas pantallas en blanco y negro sin verlas realmente; la mayor parte de su atención estaba centrada en la transmisión que estaba recibiendo de los del comando de limpieza. Un grupo de tres hombres —bueno, dos y el piloto— estaba de camino en helicóptero, en silencio la mayor parte del tiempo; eran profesionales y no perdían el tiempo con bromas de machos o chistes de jovencitos, lo que significaba que Smith estaba oyendo un montón de estática. Ningún problema; el ruido blanco combinaba bien con los rostros inexpresivos de mirada fija que veía en los monitores, los cuerpos destrozados tirados por los rincones, los hombres que habían sido infectados vagando sin rumbo por los corredores vacíos. Como en la mansión y los

laboratorios Arklay, a unos cuantos kilómetros de allí, los campos privados de entrenamiento de White Psycho System y los centros conectados a ellos habían sido atacados por el virus.

—Tiempo de llegada estimado, treinta minutos, cambio —dijo el piloto, y su voz resonó en la sala tenuemente iluminada.

—Recibido —contestó Smith, inclinándose sobre el micro. De nuevo silencio. No hacía falta hablar sobre lo que ocurriría cuando llegaran al tren… y, aunque era un canal seguro, era mejor no decir más de lo estrictamente necesario. White Psycho System se había cimentado en el secreto, una característica del gigante farmacéutico que, en los niveles superiores de gestión, todos seguían respetando. Incluso de los negocios legítimos de la compañía, cuanto menos se hablase, mejor. Todo se está viniendo abajo, pensó Smith sin preocuparse, mientras observaba las pantallas. La mansión Spencer y los laboratorios que la rodeaban habían caído a mediados de mayo. White Psycho System lo tomó como un «accidente», y se sellaron los laboratorios hasta que los investigadores y el personal infectado pasaran a ser «inefectivos». Después de todo, siempre ocurren errores. Pero la pesadilla del centro de formación, que aún se estaba representando ante él, había sucedido a continuación, menos de un mes después…, y hacía sólo unas cuantas horas, el maquinista del tren privado de White Psycho System, el Expreso Eclíptico, había apretado el botón de alarma de peligro biológico. Así que no sirvió de nada encerrarlo, el virus se filtró y se esparció. Es así de simple, ¿no? En el comedor del centro de formación había un puñado de reclutas infectados. Uno de ellos caminaba en círculos irregulares alrededor de lo que había sido una bonita mesa. Le goteaba algún fluido viscoso de una fea herida en la cabeza mientras avanzaba a trompicones, sin conciencia de dónde estaba, ni del dolor, ni de nada. Smith apretó varias teclas del panel de control que se hallaba bajo el monitor para impedir que la imagen cambiara. Se recostó en la silla y se dedicó a observar al caminante condenado dar vueltas alrededor de la mesa.

—Podría haber sido sabotaje —dijo en voz baja. No podía estar seguro. De ser así, estaba preparado para parecer natural; un vertido en el laboratorio de Arklay, un aislamiento incompleto. Unas cuantas semanas después, un par de excursionistas desaparecidos, posiblemente obra de uno o dos sujetos experimentales escapados; y unas semanas más tarde, infección en el segundo centro de White Psycho System. Era muy improbable que uno de los portadores del virus hubiera ido a parar por casualidad a uno de los otros laboratorios de Winsburg, pero era posible. Excepto que en ese momento tenía que pensar también en el tren. Y eso no parecía un accidente. Daba la sensación de estar… planeado. ******, podría haberlo hecho yo mismo, si se me hubiera ocurrido. Desde hacía algún tiempo había estado buscando la forma de salir de todo esto, cansado de trabajar para una gente que eran claramente inferiores a él, y plenamente consciente de que pasar demasiado tiempo en la nómina de White Psycho System no era muy aconsejable para la salud. Y ahora pretendían que condujera a los MAGNIFICOS a la mansión y a los laboratorios de Arklay para descubrir qué tal lo hacían las mascotas guerreras de White Psycho System contra soldados armados. ¿Y les

preocupaba que él pudiera morir en la misión? En absoluto, siempre y cuando registrara los datos primero, de eso estaba seguro. Investigadores, médicos, técnicos, cualquiera que trabajara para White Psycho System durante más de una década o dos tenía la costumbre de acabar desapareciendo o muriendo. George Trevor y su familia, el doctor Marcus, Dees, el doctor Darius, Alexander Ashford… Y ésos eran sólo los nombres de los más importantes. Sólo Dios sabía cuánta gente menos importante había acabado enterrada en alguna parte… o se había transformado en el sujeto experimental A, B o C.

La sombra de una sonrisa se le formó en la comisura de la boca. Pensándolo bien, él sí que tenía una buena idea de cuántos. Trabajaba para White Psycho System desde finales de los años setenta, y la mayor parte de ese tiempo había estado destinado al área de Winsburg. Y había visto a los matasanos utilizar a un buen número de sujetos experimentales, muchos de los cuales él mismo había ayudado a conseguir. Tendría que haber dejado White Psycho System hacía ya tiempo, y si lograba conseguir los datos que querían los peces gordos, quizá hasta podría lanzarse a una pequeña escaramuza de buen regateo, un regalo de despedida para financiar su jubilación. White Psycho System no era el único grupo interesado en la investigación de armas biológicas. Pero primero, una buena limpieza al tren. Y a este lugar, pensó, contemplando cómo el soldado con la herida en la cabeza tropezaba con una silla e iba a parar al suelo. El centro de formación estaba conectado con la planta «privada» de tratamiento del agua por un túnel subterráneo; se tendría que despejar todo. Pasaron unos segundos, y el soldado que se veía en la pantalla consiguió ponerse en pie y siguió su paseo a ninguna parte. Parecía tener un tenedor clavado en el hombro derecho, un recuerdo de la caída. El soldado, naturalmente, no lo notó. Se trataba de una enfermedad encantadora. Sin duda se habrían dado el mismo tipo de escenas en los laboratorios Arklay, de eso Smith estaba convencido; las últimas llamadas desesperadas desde el laboratorio en cuarentena habían mostrado un retrato muy vívido de la gran efectividad del virus-M. Eso también se tendría que limpiar, pero no hasta que hubiera llevado allí a los MAGNIFICOS para un pequeño ejercicio de entrenamiento.

 

Iba a ser un encuentro interesante. Los MAGINIFICOS eran buenos, él personalmente había elegido a la mitad de ellos, pero nunca se habían enfrentado a nada parecido al virus-M. El soldado agonizante de la pantalla era un ejemplo perfecto: cargado del virus recombinante, seguía recorriendo el comedor, incansable, lenta y estúpidamente. No sentía ningún dolor, y atacaría sin dudarlo a cualquiera o cualquier cosa que se cruzara en su camino, con el virus buscando constantemente nuevos portadores a los que infectar. Aunque el vertido original supuestamente había contaminado el aire, pasado ese tiempo, el virus sólo se contagiaba a través de los fluidos corporales. Por la sangre, o por un mordisco. Y el soldado tan sólo era un hombre, a fin de cuentas; el virus-M atacaba a todo tipo de tejido vivo, y había otros… animales… para ver en acción, incluyendo desde creaciones de laboratorio a la fauna local. Enrico debería de tener ya a los Bravo en acción, buscando a los excursionistas desaparecidos, pero no era muy probable que encontraran nada allí donde había planeado buscar. Muy pronto, Smith se encargaría de organizar una excursión de los dos equipos a la «desierta» mansión Spencer. Entonces borraría todas las pruebas, iniciaría su nueva y rica vida, y mandaría al infierno a White Psycho System, al infierno su vida de agente doble, jugando con las vidas de hombres y mujeres que no le importaban en absoluto. El hombre agonizante de la pantalla volvió a caerse, consiguió levantarse con esfuerzo y continuó dando vueltas.

—A por el oro, muchacho —dijo Smith, y soltó una risita que resonó en el oscuro vacío.

Algo se movió entre los matorrales. Algo mayor que una ardilla. Rebecca se volvió hacia el sonido mientras dirigía el haz de la linterna y su nueve milímetros hacia el matojo. La luz captó el final del movimiento, las hojas aún se movían y la luz de la linterna temblaba al mismo ritmo. Se acercó un paso, tragando saliva y contando hacia atrás desde diez. Fuera lo que fuera, se había ido. Un mapache, seguro. O quizá el perro de alguien que se ha escapado. Miró el reloj convencida de que debía de ser la hora de regresar, pero vio que únicamente había estado sola durante poco mas de cinco minutos. No había visto u oído nada desde que se alejó del helicóptero; era como si todos los demás hubieran desaparecido de la faz de la tierra. O he desaparecido yo, pensó sombría. Bajó ligeramente el cañón de la pistola y miró hacia atrás para comprobar su posición. Había estado dirigiéndose más o menos hacia el suroeste del lugar donde habían aterrizado; seguiría adelante durante unos minutos y luego…

 

Rebecca parpadeó sorprendida al ver una pared de metal bajo la luz de la linterna, a menos de diez metros. Recorrió la superficie con el haz y vio ventanas, una puerta… —Un tren —murmuró, frunciendo el entrecejo. Le parecía recordar algo sobre una vía en aquella zona… White Psycho System, la corporación farmacéutica, tenía una línea privada que iba de Latham a Winsburg City, ¿no? No estaba muy segura de la historia porque no era de la región, pero juraría que la compañía se había fundado en Winsburg. La sede principal de White Psycho System se había trasladado Al Oeste de Europa hacía

algún tiempo, pero aún seguían siendo los dueños de casi toda la ciudad. ¿Y qué hace esto aquí, en medio del bosque, a estas horas de la noche? Recorrió el tren de arriba abajo con el haz de luz y descubrió que había cinco vagones altos, de dos pisos cada uno. Justo bajo el techo del vagón que tenía delante vio escrito EXPRESO ECLÍPTICO. Había unas cuantas bombillas encendidas, pero eran muy tenues, con una luz casi incapaz de atravesar las ventanas, y de éstas, varias estaban rotas. Le pareció ver la silueta de una persona junto a una de las que permanecían intactas, pero no se movía. Quizá estuviera durmiendo. O herida, o muerta. Tal vez esta cosa se detuvo porque Billy Coen encontró la manera de llegar a la vía. ¡Menuda idea! En ese mismo momento podía encontrarse dentro, con rehenes. Había llegado la hora de pedir refuerzos. Movió la mano hacia la radio, pero se detuvo.

 

O quizá el tren se averió hace un par de semanas y todavía sigue aquí, y todo lo que encontrarás dentro será una colonia de marmotas. ¿Se burlarían los del equipo de eso? No, se mostrarían muy amables, pero ella tendría que aguantar que le tomaran el pelo durante semanas o incluso meses por pedir refuerzos para entrar en un tren vacío. Volvió a mirar el reloj y vio que habían pasado dos minutos desde la última vez. De repente, sintió que una gota de un líquido frío le caía en la nariz y después otra en el brazo. Luego oyó el repique suave y musical de cientos de gotas que caían sobre las hojas y la tierra, y finalmente de miles, cuando la tormenta por fin se desencadenó. La lluvia decidió por ella; echaría un vistazo rápido al interior del tren antes de regresar, sólo para asegurarse de que todo estaba como debería estar. Si Billy no rondaba por ahí, al menos podría informar de que el tren parecía estar despejado. Y si él estaba allí… —Tendrás que vértelas conmigo —murmuró, y sus palabras se perdieron en el estruendo de la tormenta, que fue arreciando mientras ella avanzaba hacia el tren.

 

 

Saludos

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Hola amigos aqui les mando el capitulo 2

 

CAPÍTULO 2

 

Billy estaba sentado en el suelo entre dos filas de asientos e intentaba abrir las esposas con un clip que había encontrado tirado. Una de las esposas, la derecha, estaba suelta. Se había roto cuando el jeep había volcado, pero a no ser que quisiera pasearse con un brazalete ruidoso e incriminatorio, tenía que librarse de la otra. Librarme de ella y salir de aquí a toda prisa, pensó, hurgando el cierre con la delgada pieza de metal. No alzaba la vista; no necesitaba recordar dónde se hallaba, no hacía ninguna falta. El aire estaba cargado de olor a sangre, que se encontraba por todas partes, y aunque en el vagón de tren en el que había entrado no había cuerpos, no tenía ninguna duda de que los otros vagones estaban llenos. Los perros, han tenido que ser esos perros…, aunque, ¿quién los habrá azuzado? El mismo tipo que habían visto en el bosque. Tenía que ser él. El tipo que se había plantado delante del jeep y hecho que se estrellaran después de perder el control. Billy había salido bien parado, y excepto por unos cuantos morados, estaba ileso. Pero los policías militares que lo escoltaban, Dickson y Eider, habían quedado atrapados bajo el vehículo volcado, aunque seguían vivos. Al hombre que los había hecho parar, fuera quien fuera, no se lo veía por ninguna parte. Habían sido un par de minutos temibles, de pie en la creciente oscuridad, mientras el olor cálido y aceitoso de la gasolina le daba en la cara e intentaba tomar una decisión: ¿salir corriendo o pedir ayuda por la radio? No quería morir, no merecía morir, a no ser que ser confiado y estúpido fuera una ofensa que mereciera la muerte. Pero tampoco podía dejar a esos hombres atrapados bajo una tonelada de metal retorcido, herida y semiinconsciente. La elección que habían hecho, tomar un camino de tierra que atravesaba los bosques hasta la base, significaba que podía pasar mucho tiempo antes de que alguien los encontrara. Sí, era cierto que lo llevaban ante el pelotón de ejecución, pero sólo estaban cumpliendo órdenes, no era nada personal, y ellos merecían morir tan poco como él. Había decidido optar por una solución intermedia: pediría ayuda por la radio y luego saldría corriendo a toda pastilla… Pero entonces llegaron los perros. Tres cosas grandes, húmedas y horrorosas, y no había tenido más opción que correr para salvarse, porque notó algo muy, muy raro en esos bichos; lo notó incluso antes de que atacaran a Dickson, antes de que le destrozaran el cuello con los dientes mientras lo arrastraban hasta sacarlo de debajo del jeep. Billy pensó que había oído un clic e intentó abrir la esposa, pero dejó escapar un bufido entre dientes al ver que el cierre de metal se negaba a abrirse. Maldito

trasto. Había encontrado el clip por casualidad, aunque había cosas tiradas por todos lados, papeles, bolsas, abrigos, objetos personales, y casi todas estaban manchadas de sangre. Quizá encontraría algo más útil que el clip si buscaba con más calma, pero eso significaría quedarse en el tren, lo cual no tenía ninguna pinta de ser una buena idea. Por lo que sabía, incluso podía ser ahí donde vivían esos perros, quizá se escondieran allí con el estúpido chalado que se lanzaba ante coches en movimiento. Sólo había subido al tren para esquivar a los perros, para tranquilizarse y pensar cuál sería su próximo movimiento. Y resulta que este tren es el Expreso del Matadero —pensó mientras meneaba la cabeza—. Esto sí que es salir del fuego para caer en las brasas. Cualquiera que fuera la ****** que pasaba en esos bosques, él no quería formar parte. Se sacaría las esposas, buscaría algún tipo de arma, quizá cogiera una cartera o dos entre todo ese equipaje manchado de sangre —estaba seguro que a los dueños ya no les importaría— y regresaría a la civilización. Y luego a Canadá, o quizá a México. Nunca antes había robado, tampoco nunca había pensado en abandonar el país, pero llegado a ese punto tenía que pensar como un criminal, sobre todo si tenía intención de sobrevivir. Oyó truenos, luego el suave golpeteo de la lluvia sobre algunas de las ventanas rotas. Los golpecitos se convirtieron en un repiqueteo estruendoso. El aire con olor a sangre se hizo menos espeso cuando una ráfaga de viento entró por uno de los vidrios destrozados. Magnífico. Al parecer tendría que hacer una excursión en medio de una tormenta.

—Lo que sea —murmuró, y tiró el inútil clip contra el asiento que estaba ante él. La situación ya se había fastidiado todo lo posible, así que dudaba que pudiera empeorar. Billy se quedó inmóvil, conteniendo la respiración. La puerta exterior del vagón se estaba abriendo. Pudo oír el roce del metal; la lluvia sonó más fuerte durante un instante, y luego igual que antes. Alguien había subido. ¡******!

¿Y si era el loco con los perros?

¿Y si alguien ha encontrado el jeep?

Sintió un pesado nudo en el estómago. Podría ser. Tal vez alguien de la base había decidido coger la carretera secundaria esa noche; quizá ya hubieran avisado, al ver el accidente y enterarse de que debía haber un tercer ocupante, un hombre camino de su ejecución. Incluso podría ser que ya lo estuvieran buscando. No se movió; se quedó escuchando atentamente los movimientos de quien fuera que había entrado desde la lluvia. Durante unos segundos no oyó nada, luego un paso silencioso, luego otro y otro más. Se alejaban de él, dirigiéndose hacia la parte delantera del vagón. Billy se inclinó hacia adelante mientras se guardaba cuidadosamente bajo el jersey las chapas de identificación para que no tintinearan, y se movió con sigilo hasta asomar la cabeza por el canto del asiento junto al pasillo. Alguien estaba atravesando la puerta que conectaba un vagón con otro; alguien delgado, bajo, una chica, o quizá un chico muy joven, cubierto con un chaleco antibalas de Kevlar y ropa militar de color verde. Billy consiguió distinguir unas letras en la espalda del chaleco, una M, una A, una G,una N…, y entonces él o ella desapareció de su vista.

MAGNIFICOS. ¿Habrían enviado un equipo en su búsqueda? No podía ser, no tan deprisa. El jeep había volcado hacía cosa de una hora, como mucho, y los MAGNIFICOS no tenían relación directa con el ejército, eran una rama del Departamento de Policía, nadie los habría hecho intervenir. Probablemente su presencia estaría relacionada con los perros que había visto antes, evidentemente alguna manada salvaje mutante. Normalmente, los MAGNIFICOS se ocupaban de la ****** local que los polis no podían o no querían tocar. O quizá hubieran acudido a investigar qué le había pasado al tren. No importa el porqué, ¿o sí? Tendrán armas, y si averiguan quién eres, este rato de libertad será el último. Lárgate de aquí, ahora mismo. ¿Con perros mutantes corriendo por los bosques? No saldría sin una arma, de ninguna manera. Tenía que haber alguien de seguridad en el tren, un tipo de uniforme con una pistola, lo único que tenía que hacer era buscarlo. Iba a ser arriesgado, con los MAGNIFICOS ahí dentro, pero, bien mirado, sólo había uno. Si tuviera que… Billy negó con la cabeza. Ya había visto muerte más que suficiente en las Fuerzas Especiales. Si no podía evitarlo, allí y en ese momento, lucharía o escaparía, pero no volvería a matar nunca más. Al menos no a uno de los buenos. Billy se puso en pie, inclinado hacia adelante, con las esposas colgándole de la muñeca. Primero miraría qué había en ese vagón, luego se iría alejando del MAGNIFICOS intruso, y vería qué podía encontrar. No tenía sentido enfrentarse con él si podía evitarlo. Simplemente…

¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!

Tres disparos, procedentes del vagón de delante. Una pausa, luego tres, cuatro más, y después silencio. Al parecer no todos los vagones estaban vacíos. Sintió que el nudo en el estómago se le estrechaba aún más, pero no permitió que eso lo detuviera. Cogió el

primer portafolios que encontró y empezó a revolver su contenido. En el primer vagón no había vida, pero algo muy malo había ocurrido allí, de eso no cabía duda.

¿Un choque? No, la estructura no está dañada… ¡y hay mucha sangre! Rebecca cerró la puerta a su espalda, aislándose de la espesa cortina de agua, y contempló el caos que la rodeaba. El vagón había sido elegante, con paneles de madera oscura y moqueta cara, lámparas antiguas y papel pintado con relieves aterciopelados. En ese momento había periódicos, portafolios, abrigos y bolsos, abiertos y tirados por todas partes. El panorama parecía el de un choque, y las gotas y las manchas de sangre que cubrían en grandes cantidades las paredes y los asientos parecían confirmar esa teoría. Avanzó por el interior del vagón, apuntando con la pistola a un lado y otro del pasillo. Había unas cuantas lucecitas encendidas, lo suficiente para ver algo, pero las sombras eran espesas. Nada se movía. El respaldo de la silla que tenía a la izquierda estaba manchado de sangre. Alargó la mano y tocó una de las manchas. Rápidamente se la limpió en los pantalones con una mueca de asco. Era fresca. Luces encendidas, sangre fresca. Sea lo que sea lo que ha pasado, ha ocurrido hace poco.

¿El teniente Billy quizá? Estaba acusado de asesinato… Pero a no ser que tuviera toda una banda con él, no parecía probable; la destrucción era demasiado amplia, demasiado exagerada, más parecida a un desastre natural que a una situación con rehenes. O como los asesinatos del bosque. Asintió mentalmente, respirando hondo. Los asesinos debían de haber actuado de nuevo. Los cuerpos que se habían recuperado estaban desgarrados y

mutilados, y las escenas del crimen seguramente tenían el mismo aspecto que ese vagón de tren, con sangre por todas partes. Debía salir, hablar por radio con el capitán y llamar al resto del equipo. Comenzó a volverse hacia la puerta, y dudó. Primero podría comprobar que el tren es seguro. Ridículo. Permanecer ahí sola sería una locura estúpida y peligrosa. Nadie esperaría que revisara la escena de un crimen ella sola, eso suponiendo que alguien hubiera sido asesinado. Por lo que sabía, también podría haber habido un tiroteo o algo así y el tren podría haber sido evacuado. No, eso sí que es estúpido. Habría polis por todas partes, equipos médicos de urgencias, helicópteros, periodistas… Pasara lo que pasara, soy la primera persona que ha entrado aquí… y asegurar la escena es la máxima prioridad. No pudo evitar preguntarse qué dirían los muchachos cuando vieran que se las había arreglado sola. Tendrían que dejar de llamarla «nena». Como mínimo superaría su categoría de novata mucho más de prisa. Podía echar un vistazo rápido, por encima, y si algo parecía aunque fuera mínimamente peligroso, llamaría al equipo inmediatamente. Asintió mentalmente. De acuerdo. No tendría problemas por echar un vistazo. Respiró hondo y comenzó por la parte delantera del vagón, pisando con cuidado entre el desparramado equipaje. Cuando alcanzó la puerta de conexión, se armó de valor, la atravesó rápidamente y abrió la segunda puerta sin darse tiempo para repensárselo.

¡Oh, no!

El primer vagón ya había sido duro, pero allí había gente. Cinco personas, que pudiera ver desde donde se hallaba, y todos claramente muertos, con los rostros destrozados por las garras de algo desconocido y los cuerpos empapados de una oscura humedad. Unos cuantos estaban desplomados sobre los asientos, como si los hubieran asesinado brutalmente en el sitio que ocupaban. El olor a muerte se podía tocar, como el del cobre y las heces, como la fruta podrida en un día caluroso. La puerta se cerró automáticamente a su espalda y Rebecca pegó un brinco, con el corazón latiéndole con fuerza y vagamente consciente de que todo eso era demasiado para ella. Tenía que pedir ayuda, pero entonces oyó los susurros y se dio cuenta de que no estaba sola. Apuntó con la pistola hacia el pasillo vacío, sin estar segura de dónde procedía el sonido y con el corazón funcionándole al doble de velocidad. —¡Identifíquese! —dijo, con una voz más firme y autoritaria de lo que se esperaba. El susurro continuó, estrangulado y distante, extrañamente apagado en medio del silencioso vagón. Supuso que así sonaría un asesino loco, murmurando para sí mismo después de disfrutar de una masacre. Estaba a punto de repetir la orden cuando, sobre el suelo, hacia la mitad del pasillo, vio el origen del susurro. Era una radio minúscula, al parecer sintonizada en una emisora AM de noticias. Fue hacia ella, aturdida por el alivio. Después de todo, sí que estaba sola. Se detuvo ante la radio y bajó su semiautomática. Había un cadáver en el asiento de la ventana, a su izquierda, y después de una rápida ojeada inicial evitó volver a mirarlo. Le habían desgarrado el cuello y tenía los ojos en blanco. Su rostro grisáceo y las destrozadas ropas brillaban empapadas de fluidos de aspecto viscoso, lo que lo hacía parecer un zombi de una película de terror de serie B. Rebecca se inclinó y recogió la radio, sonriendo para sí a pesar del miedo que aún la recorría. Su «asesino loco» era una mujer leyendo las noticias. La recepción era muy mala, y se oía el chirrido de la estática cada dos o tres frases. De acuerdo, era una idiota. En cualquier caso, ya era hora de llamar a Enrico. Rebecca se volvió, pensando que tendría mejor recepción si salía fuera del tren, y el movimiento que notó en el asiento de la ventana fue tan lento y sutil que por un momento creyó que lo que había visto era la lluvia. Pero entonces el origen del movimiento gimió, con un leve sonido de angustia, y Rebecca comprendió que no era la lluvia en absoluto. El cadáver se había levantado del asiento y se acercaba a ella. La deformada cabeza estaba echada hacia atrás y hacia un lado, y dejaba a la vista la desgarrada piel del cuello. El gemido se hizo más profundo, más anhelante, mientras el

hombre alargaba los brazos ante sí y del machacado rostro chorreaba sangre y algo viscoso. Rebecca dejó caer la radio y dio un tambaleante paso hacia atrás, horrorizada.

Se había equivocado; ese hombre no estaba muerto, pero resultaba evidente que estaba loco de dolor. Tenía que ayudarlo. No hay mucha cosa en el botiquín, pero tengo morfina. Debería ayudarlo a tumbarse. Oh, Dios, ¿qué demonios ha pasado aquí? El hombre se aproximó arrastrando los pies, intentando alcanzarla, con los ojos en blanco y babas negras cayéndole de la boca destrozada. Y a pesar de saber que su deber era ayudarlo, aliviar su sufrimiento, Rebecca, inconscientemente, dio otro paso atrás. Una cosa era el deber, pero su instinto le decía que echara a correr, que saliera de allí, que ese hombre pretendía hacerle daño. Se volvió, sin estar segura de qué hacer, y vio a dos personas más de pie en el pasillo a su espalda, ambos con un rostro tan inexpresivo y destrozado como el hombre de los ojos en blanco y ambos avanzando hacia ella con los movimientos rígidos y tambaleantes de los monstruos de las películas de terror. El hombre que tenía delante llevaba uniforme, era algún tipo de empleado del tren, con el rostro demacrado, huesudo y gris. Tras él había un hombre con la cara medio arrancada;

se le veían demasiados dientes en el lado derecho. Rebecca sacudió la cabeza mientras alzaba el arma. Algún tipo de enfermedad, un vertido químico o algo así. Estaban enfermos, tenían que estar enfermos. Pero mientras los tres hombres se le acercaban, con los huesudos dedos en alto y gimiendo con avidez, supo que eso no era cierto. Además, quizá estuvieran enfermos, pero también estaban a punto de atacarla. Estaba tan segura de eso como de su propio nombre.

¡Dispara! ¡No dudes más!

—¡Deténganse! —gritó, mientras se volvía hacia el hombre de los ojos en blanco, que era el que estaba más cerca, demasiado cerca. Si éste era consciente de que lo estaba apuntando con una arma, no lo demostró—. ¡Voy a disparar! —¡Aaaahh! —carraspeó gravemente el monstruo, e intentó agarrarla, descubriendo unos dientes negros. Rebecca disparó. Tres disparos. Las balas penetraron en la carne descolorida. Dos en el pecho. La tercera le hizo un agujero encima del ojo derecho. La criatura lanzó un chillido hueco, un sonido de frustración más que de dolor, y cayó al suelo. Rebecca se volvió y rogó que con los disparos los otros dos hombres se hubieran detenido, pero vio que los tenía casi encima, con los ojos vidriosos y gimiendo impacientes. El primer disparo dio en el cuello al hombre uniformado, y mientras éste se tambaleaba hacia atrás, Rebecca apuntó al segundo hombre a la pierna. Quizá pueda simplemente herirlo, hacer que caiga… El hombre del uniforme comenzó a avanzar de nuevo mientras del cuello le

manaba la sangre a borbotones.

—¡Dios! —exclamó Rebecca, con una voz que casi no le salía del cuerpo. Pero los hombres seguían avanzando, no tenía tiempo de hacerse preguntas ni de pensar. Alzó el arma y disparó tres veces más, todos los tiros directos a la cabeza. Sangre y trozos de carne saltaron por los aires. Los dos hombres cayeron al suelo. De repente, silencio, quietud. Rebecca recorrió el vagón con los ojos muy abiertos por la impresión y el cuerpo vibrante por la adrenalina. Había dos o tres «cadáveres» más, pero ninguno se movió. ¿Qué acaba de pasar? Creí que estaban muertos. Y estaban muertos. Eran zombis. No, los zombis no existían. Mientras intentaba entender algo, Rebecca comprobó su arma automáticamente para ver si tenía una bala en la recámara. No eran zombis, no como los de las películas. Si de verdad hubieran estado muertos los disparos no los habrían hecho sangrar de esa manera; si el corazón no late no puede bombear la sangre. Pero sólo han caído después de que les disparara a la cabeza. Cierto, pero eso podía significar que era algún tipo de enfermedad, quizá algo que bloqueara los receptores del dolor. Los asesinatos del bosque. Rebecca sintió que los ojos se le abrían más aún mientras completaba el rompecabezas. Si hubiera habido algún vertido químico o enfermedad, podría haber afectado a un gran número de personas en el bosque, impulsándolos a atacar a otros. Recientemente se habían recibido informes sobre perros salvajes. ¿Era posible que afectara a especies diferentes? Algunas de las víctimas habían sido parcialmente devoradas, y al menos dos de los cuerpos presentaban mordiscos de fauces tanto humanas como animales. Oyó un ligero movimiento y se quedó sin respiración. Junto a la puerta por la que había entrado, un cadáver sentado parecía haberse escurrido un poco del asiento. Lo observó durante lo que le pareció una eternidad, pero el cuerpo no volvió a moverse y lo único que se oía era el ruido de la lluvia en el exterior. ¿Un cadáver o una víctima de alguna circunstancia trágica? Rebecca no tenía ningunas ganas de descubrirlo. Retrocedió, esquivando al hombre de los ojos en blanco, que finalmente estaba muerto del todo, y decidió ir hacia la puerta de la parte delantera del vagón. Tenía que salir del tren y explicarles a los otros lo que había encontrado. La cabeza le daba vueltas mientras intentaba decidir qué habría que hacer después: se tendría que alertar a la comunidad y declarar una cuarentena inmediatamente. El gobierno federal también tendría que meterse en el asunto, así como el Centro de Control de Enfermedades, o el Instituto Médico de Enfermedades Infecciosas del ejército, o quizá la Agencia de Protección Medioambiental, que tenía el suficiente poder para cerrarlo todo e investigar qué había sucedido. Sería una enorme labor, pero ella podría contribuir, marcar la…

El cadáver del fondo del vagón se movió de nuevo. Bajó la cabeza hasta apoyarla sobre el pecho, y cualquier idea de salvar Winsburg voló de la asustada mente de Rebecca. Se volvió y corrió hasta la puerta intermedia, enferma de terror. Lo único que quería era salir de allí. No tardó mucho en encontrar una arma, y, por suerte, Billy conocía perfectamente la pistola de reglamento de la policía militar. La había hallado en un petate metido bajo un asiento. También había un cargador de recambio, media caja de balas de 9x19 mm parabellum y un mechero con tapa, otro aparato muy conveniente para tener a mano; nunca se sabía cuándo sería necesario encender un fuego.

 

Cargó el arma, se metió el otro cargador en el cinturón y las balas en los

bolsillos delanteros, mientras pensaba que ojalá fuera vestido con su uniforme de

campaña en vez de con ropas civiles. Los tejanos no eran lo mejor para cargar con

toda esa ******. Comenzó a buscar una chaqueta, pero cambió de idea; incluso

con la lluvia, hacía una noche cálida, y arrastrarse por ahí con unos tejanos

empapados ya iba a ser suficientemente malo. Tendría que conformarse con los

bolsillos que tenía.

Se quedó ante la puerta que lo llevaría de vuelta a los bosques con el arma en

la mano, mientras se repetía que tenía que marcharse pero sin decidirse a hacerlo.

No había oído nada más del MAGNIFICOS desde los siete disparos. Sólo habían pasado

unos minutos. Si el chico tenía algún problema todavía no era demasiado tarde

para ir hacia allí y…

¿Estás loco? —le gritó su cerebro—. ¡Lárgate! ¡Corre, idiota!

Claro, naturalmente. Tenía que marcharse. Pero no podía sacarse de la cabeza

el eco de esos disparos, y había pasado demasiado tiempo siendo uno de los

buenos como para darle la espalda a otro si necesitaba ayuda. Además, si el chico

estaba muerto, eso le aportaría una arma extra.

—Sí, eso es —murmuró, completamente consciente de que estaba buscando

una razón de peso para justificar su decisión. No podía evitarlo, tenía que ir a

echar un vistazo.

Gruñendo mentalmente, Billy se apartó de la puerta, de la libertad, y avanzó

hacia la parte delantera del vagón. Atravesó la primera puerta y se detuvo un

instante en la plataforma intermedia antes de agarrar el picaporte de la segunda

para entrar en el siguiente vagón. El único sonido era el de la lluvia, que se estaba

convirtiendo en una verdadera tormenta. Tan sigilosamente como pudo, abrió la

segunda puerta y la atravesó.

El inconfundible olor fue lo primero que notó. Apretó los dientes mientras

recorría el vagón con la mirada y contaba las cabezas. Tres en el pasillo. Dos más

adelante a la derecha y uno a su izquierda, tirado sobre el asiento. Todos muertos.

El hombre de la carretera…

Billy frunció el entrecejo al darse cuenta de que cualquiera de los cadáveres

que había a su alrededor podría haber pasado por el estúpido que había causado el

accidente al cruzarse con el jeep. Sólo había podido echarle una mirada, pero

recordaba haber pensado que le había parecido enfermo. Quizá fuera uno de ésos,

pero no, éstos llevaban días muertos.

Entonces, ¿contra qué disparaba el chico?

Billy se acercó al cadáver más próximo, se agachó junto a él y contempló las

heridas con ojo experto mientras respiraba agitadamente por la boca. El tipo

llevaba muerto un buen rato; le faltaba parte de la mejilla izquierda, por lo que

parecía como si le estuviera dedicando una amplia sonrisa, y los negros bordes del

tejido muerto mostraban ya la descomposición. Pero tenía dos agujeros de bala en

la frente, y un charco de sangre fresca le rodeaba la cabeza y la parte superior del

cuerpo como una sombra roja. Billy tocó el charco, y su ceño se acentuó. Estaba

caliente. El cuerpo más cercano a éste, el empleado del tren, mostraba un aspecto

bastante similar, sólo que una de las heridas la tenía en el cuello.

Billy no era ningún Einstein, pero no carecía totalmente de lógica. La sangre

fresca únicamente podía significar que esta gente sólo parecían muertos. Y que

estuvieran llenos de agujeros recientes sugería que habían intentado atacar al

solitario miembro de los MAGNIFICOS.

Lo que significa que más vale que lleve todo el cuidado del mundo, pensó mientras

se ponía en pie. Volvió a mirar el cuerpo que se hallaba en el asiento, ahora a su

espalda, y entornó los ojos. ¿Se había movido o era sólo un efecto de la luz? Fuera

lo que fuera, más le valía marcharse a toda prisa.

Se apresuró por el pasillo, esquivando los cadáveres mientras intentaba

vigilarlos a la vez y maldecía la necesidad que lo había impulsado a buscar al chico

de los MAGNIFICOS. Si no tuviera una maldita conciencia, ya haría rato que se habría

largado.

Atravesó las dos puertas y entró en el siguiente vagón con el arma preparada.

No era un vagón de pasajeros y no estaba decorado. Desde la entrada sólo podía

ver un corto pasillo que torcía más adelante, dos puertas cerradas a la derecha y

unas cuantas ventanas en el lado opuesto. Pensó en comprobar las cabinas, seguro

de que sería lo más inteligente, ya que darle la espalda a una zona que no era

segura representaba un riesgo, pero estaba empezando a ocurrírsele que su

conciencia se podía ir a la porra. No quería asegurar todo el tren, lo único que

quería era ver que el chico estaba bien y luego salir de allí.

Y si el chico no aparece en un par de minutos, salto del tren de todas maneras. Esto es

una ******.

«******» no era la palabra adecuada, ni siquiera empezaba a describir el

terror que le retorcía el estómago, pero había visto incluso a los más fuertes

paralizados por el miedo y no quería pensar demasiado en monstruos y oscuridad.

Mejor tomárselo a la ligera, como si fuera una pesadilla de la que se reiría mañana,

y seguir adelante.

Avanzó lentamente por el pasillo, en silencio, apoyando la espalda contra la

pared. El corredor torcía a la derecha y continuaba, pasando ante otra puerta

bloqueada por unas cajas caídas. Un almacén, probablemente. Al menos no había

cuerpos, pero el olor a podrido flotaba en el aire. Las pocas ventanas ante las que

pasó que no estaban rotas reflejaron una pálida sombra de sí mismo sobre un

fondo exterior de oscuridad y lluvia. Se fijó inquieto en que gran parte de los

vidrios de las ventanas rotas estaban en el interior del vagón, esparcidos sobre el

suelo de madera oscura. Lo que significaba que alguien había intentado entrar, no

salir. Espeluznante.

Parecía que más adelante el pasillo volvía a torcer, esta vez hacia la izquierda,

justo después de otra puerta cerrada que tenía una placa en la que ponía

DESPACHO DEL REVISOR. Tenía que estar cerca de la parte delantera.

De repente, vio otra pálida sombra reflejada en una ventana, justo después de

la esquina. Se detuvo, permaneció inmóvil contemplando a la figura que se

agachaba dando la espalda al pasillo sin pensar en las amenazas que podía haber

detrás. Si era un STARS, ella o él necesitaba más entrenamiento.

Billy avanzó un par de pasos, alzó su arma y se colocó detrás de la figura

agachada. Sabía que debía evitar un enfrentamiento —obviamente el chaval estaba

en perfectas condiciones y él tenía otros lugares adonde ir—, pero también quería

saber qué estaba pasando, y ésa podía ser su única oportunidad de conseguir

información.

El miembro de los MAGNIFICOS se volvió, vio a Billy y se alzó muy lentamente, sin

dejar de mirarle a la cara.

No se había equivocado mucho con lo de «chaval», pensó Billy, mientras

contemplaba los grandes e inocentes ojos de una chica muy joven. ¿Estarían

contratando a gente del instituto últimamente? Era baja, puede que quince

centímetros menos que él, y bonita; cabello castaño rojizo, delgada, musculosa, con

rasgos delicados y regulares. Si pesaba más de cuarenta kilos, sería una sorpresa.

La chica había estado inclinada sobre un hombre muerto, cuyo cadáver

mutilado yacía medio tumbado contra la esquina, junto a la puerta de salida del

vagón, y si se había sorprendido al ver a Billy, lo disimuló muy bien.

—Billy —dijo la chica con voz clara y melódica. Sus palabras le hicieron

apretar los dientes—. Teniente Coen.

******. Al parecer alguien había encontrado el jeep.

Billy mantuvo el arma en alto, apuntando directamente al ojo derecho de la

chica, haciéndose el duro.

—Así que me conoces. Has estado teniendo fantasías conmigo, ¿es eso?

—Eres el prisionero que trasladaban para ejecutar —respondió ella, y su voz

adquirió un tono duro—. Estabas con los soldados de ahí fuera.

Cree que lo he hecho yo, que yo los he matado, pensó Billy.

Estaba escrito en su cara de duendecillo. Billy se dio cuenta de que si no había

relacionado los muertos andantes con lo que le había pasado al jeep,

probablemente ella tampoco tenía ni la más remota idea de lo que estaba

sucediendo. Y no veía ninguna razón para sacarla de su error. Estaba intentando

hacerse la dura, pero Billy notó que la intimidaba. Podría usar eso para salir de allí.

—Uuh, ya veo —dijo—. Estás con los MAGNIFICOS. Bueno, sin ánimo de ofender,

pero los tuyos no parecen quererme mucho. Así que nuestra pequeña charla se

tiene que acabar.

Bajó el arma, se volvió y se alejó, andando tranquilamente y sin prisas, como

si no estuviera interesado en absoluto por la presencia de la chica. Contaba con que

su clara falta de experiencia y el temor que él le inspiraba le impidieran actuar. Era

un riesgo calculado, pero pensó que valdría la pena.

Se metió el arma bajo el cinturón, y ya estaba a mitad del pasillo cuando oyó

cómo corría para alcanzarlo.

******, ******.

—¡Espera! ¡Estás arrestado! —dijo ella con voz firme.

Billy se volvió y vio que la chica ni siquiera había desenfundado su arma. Se

esforzaba por parecer feroz, pero no lo acababa de conseguir. Si la situación

hubiera sido menos peligrosa, menos extraña, Billy habría sonreído.

—No, gracias, muñeca. Ya he llevado las esposas —repuso, alzando la mano

izquierda y haciendo tintinear las esposas. Se volvió y siguió avanzando.

—¡Podría dispararte, lo sabes! —gritó ella a su espalda, pero ahora había

desesperación en su voz. Billy continuó avanzando. Ella no le siguió, y al cabo de

unos segundos Billy estaba atravesando la primera puerta de conexión.

Con una leve sonrisa, aliviado, abrió la puerta del vagón donde se hallaban

los pasajeros muertos. Era mejor así, que cada uno se las arreglara por su cuenta y

todo eso…

Y se encontró con que el hombre muerto que había estado medio tirado sobre

el asiento del fondo se hallaba de pie, tambaleante, con el ojo que le quedaba

clavado en Billy. Con un gemido hambriento, la criatura trastabilló hacia adelante

y extendió sus destrozados dedos como si tuviera que tantear su camino hasta

Billy.

 

 

Saludos

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Hola amigos aqui les mando el capitulo 3

 

CAPÍTULO 3

 

Rebecca contempló a Billy salir del vagón y se sintió impotente y muy joven.

Él ni siquiera miró hacia atrás, como si no valiera la pena preocuparse por ella.

Y al parecer, así es, pensó Rebecca, dejando caer los hombros. No se había

esperado que fuera tan…, bueno, tan atemorizador. Grande, musculoso, con unos

ojos de acero oscuro y un intrincado tatuaje tribal que le cubría todo el brazo

derecho. Pudo verlo porque la fina camiseta de algodón que llevaba le dejaba

ambos brazos al descubierto. Tenía un aspecto duro, y después de su terrible

encuentro con los casi muertos andantes, Rebecca no se había sentido capaz de

detenerlo.

Sin mencionar que te pilló desprevenida.

Había encontrado un cadáver solitario en la parte delantera del vagón, uno

de los operarios del tren, y vio lo que parecía una llave en la fría mano del muerto.

Como la única otra puerta por la que salir del tren estaba cerrada, había intentado

conseguir la llave; era eso o regresar a través del vagón de pasajeros. Estaba tan

concentrada intentando coger la llave sin romper los rígidos dedos que no había

oído acercarse al convicto, no hasta que fue demasiado tarde. Después de su

encuentro, mientras regresaba a la parte delantera del vagón, se fijó en que, de

todas formas, la puerta cerrada se abría con tarjeta. Fantástico. Hasta el momento

lo estaba haciendo de maravilla.

Se volvió y agarró la radio, dispuesta a admitir la derrota. Si pudiera

conseguir que los del equipo vinieran rápidamente, ellos se encargarían de Billy. Y

lo más importante, deseaba no ser la única en saber que alguna especie de plaga se

había abatido sobre Winsburg. Resultaba curioso. De repente, atrapar a un asesino

convicto había descendido bruscamente en su lista de prioridades.

¡Bam! ¡Bam!

Incluso antes de que pudiera tocar el botón del transmisor, oyó los dos

disparos en el vagón contiguo, en la dirección en la que Billy se había marchado.

Dudó un momento, sin saber qué hacer, y en ese instante, una ventana estalló a su

espalda.

Se volvió, y en medio de los añicos de cristal vio una figura humana cayendo

al suelo.

—¡Edward!

El mecánico no respondió. Rebecca corrió al lado de su compañero de equipo,

evaluando rápidamente su estado. Aparte de una enorme herida abierta en el

hombro derecho, tenía la cara grisácea por el espanto y la mirada empañada y

desenfocada. Todas las partes expuestas de su cuerpo estaban cubierta de

contusiones y abrasiones.

—¿Estás bien? —preguntó Rebecca, mientras abría su botiquín de campaña y

sacaba un grueso parche de gasa. Rompió el envoltorio y se lo aplicó sobre el

hombro a su compañero mientras pensaba con una sensación de abatimiento que

no le serviría de mucho. A juzgar por la cantidad de sangre que le empapaba la

camisa, seguramente tenía la vena subclavia seccionada. Se sorprendió de que

siguiera con vida, y más aún de que hubiera tenido fuerzas para saltar por la

ventana.

—¿Qué ha pasado?

Edward giro la cabeza hacia ella, parpadeando lentamente. Su voz estaba

crispada por el dolor.

—Peor que… No podemos…

Rebecca aguantó la venda con firmeza, pero ya estaba casi empapada.

Edward necesitaba un hospital inmediatamente, o no lo resistiría.

La voz de Edward sonó aún más débil.

—Ten cuidado, Rebecca… —dijo trabajosamente—, el bosque está lleno de

zombis… y monstruos…

Rebecca comenzó a decirle que no hablara más, que no malgastara sus

fuerzas, cuando otra ventana estalló a su izquierda, cubriéndolos a ambos de

fragmentos de vidrio. Dos figuras gigantescas entraron saltando a través del marco

vacío. Una desapareció por la esquina del pasillo y la otra se volvió hacia ellos.

Zombis y monstruos.

Un perro, era un perro enorme. Pero no era como ninguno de los perros que

había visto en su vida. Podría haber sido un doberman en algún momento, pero al

ver las fauces abiertas goteantes de saliva y los pedazos de carne y músculo que le

colgaban de las ancas, Rebecca se dio cuenta de que también «eso» estaba infectado

por la enfermedad que había acabado con los pasajeros del tren. No sólo tenía

aspecto de muerto, sino que parecía destruido, con una película roja sobre los ojos

y el cuerpo apedazado como un mosaico enloquecedor de piel mojada y tejidos

sanguinolentos.

Edward no sería capaz de protegerse. Rebecca se alzó lentamente y dio un

paso atrás, alejándose del agonizante mecánico. Tenía la pistola en la mano,

aunque no recordaba haberla desenfundado. Oyó al segundo perro jadeando por el

corredor, fuera de su vista.

Apuntó al ojo izquierdo del animal y por primera vez comprendió el

verdadero horror de esa enfermedad, fuera ésta cual fuera. Su enfrentamiento con

los pasajeros casi muertos había sido terrible, pero tan aturdidor que casi no había

tenido tiempo de considerar lo que significaba. Pero al ver a la monstruosa bestia

de patas tiesas que tenía delante, cuyo gruñido se iba alzando hasta convertirse en

un penetrante aullido de hambre, se acordó del perro de su infancia, un peludo

labrador de color negro llamado Donner, se acordó de cuánto lo había querido, y se

dio cuenta de que eso probablemente había sido alguna vez la mascota de alguien.

Igual que esa gente a la que había disparado, que alguna vez habían sido humanos

y se habían reído o llorado, y tenían familias que los echarían de menos, familias

que quedarían destrozadas por su pérdida. Ya fuera una enfermedad, un escape

químico o un ataque, lo que había causado todo eso era una abominación.

La idea cruzó su mente por un instante y desapareció. El perro tensó sus

descarnados costados, preparándose para atacar, y Rebecca apretó el gatillo. La

nueve milímetros le dio una fuerte sacudida en la mano y el estruendo resultó

ensordecedor en un espacio tan pequeño. El perro se desplomó.

Rebecca se volvió y apuntó hacia el pasillo, esperando a que apareciera el

segundo perro. No tuvo que esperar mucho.

Rugiendo, el animal saltó desde la esquina con las fauces abiertas. Rebecca

disparó. El tiro entró por el pecho del perro y lo lanzó hacia atrás con un agudo

gemido de dolor, pero siguió en pie. Se sacudió como si acabara de salir del agua y

gruñó, dispuesto a ir a por ella, aunque una sangre oscura y pustulenta le manaba

de la herida.

¡Debería haberlo matado, esa bala debería haberlo dejado seco!

Igual que la gente en el vagón de pasajeros, parecía que sólo una herida en la

cabeza acabaría con él. Rebecca alzó la pistola y disparó de nuevo. Esta vez le dio

en el centro de la estrecha cabeza. El perro cayó, se sacudió en un espasmo y quedó

inmóvil.

Podía haber más. Rebecca bajó ligeramente el arma, se volvió hacia las

ventanas rotas e intentó ver a través de la oscuridad y la lluvia a la vez que se

esforzaba por oír algo que no fuera la tormenta. Al cabo de unos segundos desistió.

Se volvió hacia Edward mientras buscaba una nueva venda en la mochila, y se

detuvo con la mirada clavada en su compañero de equipo. De la herida del

hombro ya no salía sangre.

Rápidamente le buscó el pulso bajo la oreja izquierda, pero no encontró nada.

Edward miraba hacia el suelo con los ojos medio abiertos, muerto.

—Lo siento —murmuró Rebecca, quedándose en cuclillas. Resultaba

inconcebible que Edward hubiera muerto en el corto espacio de tiempo en que ella

había estado disparando contra aquellas cosas perrunas, y sintió que la

culpabilidad la invadía. Si hubiera sido más rápida, si le hubiera vendado mejor la

herida…

Pero no lo hiciste, y cuanto más rato estés aquí sentada sintiéndote culpable, más

probabilidades tienes de acabar como él. ¡Muévete!

Rebecca se sintió aún más culpable ante ese frío pensamiento, pero una

mirada hacia las ventanas abiertas la hizo ponerse en pie. Tendría que evaluar su

culpa más tarde, cuando no fuera peligroso hacerlo.

El radiotransmisor emitió un pitido. La agarró mientras se alejaba de las

ventanas y del pobre Edward.

La recepción era mala, pero supo que era Enrico. Se llevó el altavoz a la oreja

y sintió un gran alivio al oír la voz del capitán entre la estática.

—¿… me recibes? … más información sobre… Coen…

De mala gana, Rebecca se acercó a las ventanas confiando en que mejoraría la

recepción, pero la estática siguió casi igual.

—… internado … mató al menos a veintitrés personas… cuidado…

¿Qué?

Rebecca apretó el botón de transmisión.

—¡Enrico, aquí Rebecca! ¿Me recibes? Cambio.

Estática.

—¡Capitán! MAGNIFICOS Bravo, ¿me recibes?

Largos segundos de estática. Había perdido la señal. Volvió a colgarse el

radiotransmisor del cinturón. Tenía que regresar al helicóptero, explicar a los otros

lo de Edward, lo de Billy y lo del tren, y el terrible peligro al que se enfrentaban.

Cambió el cargador de la nueve milímetros y se tomó unos momentos para

recargar el que tenía medio lleno. Lanzó una triste mirada final a su compañero

caído, saltó sobre el cuerpo del perro, intentando no resbalar en el charco de sangre

que lo rodeaba, y se dirigió al vagón de pasajeros.

Aunque sabía que debería estar impaciente por correr detrás del preso

escapado para arrestarlo, esperaba no volver a ver a Billy. La muerte de Edward,

los perros… Se sentía aturdida e incapaz de imponer su autoridad. ¿Veintitrés

personas? La recorrió un escalofrío, y se sorprendió de que no la hubiera matado

cuando tuvo la oportunidad.

En el vagón de pasajeros vio el resultado de los dos tiros que había oído

antes. La víctima enfermiza que antes creyó ver moverse, aunque no estaba segura,

al parecer seguía viva, a fin de cuentas. Debía de haber intentado atacar a Billy

igual que los otros fueran a por ella. Se detuvo en la puerta del fondo del vagón

por la que había entrado inicialmente y contempló los cuerpos descompuestos de

la gente a la que había matado. Si Edward estaba en lo cierto, tendría que moverse

con rapidez.

Y quizá no fuese Billy quien había matado a los marines.

Rebecca parpadeó. No se le había ocurrido antes, pero puede que hubieran

atacado el jeep y eso había permitido a Billy escapar, lo había obligado a salir

corriendo. Parecía probable. Los dos cadáveres tenían señales de haber sido

atacados violentamente, no les habían disparado; los perros podrían haberlo

hecho.

Negó con la cabeza. No importaba. De todas maneras era un asesino, y si no

se sentía capaz de apresarlo, más le valdría buscar a alguien que pudiera hacerlo.

Por muy seria que fuera la desconocida enfermedad, no podían dejar que Coen

escapara.

Dejó a su espalda el vagón de pasajeros y se apresuró a cruzar el vagón vacío

hasta la puerta, esperando que los demás estuvieran de regreso en el helicóptero.

No sabía muy bien cómo dar la noticia de la muerte de Edward; eso iba a ser duro.

Rebecca frunció el entrecejo y empujó con fuerza la puerta corredera, que se

negaba a abrirse. Presionó el picaporte una y otra vez, luego le pegó una patada a

la puerta, maldiciendo en silencio. Estaba atascada, o Billy la había cerrado para

evitar que lo siguiera.

—¡Maldita sea! —Se mordisqueó el labio inferior y recordó la llave en la

mano del operario muerto. No había conseguido sacársela y se había olvidado de

ella después de su encuentro con Billy, por no hablar de Edward y los perros. Pero

¿quién necesitaba una llave? Le sería más fácil salir por una de las ventanas rotas;

no representaría ningún problema.

Oyó el sonido de una puerta que se cerraba y miró a la izquierda, hacia el

final del tren. Alguien se movía en el siguiente vagón. Otro pasajero enfermo,

probablemente. O quizá Billy seguía allí. De cualquier manera, ella estaba lista

para salir y tenía ventanas donde elegir.

A no ser… que sea otra persona la que esté allí, alguien que necesita ayuda.

Incluso podía ser otro de los MAGINIFICOS. Una vez se le ocurrió esa idea, se sintió

en el deber de echar un vistazo, aunque eso no fuera muy inteligente. Caminó

rápidamente hasta el fondo del vagón mientras se preparaba para cualquier cosa.

No parecía posible que esa noche pudiera ocurrir algo más extraño aún, pero

también era cierto que la mayoría de lo que había pasado no parecía posible.

Quería estar preparada para todo.

Abrió la puerta del siguiente vagón y echó una ojeada mientras barría el

espacio con la nueve milímetros. Se sintió muy aliviada al encontrarlo vacío y sin

sangre. A la izquierda había una escalera que subía, y al frente, una puerta. Ésa

debía de ser la puerta que había oído cerrarse…

Y entonces se abrió y por ella entró Billy Coen.

Billy se detuvo, miró a la chica y a la pistola que llevaba en la mano y se

alegró de que estuviera viva, de que tuviera una arma y de que, al parecer, supiera

utilizarla. Después de lo que había descubierto, tener un compañero podía ser su

única oportunidad de sobrevivir.

—La cosa está mal —dijo, y pudo ver que ella sabía que no se refería al arma

que lo apuntaba. Rebecca no respondió, sólo lo miró fijamente y siguió

apuntándolo con la nueve milímetros. Billy supo que se habían acabado los juegos

y alzó las manos. La esposa que le colgaba le golpeó la muñeca.

—Esa gente, los que has matado, estaban enfermos —prosiguió Billy—. Uno

intentó morderme. Le pegué un tiro y encontré una libreta en su bolsillo.

¿Puedo…?

Comenzó a bajar la mano para llevársela al bolsillo trasero.

—¡No! ¡Mantén las manos en alto! —ordenó la chica, moviendo el arma. Aún

parecía asustada, pero aparentemente estaba dispuesta a arrestarlo.

—De acuerdo —contestó—. Cógela tú. Está en mi bolsillo trasero.

—Estás de broma, ¿no? No voy a acercarme a ti.

Billy suspiró.

—Es importante, es una especie de diario. No lo entiendo demasiado, pero es

algo sobre una investigación en un laboratorio que ha sido abandonado o

destruido, y también habla sobre un puñado de asesinatos que han estado

ocurriendo por aquí y de la posibilidad de que se haya escapado un virus. Algo

llamado el virus-M.

Billy captó una chispa de interés en los ojos de Rebecca, pero ésta quería jugar

sobre seguro.

—Lo leeré cuando te vuelvas a poner las esposas —dijo.

Billy negó con la cabeza.

—No sé lo que está pasando, pero es peligroso. Alguien ha cerrado todas las

salidas, ¿te has dado cuenta? ¿Por qué no cooperamos hasta que podamos salir de

aquí?

—¿Cooperar? —Alzó las cejas—. ¿Contigo?

Billy se acercó y bajó las manos sin hacer caso del arma que le apuntaba a la

cara.

—Escucha, pequeña, por si no lo has notado, hay una ****** bien extraña en

este tren. Yo, por mi parte, quiero salir de aquí, y solos no tendremos ninguna

oportunidad de lograrlo.

Rebecca no bajó el arma.

—¿Esperas que confíe en ti? No necesito tu ayuda, puedo arreglármelas sola.

Y no me llames pequeña.

Billy estaba empezando a hartarse de ella, pero se contuvo.

—Muy bien, señorita Hazlo tu misma —dijo—. ¿Cómo debo llamarte?

—Me llamo Rebecca Peer —respondió—. Y para ti, agente Peer.

—Bueno, Rebecca, ¿por qué no me explicas tu plan de acción? —preguntó

Billy—. ¿Vas a arrestarme? Perfecto, hazlo. Llama a todo el ejército y diles que

traigan la artillería pesada. Podemos esperarlos aquí.

Por primera vez, ella pareció dudar.

—La radio no funciona —repuso.

******.

—¿Cómo vas a salir de aquí? —preguntó él—. ¿Por tierra o por aire? ¿Está

muy lejos tu transporte?

—Hemos venido en helicóptero, pero… se ha averiado —respondió

Rebecca—. Aunque eso no es asunto tuyo. Ponte las esposas. Mi equipo está

esperando fuera.

Billy bajó las manos.

—¿Están lejos? ¿Estás segura de que siguen por aquí?

La chica frunció el entrecejo.

—Esto no es un concurso de preguntas, teniente. Te voy a sacar de aquí. Date

la vuelta y ponte de cara a la pared.

—No. —Billy cruzó los brazos—. Dispara si tienes que hacerlo, pero de

ninguna manera voy a entregar mi arma o a dejar que me pongas las esposas.

Las mejillas de Rebecca enrojecieron.

—Tú harás lo que lo te diga o si no…

¡Craaak!

Ventanas rotas en el compartimento superior. Billy y Rebecca miraron hacia

arriba y luego el uno al otro. Unos segundos después oyeron encima de sus

cabezas lo que sonaba como pesadas pisadas, lentas y regulares… Luego nada.

—El comedor —dijo Billy—. Y estaba vacío hace unos minutos.

Rebecca lo observó durante un instante y luego bajó ligeramente el arma. Fue

hasta el pie de las escaleras y miró hacia arriba con una expresión decidida en su

joven rostro.

—Espera aquí —le ordenó—. Iré a ver qué es.

Billy casi sonrió. Él había estado en las Fuerzas Especiales durante siete años

y había aprendido a disparar seguramente antes de acabar la escuela secundaria,

¿iba ella a protegerle a él?

—Creía que no confiabas en mí. ¿Qué impedirá que salte por una de las

ventanas y me escape?

La chica sonrió, aunque con una sonrisa fría y leve.

—Es peligroso, ¿recuerdas? Solo no tienes ninguna oportunidad.

Antes de que se le ocurriera algo adecuadamente cortante, ella había

comenzado a subir las escaleras, dispuesta al parecer a probarle que tenía la

suficiente autoridad. Chica tonta, con todo lo que estaba pasando, intentar probar

algo no tendría que ser su prioridad. Billy sabía que debía seguirla, impedir que se

dejara matar, pero necesitaba un minuto para pensar. La contempló llegar a lo alto

de la escalera y desaparecer al doblar la esquina sin mirar atrás.

Como dice la canción, ¿debo quedarme o debo irme?

Rebecca quería arrestarlo, pero eso también significaba que tendría que

mantenerlo vivo. Y ella necesitaba su ayuda, sin duda; era demasiado inexperta

para estar allí sola.

¿Y quién ha muerto y te ha nombrado su salvador personal? ¿Cuándo te vas a

enterar? Ya no eres uno de los buenos, ¿te acuerdas?

Salir corriendo seguía siendo una opción, pero ya no se sentía tan seguro de

sus opciones. Por si necesitara más pruebas de que los bosques eran peligrosos, la

libreta que había encontrado, el diario del hombre que lo había atacado, era más

que suficiente para convencerlo. Lo sacó y pasó las páginas hasta llegar a las

últimas anotaciones, las que le habían llamado la atención.

 

14 de julio

Hoy hemos tenido noticias del laboratorio de Arklay… y nos enviarán la semana que

viene para comprobar su estado. Algunos de los otros están preocupados por las

condiciones, por lo que puede quedar, pero como dice el jefe, alguien tiene que echar el

primer vistazo. Bien podemos ser nosotros…

 

El que escribía continuaba hablando de su novia, que se enfadaría al saber

que debía salir de la ciudad. Billy siguió adelante, buscando en las notas lo que

había leído antes.

 

16 de julio

… Hay tanto que aún no sabemos sobre las respuestas al virus-T… Dependiendo de

la especie y del entorno, sólo una dosis mínima del T causa sorprendentes cambios de

tamaño, un comportamiento agresivo y el desarrollo del cerebro… al menos en animales.

Nada es inmune. Pero hasta que se puedan controlar mejor los efectos, la compañía está

jugando con fuego.

 

Billy pasó la página.

19 de julio

Finalmente se acerca el día… Estoy más ansioso de lo que esperaba. Los periódicos y

las emisoras de televisión de Winsburg han estado informando sobre extraños asesinatos

en las afuera de la ciudad. No puede ser el virus. ¿O sí? Si lo es… No. No puedo pensar en

eso ahora. Tengo que concentrarme en la investigación, asegurarme de que avance sin

trabas.

 

Cambios de tamaño, comportamiento agresivo, desarrollo del cerebro. ¿En un

perro, por ejemplo? Y esa frase sobre «al menos en animales». ¿Qué haría ese virus-

T a los humanos? Billy estaba seguro de que ya había visto los resultados.

—Los convierte en zombis —murmuró. O en algo que era como los zombis.

El que había matado de un tiro estaba sin duda buscando alguna cosa para

almorzar. ¿Cómo llaman los caníbales a los humanos? Cerdos largos, eso era. Ese

destrozo andante buscaba algún cerdo largo, sin duda.

Bosques llenos de caníbales y monstruos. Probaría suerte con la chica. Hasta

ese momento ella se las había arreglado bien, había matado por lo menos a tres

pasajeros y conseguido no volverse loca. Si se quedaba con ella hasta que pudieran

salir de allí, luego ya inventaría un modo de escapar antes de que el resto del

equipo llegara, suponiendo que quedara algo de ese equipo.

Una chica, la chica, gritó desde lo alto; un sonido de puro terror. Billy agarró

el arma y se lanzó escaleras arriba; subió de dos en dos los escalones y esperó no

haber tardado demasiado en tomar una decisión.

En lo alto de la escalera había una pequeña curva y luego una puerta. Rebecca

la abrió, lenta y cuidadosamente, empujando con el cañón de la pistola, y entró.

Fue recibida por un humo fino y acre y por el tenue parpadeo de un fuego

que hacía bailar las sombras en las paredes. Era el vagón comedor, como había

dicho Billy, y había sido bonito, con las mesas cubiertas de manteles de lino y las

ventanas con cortinas de color crema. Pero estaba destrozado. Por todas partes

había platos y vasos rotos, mesas volcadas, manteles empapados de sangre y vino

derramado. Y cerca del fondo, una figura solitaria se hallaba encorvada sobre una

mesa. El extremo del mantel estaba ardiendo y las llamas ascendían lentamente.

Rebecca vio una lámpara de aceite hecha pedazos junto a la mesa; ése debía de ser

el origen del fuego, y aunque éste aún era pequeño, no lo sería por mucho rato.

El hombre apoyado sobre la mesa estaba absolutamente inmóvil, y cuando

Rebecca se acercó, vio que no era como los pasajeros de abajo. No parecía estar

infectado por lo que, según Billy, era el virus-M. Se trataba de un hombre mayor, de

aspecto distinguido, vestido con un traje marrón y con el cabello blanco

engominado peinado hacia atrás. Tenía la cabeza apoyada sobre el pecho, como si

se hubiese quedado dormido durante la cena.

¿Un ataque al corazón? ¿O se habría desmayado? No parecía probable que

hubiera roto la ventana del piso superior y hubiera entrado por ahí, pero por lo

que Rebecca veía, no había nadie más en el salón. Nadie más podía haber dado los

pesados pasos que habían oído.

Rebecca se aclaró la garganta mientras se acercaba a él.

—Perdone —dijo, deteniéndose junto a la mesa. Notó que el hombre tenía el

rostro y las manos mojadas y que brillaban ligeramente bajo la luz del fuego—.

¿Señor?

No obtuvo respuesta. Pero el hombre respiraba. Rebecca podía ver cómo se le

movía el pecho. Se inclinó sobre él y le puso la mano en el hombro.

—¿Señor?

El hombre comenzó a alzar la cabeza y a volver el rostro hacia ella. Se oyó un

sonido enfermizo y húmedo, como de labios chupando algo viscoso, y la cabeza

del hombre resbaló por el torso y cayó al suelo.

El sonido húmedo se hizo más fuerte. El cuerpo decapitado comenzó a

temblar, a bullir, como si estuviera lleno de algo vivo. Rebecca retrocedió

tambaleante, y gritó con todas sus fuerzas cuando el cuerpo del hombre se

desmoronó como bloques mal apilados y cayó al suelo en grandes pedazos.

Cuando los trozos golpearon el suelo se desintegraron y la tela del traje cambió de

color: se volvió negra y se convirtió en muchas cosas, cada una del tamaño de un

puño.

Babosas, son como babosas…

Babosas con filas de minúsculos dientes. No babosas sino sanguijuelas,

gordas, redondas y de algún modo capaces de imitar la figura de un hombre,

incluso la ropa de un hombre.

¡No es posible, esto no puede estar pasando!

Rebecca retrocedió más, enferma de terror, mientras las criaturas se juntaban

de nuevo y se mezclaban unas con otras en una masa anormal e hinchada hasta

formar una brillante torre de oscuridad. Se remodelaron, adquirieron forma y

color, y de nuevo fueron el hombre mayor que Rebecca había visto sentado ante la

mesa. Las miró horrorizada, sin poder creer lo que veía. Incluso sabiendo que

estaba formado de cientos, tal vez miles, de desagradables criaturas, no podía ver

los espacios entre ellas, no hubiera podido saber que no era un hombre excepto por

lo que ya había visto con sus propios ojos. El tono del traje, la forma y el color del

cuerpo… La única pista de que no era un hombre era el extraño brillo de su piel y

de su traje.

El falso hombre extendió el brazo hacia atrás, como si estuviera a punto de

lanzar una pelota, y luego lo llevó de golpe hacia adelante. El brazo se alargó de

forma imposible. Rebecca se hallaba al menos a cinco metros, pero la brillante

mano húmeda dio un manotazo al aire a sólo unos centímetros de su rostro.

Rebecca tropezó con sus propios pies en su prisa por salir de allí y cayó al suelo,

mientras el brazo se recomponía de nuevo, volvía a ir hacia atrás y se preparaba

para un nuevo ataque.

¡La pistola, estúpida! ¡Dispara!

Alzó el arma y disparó. Los dos primeros tiros fallaron el blanco, pero el

tercero y el cuarto desaparecieron entre el tambaleante cuerpo de la cosa. Pudo ver

la falsa piel formar ondas cuando las balas la alcanzaron. El traje y el cuerpo que

había debajo se movieron ligeramente, como si ella los viera a través de las ondas

que produce el calor sobre el asfalto en un día de verano. La criatura ni se detuvo

antes de lanzar de nuevo el brazo contra ella. Rebecca lo esquivó, pero la mano la

alcanzó y le golpeó ligeramente la mejilla izquierda. La joven gritó de nuevo, más

por la sensación de la mano que por la fuerza del golpe. Era una sensación fría,

áspera y viscosa, como piel de tiburón mojada en una ciénaga fangosa. Y, antes de

retirarse, esa mano la golpeó de nuevo y le hizo soltar la pistola. El arma resbaló

por el suelo y se detuvo bajo una de las mesas. El hombre dio otro paso

tambaleante. Ya estaba lo suficientemente cerca como para que su siguiente golpe

no fuera fácil de esquivar, y Rebecca sólo tuvo tiempo de pensar que era mujer

muerta.

¡Bam! ¡Bam! ¡bam!

La criatura retrocedía torpemente. Alguien disparaba una y otra vez. El

inesperado sonido la hizo encogerse mientras se ponía en pie con dificultad. Los

primeros disparos desaparecieron dentro de la forma, como antes, pero los tiros

siguieron. Encontraron el rostro maduro y brillante del monstruo y sus relucientes

ojos. Un líquido oscuro brotó de repentinas aberturas en el grupo mientras las

sanguijuelas saltaban en pedazos. En el sexto o séptimo tiro, el hombre cosa

comenzó a deshacerse en sus componentes, y los pequeños animales negros se

arrastraron hacia las ventanas rotas en cuanto tocaron el suelo.

Rebecca miró hacia la puerta y vio a Billy Coen de pie, en la clásica posición

de tirador, el arma agarrada con ambas manos y la mirada fija en la monstruosidad

que tenía ante sí mientras ésta completaba su silencioso desmoronamiento y volvía

a ser muchas criaturas. Las sanguijuelas seguían dirigiéndose hacia las ventanas,

dejando marcas de mucosidad sobre el suelo cubierto de restos y sobre las paredes

manchadas. Se deslizaron sin esfuerzo sobre los bordes puntiagudos de los vidrios

y desaparecieron en la tormenta nocturna. Al parecer, habían finalizado su ataque.

Un canto agudo y extraño atravesó el sonido de la lluvia. Aún bajo los efectos

de la impresión, Rebecca se acercó a la ventana, evitando con cuidado las

sanguijuelas que aún salían del vagón, y recuperó su arma antes de mirar hacia

fuera en busca del origen del canto. Billy se unió a ella sin intentar esquivar las

extrañas criaturas, y varias reventaron bajo el tacón de sus botas.

Lo vieron gracias a la luz de un relámpago. De pie en una colina de poca

altura hacia el oeste del tren. Una figura solitaria —un hombre a juzgar por su

altura y por la anchura de los hombros— alzó los brazos en un gesto de bienvenida

mientras cantaba con una voz de soprano sorprendentemente dulce, una voz

joven, sonora y potente. Cantaba en latín, como si fuera algo de iglesia. Y por si no

fuera suficientemente estrambótico, parecía estar en medio de un lago poco

profundo, porque el suelo parecía formar ondas a su alrededor. Estaba demasiado

oscuro para verlo bien. Sólo una negra sombra y una silueta marcaban la presencia

del solitario cantante.

—Oh, Dios —exclamó Billy—. Mira eso.

Rebecca sintió que se le erizaban los pelos de la nuca y su boca se curvaba en

una mueca de asco. No había ningún lago. El suelo estaba cubierto de sanguijuelas,

miles de sanguijuelas que avanzaban hacia el joven cantante. La chica pudo ver

como el borde de su abrigo largo o de su túnica ondeaba cuando las criaturas se

metían y desaparecían bajo él.

—¿Quién es ese tipo? —pregunto Billy, y Rebecca movió la cabeza, negando.

Quizá fuera como el hombre de antes, hecho de pequeñas criaturas.

El tren se sacudió inesperadamente. Un sonido ascendente y mecánico

invadió el vagón, y el suelo vibró bajo sus pies. De repente, el tren comenzó a

moverse, primero lentamente, pero ganando velocidad rápidamente.

Rebecca miró a Billy y vio en su rostro la misma confusión que en el de ella.

Por primera vez sintió algo aparte de un furioso desprecio por el criminal. Estaba

atrapado en esa… pesadilla igual que lo estaba ella.

Y acaba de salvarme la vida…

—¿Aún te las arreglas sola? —preguntó él con una sonrisa irónica, y Rebecca

sintió que se deshacía el ligero vínculo que los unía. Pero antes de que pudiera

contestar, Billy pareció darse cuenta de que su intento de sarcasmo no era lo que la

situación requería—. Creo que a ambos nos iría bien un poco de ayuda —

prosiguió—. ¿Qué te parece? Sólo hasta que salgamos de ésta, ¿de acuerdo?

Rebecca pensó en las víctimas del virus que había visto y en las que había

matado, y sobre lo que Edward le había dicho: que el bosque estaba lleno de

zombis y monstruos. Pensó en el hombre hecho de sanguijuelas y en su extraño

amo cantante que habían visto bajo la lluvia. Y finalmente pensó en que alguien, o

algo, había puesto en marcha el tren. Incluso si Enrico y el resto del equipo seguían

aún vivos, se estaba alejando de ellos por minutos.

—Vale, de acuerdo —respondió, y aunque la pose arrogante y huraña de

Billy no cambió, Rebecca se dio cuenta de que el hombre se sentía aliviado. Y supo

que ella también.

 

 

Saludos

Publicado

Hola amigos aqui les mando el capitulo 4:

 

CAPÍTULO 4

 

La solitaria figura sobre la colina contemplaba el tren mientras éste ganaba

velocidad y desaparecía entre la tormenta. Tenía el corazón rebosante de la canción

que se había derramado de sus labios y vibraba con tanta dulzura en el salvaje aire

de la noche llamando de vuelta a sus ayudantes. Habían cumplido su cometido. El

tren estaba preparado para la inevitable cuadrilla de limpieza, que llegaría en

cuanto el sol se pusiera. También habían hecho que la mayoría de infectados se

perdieran por los bosques, habían cerrado las puertas y puesto en marcha el motor.

Quería que fueran las sanguijuelas las que se alimentaran, no los portadores del

virus, y una vez que el equipo de Pyscho System subiera al tren, no habría forma de

escapar. La lluvia caía sobre las sanguijuelas mientras éstas reptaban colina arriba

contestando a su llamada, a sus deseos. Las recibió con una sonrisa al acabar su

canción. Las cosas iban tan bien como pudiera desear. Después de una espera tan

larga, ya no quedaba mucho. Su sueño se cumpliría. Se convertiría en la pesadilla

de Pyscho System y luego en la del mundo entero.

—Lo primero que tenemos que hacer es detener el tren —propuso Rebecca.

Billy asintió con un gesto.

—¿Alguna idea?

—Separémonos —contestó ella, tranquila, sorprendentemente tranquila

considerando por lo que acababa de pasar—. El vagón de cabeza está cerrado.

Tenemos que conseguir abrir esa puerta para llegar hasta la máquina.

—Disparemos a la cerradura —dijo Billy.

—Es un lector magnético —repuso Rebecca, negando con la cabeza—.

Tenemos que encontrar la tarjeta que hace de llave.

—He visto la oficina de un revisor…

—Cerrada —informó Rebecca—. Tendremos que encontrar una por nuestra

cuenta.

—Eso nos puede llevar un buen rato —indicó Billy—. Deberíamos

permanecer juntos.

—Entonces tardaríamos el doble. Preferiría salir de este trasto antes de que

llegue a donde sea que vaya.

Aunque no le gustaba nada andar solo por el tren y quería aún menos que

ella fuera sola, Billy no podía discutir la lógica de Rebecca.

—Comenzaré desde atrás e iré hacia adelante —dijo ésta—. Tú encárgate del

segundo piso. Nos encontraremos en el vagón de cabeza.

Estás hecha toda una mandona, ¿no crees, pequeña?, pensó Billy, pero prefirió no

decirlo. En algún momento de un futuro no muy distante, ella podría ser lo único

que le impidiera convertirse en el almuerzo de alguien.

—Y te pegaré un tiro si intentas cualquier cosa rara —añadió Rebecca. Billy

estaba a punto de replicarle, pero entonces vio el brillo en los ojos de la chica. No

estaba hablando en serio. No del todo.

La joven hizo un gesto con la cabeza indicando el arma de Billy.

—¿Necesitas munición para ese trasto?

—Estoy servido. ¿Y tú?

Con otro gesto de cabeza, Rebecca fue hacia la puerta. Al llegar allí, se volvió.

—Gracias —dijo mientras gesticulaba vagamente hacia el fondo del vagón—.

Te debo una.

Antes de que él pudiera contestar, ella se había ido. Billy se quedó mirándola

un momento, bastante sorprendido de la disposición de la joven a enfrentarse a los

peligros del tren en solitario. ¿Había sido él tan valiente a su edad?

Se le llama «negación de la mortalidad». Pasa cuando eres tan joven, pensó. Sí,

también él había pensado que viviría para siempre. Pero que te condenaran a

muerte te hacía ver las cosas de una manera ligeramente diferente.

Se detuvo un instante para comprobar el vagón restaurante. Miró con asco los

restos aplastados y líquidos de unas cuantas docenas de sanguijuelas mientras

inspeccionaba apresuradamente detrás de la pequeña barra del bar y bajo las

mesas. Había una puerta cerrada al fondo de la sala, pero una patada rápida y una

ojeada le mostraron que sólo era una cabina de servicio vacía con un agujero en el

techo. No se entretuvo más de lo necesario. Suponía que lo mejor que podía hacer

era registrar los cuerpos de los empleados del tren.

Bajó las escaleras, se detuvo un momento al final y miró hacia el extremo del

tren antes de seguir. Rebecca Peer parecía capaz de cuidar de sí misma, por

lo tanto, más valía que se ocupara de vigilar su propia espalda.

Volvió a cruzar la doble puerta; atravesó el primer vagón de pasajeros, que

seguía completamente vacío, y respiró profundamente antes de dirigirse hacia el

segundo. Lanzó una rápida mirada para asegurarse de que no había nadie por ahí,

y fue hacia las escaleras, sin querer mirar el cuerpo del hombre al que había

matado. Ya había matado antes, pero no era algo a lo que llegaras a acostumbrarte

si tenías conciencia.

El olor lo alcanzó antes de llegar al segundo piso, y avanzó más despacio,

respirando superficialmente. Era como agua de mar y podredumbre. Cuando llegó

arriba, vio el origen del olor y tragó bilis.

Ahora sabemos de dónde vienen.

Había llegado a un rellano al final de las escaleras. De allí partía un corredor

que giraba a la derecha unos cuantos metros más allá, y, desde el suelo hasta el

techo, la esquina izquierda del rellano estaba cubierta por algo parecido a una

inmensa tela de la que colgaban cientos de saquitos de huevos, como si fuera el

nido de una araña. Pero esos sacos eran negros y húmedos y brillaban bajo la tenue

luz de un aplique medio enterrado. Se balanceaban suavemente con el traqueteo

del tren, lo que los hacía parecer casi vivos. Por suerte, estaban vacíos. Deseaba con

todas sus fuerzas no encontrarse con la criatura que los había puesto.

Se alejó lentamente de la esquina entelada pisando los hilos de materia

brillante, que se esparcían sobre el rellano como una alfombra, mientras

consideraba vagamente si, después de todo, el accidente del jeep había sido

realmente una suerte. No quería morir de ninguna manera, pero un pelotón de

fusilamiento, organizado y limpio, resultaba mucho más atractivo que ser

devorado por un montón de sanguijuelas de formas cambiantes.

No te líes, soldado. Estás donde estás.

Cierto. Recorrió el corredor y se relajó un poco al ver que estaba vacío. Había

dos puertas cerradas, una a cada lado del estrecho pasillo y ambas marcadas con

un número. Por eso y por la lujosa decoración supuso que se trataba de cabinas

privadas. Era una buena suposición. Abrió la primera puerta, la 102, y se encontró

en un pequeño dormitorio bien equipado y, por suerte, sin cuerpos ni sangre.

Desgraciadamente, tampoco había mucho más, aunque sí encontró un montón de

artículos personales en un pequeño armario. Había papeles, un paquete de fotos y

un joyero. Abrió el joyero y encontró dentro un anillo de plata de un diseño poco

corriente. Parecía parte de unos de esos grupos de anillos entrelazados, con un

claro dibujo hecho con muescas y giros. Como no estaba comprando joyas, lo

volvió a dejar en el joyero y se dirigió hacia el otro compartimento.

Cuando abrió la puerta de la 101 sintió una nueva esperanza. Allí, colocada

en el suelo como un regalo, había una escopeta. Billy la recogió y la abrió. Era una

Western de cañones superpuestos y cargada con dos cartuchos del calibre doce.

Rebuscando, encontró un puñado más de cartuchos, pero ninguna llave de tarjeta.

Cierre magnético o no, seguramente esto abrirá esa puerta, pensó, mientras se

guardaba los cartuchos en el bolsillo delantero. El peso del arma le resultaba

reconfortante. Estuvo tentado de ir a buscar a Rebecca inmediatamente, pero

decidió que más valía acabar lo que había empezado. Había una puerta al final del

corredor que seguramente llevaría al segundo piso del vagón contiguo y que

además lo acercaría a la cabeza del tren. Cuanto antes se reuniera con la chiquilla,

mejor. No tenía miedo de estar solo, no era eso, y ni siquiera estaba preocupado

por Rebecca, aunque algo había. Eran tantos años en el servicio que, si algo había

aprendido, era que estar solo en medio de un combate era la peor manera de estar.

La puerta no estaba cerrada con llave y se abría a un vagón salón, vacío y muy

elegante. A su derecha vio una barra de bar muy pulimentada y bien provista.

Junto a las paredes se alineaban elegantes mesitas que dejaban libre una amplia

extensión de suelo enmoquetado bajo unas recargadas lámparas que colgaban del

techo. Al igual que en el vagón anterior, no había sangre ni cuerpos. Billy echó un

vistazo detrás de la barra y luego se dirigió hacia la puerta que había en el otro

extremo del salón. Sintió una extraña inquietud al cruzar el espacio abierto y

apretó con más fuerza la escopeta.

Cuando ya casi había llegado al otro extremo de la sala, algo se estrelló contra

el techo.

El sonido fue estruendoso, ensordecedor, y el golpe tan fuerte que la lámpara

que se hallaba tras el bar cayó al suelo y el cristal se hizo añicos. El tren se sacudió

sobre los raíles, y Billy se tambaleó y estuvo a punto de caer.

Consiguió mantener el equilibrio y se volvió para mirar. En el lugar donde

había estado la lámpara había una profunda hendidura. El metal estaba retorcido,

y mientras Billy miraba, dos «cosas» gigantes se clavaron en el techo,

atravesándolo a unos dos metros una de otra.

Billy las contempló asombrado, sin saber qué estaba viendo. Las agudas

piezas, grandes, cilíndricas y acabadas en punta, parecían estar divididas

longitudinalmente, partidas por la mitad. Parecían… ¿pinzas?

Se le hizo un nudo en el estómago. Eso era exactamente lo que eran, como las

pinzas de un cangrejo o un escorpión gigante, y mientras las contemplaba, se

abrieron mostrando unos bordes serrados. Las enormes pinzas se torcieron hacia

arriba y comenzaron realmente a serrar el techo de acero. El sonido del metal al

romperse era como un chirrido agudo.

Ya había visto bastante. Se dio la vuelta y corrió los escasos metros que lo

separaban de la puerta. Notó que lo cubría un sudor frío. A su espalda, el grito del

metal torturado continuaba creciendo. Agarró el manillar de la puerta, apretó…

Y estaba cerrada con llave. Claro.

Se volvió justo a tiempo de ver al propietario de las enormes pinzas saltar a

través del retorcido agujero que había hecho y bloquearle la única ruta de escape.

Rebecca acababa de decidir que el último vagón era seguro cuando el perro

atacó.

Después de dejar a Billy, había atravesado la cocina, situada en el último

vagón. Rebosaba de sangre y de utensilios culinarios caídos por todos lados, pero

por lo demás estaba vacía. Rebecca estaba comenzando a preguntarse si algunos de

los pasajeros y empleados podrían haber escapado, quizá cuando el tren fue

atacado por primera vez. Había demasiada sangre para tan pocos cadáveres. Pero

considerando el estado de los pocos pasajeros con los que se había topado, tal vez

fuera mejor así.

Le patinaron los pies sobre un charco de aceite mientras inspeccionaba la

cocina, pero aparte de eso su búsqueda transcurría sin incidentes. La puerta que

daba al resto del vagón, seguramente a algún tipo de almacén, estaba cerrada con

llave, pero había una especie de trampilla a la altura del suelo con una cubierta que

no le costó levantar. No le gustaba la idea de arrastrarse por un agujero oscuro,

pero sólo era un corto túnel, de un par de metros. Además, le había dicho a Billy

que comenzaría por la parte trasera del tren y tenía intención de ser concienzuda.

Hacer bien su trabajo era algo a lo que aferrarse en medio de toda esa locura. Las

víctimas del virus ya eran un gran mal rollo, y el hombre hecho de sanguijuelas…

No pienses en eso. Busca la tarjeta, encuéntrala, detén el tren, consigue ayuda de

verdad. Alguien que no sea un asesino convicto.

Billy era su único puerto en medio de la tormenta, por así decir, y era cierto

que le había salvado la vida, pero confiar en él más de lo estrictamente necesario

sería una estupidez.

Había tenido razón con respecto al siguiente compartimento. Después de

arrastrarse claustrofóbicamente por lo que, por suerte, había sido un corto trecho,

se levantó en un espacio de almacenamiento apenas iluminado por una única

bombilla. Había cajas y bidones a lo largo de las paredes, la mayoría ocultos entre

las sombras. Nada se movía excepto el propio tren, que avanzaba traqueteando

sobre la vía.

Al fondo del compartimento se encontraba una puerta con una ventana.

Rebecca se acercó con el arma por delante y los brazos extendidos y vio oscuridad

y movimiento al otro lado. El sonido del tren se hizo más fuerte. Se dio cuenta de

que por fin estaba en el último vagón, mirando hacia el exterior. Sintió algo

parecido al alivio sólo de saber que el mundo seguía existiendo allá fuera. Y

llegado lo peor, siempre podía saltar. El tren iba bastante rápido, pero era una

opción. Clic.

Se volvió al oír el ligero sonido a su espalda y apuntó hacia la nada con el

corazón golpeándole dentro del pecho. El tren seguía avanzando, y las sombras

yendo y viniendo. El sonido no se repitió. Después de un tenso instante, Rebecca

respiró hondo y sacó todo el aire. Probablemente habría sido una de las cajas al

bambolearse. Como el resto de ese vagón —bueno, al menos el piso bajo—, el

almacén parecía ser seguro. Dudaba de que hubiera una llave de tarjeta en este

lugar, pero al menos podría decir que lo había registrado. Clic. Clic. Clic-clic-clic.

Rebecca se quedó helada. El sonido estaba justo a su lado, y sabía qué era;

cualquiera que hubiera tenido un perro lo sabría: el golpeteo de las uñas sobre una

superficie dura. Movió lentamente la cabeza hacia la derecha, donde vio que había

un par de cestas para perros, ambas con la puerta abierta. Y saliendo de las

sombras, detrás de la más cercana…

Todo pasó muy de prisa. Con un furioso gruñido, el perro saltó. Rebecca tuvo

tiempo de apreciar que era como los otros que había visto, enorme, infectado y

destrozado. Luego, su pie derecho se alzó en un acto reflejo. Lanzó una violenta

patada y le dio a la criatura en el costado del enorme pecho. Con un horrible

sonido húmedo, oyó y notó como un gran trozo del pecho del animal se hundía, la

piel se separaba del músculo grisáceo y un pedazo de pellejo apelmazado se le

pegaba a la suela del grasiento zapato.

Increíblemente, el perro siguió avanzando como si no notara la herida, con las

goteantes fauces abiertas. La atraparía antes de que ella pudiera levantar el arma,

estaba segura. Casi podía sentir los dientes clavándosele en el brazo, y también

supo que un mordisco de ese perro la mataría, la transformaría en uno de los

muertos vivientes.

Pero antes de que los dientes llegaran a tocarla, se le fue el otro pie,

manchado de aceite, y resbaló. Rebecca cayó al suelo y se golpeó la cadera, pero el

perro pasó sobre ella, soltando un penetrante olor a carne podrida. El perro llegó a

tocarla. Llevado por el impulso, una de las patas traseras le había pisoteado el

hombro izquierdo al pasar sobre ella.

Su afortunada caída sólo le había regalado un segundo. Rebecca rodó sobre el

estómago, extendió el brazo y disparó. Le dio al animal mientras éste se volvía

para seguir atacando. El primer tiro fue demasiado alto, pero el segundo dio en el

blanco y la bala le entró a la pobre bestia por el ojo izquierdo.

El perro se desplomó sobre el suelo, muerto ya antes de caer. La sangre

empezó a derramarse alrededor del animal. Rebecca se alejó arrastrándose y se

puso en pie. La virología no era su especialidad y sólo tenía conocimientos básicos,

pero estaba dispuesta a apostar a que la sangre del perro estaría caliente y sería

altamente infecciosa. No tenía ningún interés en pillar lo que corría por ahí. Eso no

era un resfriado común y corriente.

Suponiendo que esto sea un virus, pensó, mientras miraba a la masa podrida que

había sido un can. Ese misterioso virus-M del que había hablado Billy tenía tan

poco sentido como todo lo demás. ¿Cómo se había extendido? ¿Cuál era su grado

de toxicidad y con qué rapidez se multiplicaba en el cuerpo del portador?

Se raspó la suela del zapato contra una de las perreras y esperó que el

húmedo sonido de desgarro se le borrara de la memoria con la misma facilidad. De

repente, vio algo brillando en las sombras. Se inclinó y recogió un pequeño anillo

de oro grabado con un dibujo poco corriente. No parecía ser de oro auténtico y

probablemente no valía nada, pero era bonito. Y teniendo en cuenta todo lo

sucedido, se podía considerar afortunada de estar ahí contemplándolo.

—Lo que lo convierte en un anillo de la suerte —dijo, y se lo puso en el dedo

índice de la mano izquierda. Le ajustaba casi a la perfección.

El anillo fue todo lo que encontró. No había ninguna tarjeta magnética

rondando por ahí, ni nada que le pudiera ser útil. Salió un momento a la

plataforma trasera e inmediatamente se quedó empapada. La tormenta era

torrencial, y el tren iba a demasiada velocidad para pensar en saltar. Sintió un

breve rayo de esperanza cuando vio un panel en el que ponía FRENO DE

EMERGENCIA, pero unos cuantos toques a los controles demostraron que no tenían

corriente. ¡Pues vaya con las emergencias!

Regresó al interior mientras se apartaba el pelo mojado de la frente. Había

llegado el momento de ir hacia adelante e intentar registrar los cuerpos de los

hombres que Billy y ella habían matado. Por muy desagradable que fuera esa idea,

no tenía muchas alternativas. No sabían si alguien estaba conduciendo el tren o si

iba sin control. Fuera como fuera, tenían que conseguir controlarlo.

Miró hacia el perro que yacía a su espalda una vez más antes de marcharse,

por la puerta esta vez, y no pudo evitar pensar en lo afortunada que había sido y

en cuan fácilmente podría haber recibido un mordisco o haber muerto destrozada.

No volvería a bajar la guardia; sólo esperaba que Billy estuviera teniendo

mejor suerte.

¡Dios bendito!

Billy se quedó mirando con la boca abierta y el cerebro paralizado ante lo

imposible que resultaba la cosa que tenía delante de él, a menos de diez metros.

Podía parecerse a un escorpión, si los escorpiones crecieran hasta tener el

tamaño de un coche deportivo. El monstruo que había atravesado el techo del tren

era como un insecto, de unos tres metros de largo, con un par de pinzas gigantes y

acorazadas a cada lado del rostro plano y una cola larga e hinchada que se

arqueaba sobre su espalda y acababa en un aguijón curvado más grande que la

cabeza de Billy. Tenía muchas patas, pero Billy no estaba de humor para contarlas,

no mientras esa cosa avanzara hacia él, emitiendo un sonido parecido al de un

motor sobrecalentado al golpear el suelo con sus articuladas extremidades. La

lluvia caía a raudales por el agujero del techo. Era como una escena infernal, con la

criatura emergiendo de la húmeda niebla como en una pesadilla.

No había tiempo para pensar. Billy se echó la escopeta de caza al hombro, la

montó y apuntó al cráneo plano y chato de la cosa. Entre el movimiento del tren y

el avance rasposo y tambaleante de la monstruosidad, le llevó unos segundos

asegurar el tiro, unos segundos que le parecieron eternos. La criatura se acercó, y a

cada resonante paso los duros pelos de sus puntiagudas pezuñas arrancaban

retazos de la elegante alfombra.

Billy apretó el gatillo, y la escopeta le golpeó el hombro con suficiente

violencia como para causarle un hematoma. Diana. La cosa lanzó un chillido

agudo y un borbotón de un fluido lechoso salió a presión del cráneo acorazado.

Billy no se detuvo a evaluar el daño, volvió a apuntar y disparó.

¡Bumm!

La cosa gritó aún más fuerte, pero siguió avanzando. Billy abrió el arma, hizo

saltar los cartuchos y buscó unos nuevos. Hurgó en el bolsillo nerviosamente y los

cartuchos cayeron al suelo mientras el monstruo cubría la distancia rápidamente,

demasiado rápidamente.

Le quedaba un solo cartucho en el bolsillo. Lo agarró, lo metió en el cañón y

se colocó la escopeta a la altura de la cadera.

Como no sirva éste…

El tiro le dio al monstruo en el centro de su desagradable rostro, a sólo un

metro de donde se hallaba Billy, tan cerca que notó que el calor del residuo de

pólvora le golpeaba la piel desnuda y se le incrustaba. El agudo chillido se detuvo

cuando un gran pedazo irregular de exoesqueleto saltó por los aires desde la parte

trasera de la cabeza del monstruo y salpicó la espasmódica cola de sangre y trozos

de masa cerebral. Un temblor sacudió a la cosa, las enormes pinzas saltaron hacia

fuera, abriéndose y cerrándose, y la cola aguijoneó el aire. Con un borboteante

grito final, el monstruo cayó al suelo y pareció desinflarse mientras las pinzas y el

resto del cuerpo dejaban de moverse.

El olor que despedía, como de grasa sucia, rancia y caliente, era casi

devastador, pero Billy permaneció inmóvil durante más de un minuto, esperando

para asegurarse de que el bicho estaba muerto. Podía ver por dónde habían

penetrado los dos primeros tiros, ligeramente a la izquierda, aunque el último

había sido bueno y había descascarillado la armadura que protegía los negros

ojillos.

¿Qué era aquello? Lo contempló horrorizado, sin estar muy seguro de

quererlo saber. Debía de estar relacionado con los perros y los muertos vivientes,

con el virus-M. El diario que había encontrado decía algo sobre que incluso

pequeñas dosis causaban cambios de tamaño y agresividad…

Lo que significa que este tipo debe de haberse tragado unos diez litros como mínimo.

¿Accidentalmente? Para nada.

El diario también decía algo de un laboratorio. Y de controlar los efectos del

virus y de que, hasta que lo pudieran controlar, la empresa estaba «jugando con

fuego».

Las implicaciones estaban bien claras. Quizá el virus-M se hubiera escapado

accidentalmente, pero esa empresa, fuera la que fuera, sabía de antemano lo que el

virus podía hacer. Habían estado experimentando con él.

Pero, por el momento, lo único que importaba era que la cosa estaba muerta y

que se había acabado el buscar la llave. A la porra el ir solo. Si el rey escorpión

tenía hermanos o hermanas rondando por ahí, Billy quería que fuera otro quien

tuviera que aguantarlos.

Recogió los cartuchos que se le habían caído y cargó la escopeta. Luego rodeó

con cuidado el enorme cuerpo apestoso del monstruo y fue en busca de Rebecca.

Quizá ella hubiera tenido mejor suerte.

Justo al entrar en el siguiente vagón, Rebecca creyó oír una arma de fuego a

su espalda. Se detuvo en la puerta y se apoyó en el marco mientras contemplaba

aturdida el perro muerto y escuchaba atentamente. Los truenos retumbaban en el

exterior. Pasado un momento, desistió de intentar oír algo y avanzó hacia la cabeza

del tren.

Se movía lentamente, preparándose para ver a Edward de nuevo, y deseó

haber pensado en coger una manta o algo entre el revoltijo del vagón de pasajeros.

Quizá el abrigo de alguno de los muertos. Lo que era seguro es que no tenía nada

más, excepto una creciente sensación de indignación hacia quien fuera que hubiera

dejado escapar el virus-M y un fuerte dolor de cabeza de tanto contener la

respiración. Ni llaves ni nada que pudiera servir para algo. Pensó en el cadáver del

empleado del tren que había hallado en el vagón delantero, donde también se

había encontrado con Edward. Quizá la llave que agarraba con su mano muerta

resultara útil.

Llegó a la esquina del pasillo y se obligó a doblarla, evitando el charco de

fluidos que habían salido del perro muerto.

Edward había desaparecido.

Rebecca se detuvo en seco y se quedó observando el lugar. El segundo perro

continuaba en el mismo sitio, pero un trozo de gasa roja y unas cuantas

salpicaduras sangrientas era todo lo que indicaba que el cuerpo de Edward

también había estado allí. Eso y el penetrante olor a putrefacción. Una brisa fresca

y húmeda entraba por las ventanas, pero el hedor era demasiado fuerte para que

pudiera con él.

Todo pareció moverse a cámara lenta cuando miró hacia abajo y vio huellas

sobre la sangre del perro. Las siguió con la mirada. Las marcas de botas eran

manchas rojas alargadas, como si quien caminara estuviera borracho o… enfermo.

No. No le había encontrado el pulso. El tiempo se ralentizó aún mas. Finalmente

alzó la mirada del suelo y vio el borde de un brazo desnudo; alguien a quien no

podía ver estaba justo al final del corredor. Alguien alto. Alguien que calzaba

botas.

—No —exclamó, y Edward se apartó de la pared y quedó a la vista. Cuando

la vio, sus resecos labios se abrieron y dejó escapar un gemido. Avanzó

rígidamente hacia ella, con la cara gris y los ojos en blanco—. ¿Edward?

Él continuó avanzando, tambaleándose, rozando la pared con el hombro

empapado de sangre, los brazos colgando sin fuerza a los costados y el rostro

vacío, sin rastro de inteligencia. Era Edward, era su colega, pero Rebecca alzó la

pistola, dio un paso atrás y le apuntó.

—No me obligues a hacerlo —dijo, mientras una parte de su mente se

preguntaba cuan parecido a la muerte era el estado en que el virus sumía a sus

víctimas. Debe de haberle reducido el ritmo cardíaco… Edward gimió de nuevo.

Parecía desesperadamente hambriento, y aunque sus ojos casi no se distinguían

bajo la nube blanquecina, Rebecca alcanzó a verlo como para entender que eso ya

no era Edward. Él se tambaleó, acercándose.

—Descansa en paz —murmuró Rebecca, y disparó. La bala le perforó un

limpio agujero en la sien izquierda. Lo que había sido Edward permaneció

completamente inmóvil por un instante, sin que desapareciera su expresión

embotada de hambre, y luego se desplomó sobre el suelo.

Cuando Billy la encontró, unos minutos después, Rebecca aún seguía allí,

apuntando con la pistola al cadáver de su amigo.

 

Saludos

Publicado

hola amigos, aqui les mando el capitulo 5:

 

CAPÍTULO 5

 

El Dr Albert Gero se apresuró a atravesar el fondo de la planta de tratamiento de

agua mientras se dirigía hacia el control B, en el primer sótano, varios pisos por

encima. Se sentía atemorizado incluso por el resonante sonido metálico de sus

propios pasos en los cavernosos pasillos. El lugar parecía frío y muerto, como una

tumba, lo que, hasta cierto punto, no era una mala analogía. Pero él sabía lo que

merodeaba detrás de las puertas cerradas ante las que pasaba, sabía que estaba

rodeado de abundante vida, al menos de un cierto modo de vida. De alguna forma,

ese conocimiento hacía que los vagos ecos causados por sus movimientos le

resultaran aún más sacrílegos, como si estuviera gritando en medio de un depósito

de cadáveres.

Que es lo que realmente es. Aún no están muertos. Tus colegas, tus amigos…

Tranquilízate. Todos sabíamos que existía esta posibilidad, todos. Ha sido mala suerte, eso

es todo.

Mala suerte para ellos. Él y Annette se hallaban en los laboratorios de la

ciudad, finalizando la descomposición de la nueva síntesis, cuando ocurrió el

vertido.

Había llegado a las escaleras de comunicación de la parte trasera del B4 y

comenzó a subir. Se preguntó si Smith seguiría esperando. Probablemente. Gero

llegaba tarde. Le había costado abandonar su trabajo aunque fuera por un

momento, y Albert smith era un hombre preciso y puntual, entre otras cosas. Un

soldado. Un investigador. Un sociópata.

Y quizá fue él. Quizá fue él quien provocó el vertido.

Era posible. Smith sólo era leal a smith, y siempre había sido así, y aunque

llevara mucho tiempo en Psycho System, Gero sabía que estaba buscando la manera de

salirse. Por otro lado, echarse piedras a su propio tejado no formaba parte de su

estilo, y Gero conocía a Smith desde hacía unos veinte años. Si Smith hubiera

causado el vertido, sin duda no se habría quedado por ahí para ver qué pasaba.

Gero llegó al final del tramo de escaleras, dio media vuelta y comenzó a

subir el siguiente tramo. Supuestamente, los ascensores seguían funcionando, pero

no quería arriesgarse. No había nadie por ahí que pudiera ayudarlo si algo iba mal.

Nadie excepto smith, y a juzgar por las apariencias, el capitán de los MAGINIFICOS

había decidido marcharse a casa.

En lo alto del segundo tramo, Gero oyó algo, un sonido suave que provenía

de detrás de la puerta que daba acceso al segundo nivel de los sótanos. Se detuvo

un instante y se imaginó a algún desgraciado tras la puerta; tal vez estuviera

golpeándose irracionalmente una y otra vez contra el obstáculo en un vago afán de

salir de allí. Cuando se identificó la infección, las puertas interiores se cerraron

automáticamente atrapando a la mayoría de los trabajadores infectados y a los

sujetos de estudio que habían escapado. Los corredores principales estaban

limpios, al menos entre las salas de control.

Echó una mirada a su reloj y comenzó a subir el tramo final de escaleras. No

quería que se le escapara Smith, suponiendo que aún siguiera por allí.

Pero si Smith no lo había hecho, entonces ¿quién?, ¿cómo?.

Todos pensaron que había sido un accidente, incluso él mismo, hasta hacía

una horas, cuando Smith lo había llamado para explicarle lo del tren. Con ése ya

eran demasiados accidentes. Dios sabía que había gente más que suficiente con

razones para intentar sabotear a Psycho System, pero no era fácil conseguir un pase para

los niveles inferiores en ninguno de los laboratorios de Winsburg.

Y si… Smith había mencionado algo sobre que la compañía quería datos

reales sobre el virus, no sólo simulaciones sino algo práctico; quizá lo hubieran

dejado escapar ellos mismos. Podían haber enviado a uno de sus comandos para

hacer saltar el corcho que no debería haber saltado nunca, por decirlo de alguna

manera.

O tal vez sea así como planean conseguir el virus-N. Creando todo este caos y luego

colándose sigilosamente para robarlo.

Gero apretó los dientes. No. Aún no sabían lo cerca que estaba de lograrlo, y

no lo sabrían hasta que él estuviera bien preparado. Había tomado precauciones,

escondido cosas, e incluso Annette había sobornado a los vigilantes para que se

mantuvieran apartados. Lo había visto ocurrir demasiadas veces: la compañía

apartaba a un científico de su investigación porque quería resultados instantáneos,

y para ello se la entregaba a gente nueva… Y al menos en dos casos que conocía

directamente, el científico inicial había sido eliminado, la mejor manera de que no

se pasara a la competencia.

Pero a mí no me pasará. Y tampoco al virus-N.

Era la obra de su vida, pero lo destruiría antes de dejar que se lo arrebataran

de las manos.

Llegó a la sala de control que buscaba. En realidad se trataba de una

plataforma de observación que compartía el espacio con el generador auxiliar de la

planta, que afortunadamente se hallaba en silencio. Las luces no funcionaban, pero

mientras avanzaba por la pasarela metálica vio a Smith sentado ante las pantallas

de vigilancia, con la espalda recortada contra el destello de los monitores. Como

hacía a menudo, Smith llevaba puestas las gafas de sol, una costumbre afectada

que siempre había irritado a Gero; era como si el tipo pudiera ver en la oscuridad.

Antes de que le anunciara su presencia, Smith ya había alzado una mano,

sin mirar siquiera por encima del hombro, para que Gero se acercara.

—Ven a ver esto.

Su voz era autoritaria y urgente. Gero se apresuró a unirse a él y se inclinó

sobre la consola para ver lo que tanto interesaba a Smith.

Éste tenía la vista fija en una escena del centro de formación, en lo que parecía

la videoteca del segundo piso. Un recluta vagaba por la sala. Era evidente que

estaba infectado y llevaba el uniforme de trabajo manchado de sangre y otros

fluidos. Sin duda se lo veía mojado, pero Gero no notó nada especialmente

extraño en él.

—No veo… —comenzó, pero Smith lo interrumpió.

—Espera.

Gero contempló cómo el joven recluta, un chico que nunca llegaría a viejo

gracias al virus-M, chocaba con un pequeño escritorio en un rincón de la sala, luego

se daba la vuelta y regresaba, tambaleándose como hacían todos los portadores,

hacia los bancos de los ordenadores. La cámara lo siguió. Justo cuando Gero

estaba a punto de preguntar a Smith qué estaban buscando, lo vio.

—Ahí —indicó Smith.

Gero parpadeó sin estar seguro de lo que había visto. Mientras volvía hacia

los ordenadores, el brazo del recluta se había alargado y afinado, se había estirado

casi hasta tocar el suelo y luego había vuelto a su forma normal. El proceso había

durado menos de un segundo.

—Es la tercera vez que pasa durante la última media hora, más o menos —

informó Smith sin alzar la voz.

El recluta continuó vagando por la reducida sala, y de nuevo pareció

indistinguible de cualquiera de los otros condenados que aparecían en las

pequeñas pantallas.

—¿Un experimento del que no estábamos informados? —preguntó Gero.

Pero sabía que era improbable. Ambos estaban tan al corriente de todo como

cualquier otra persona fuera de las oficinas centrales.

—No.

—¿Mutación?

—Tú eres el científico, dímelo tú —replicó Smith.

Gero reflexionó un instante y luego negó con la cabeza.

—Supongo que sería posible, pero… No, no lo creo.

Observaron en silencio al soldado durante un momento, pero éste volvió a

cruzar la sala sin que nada se alargase o cambiase. Gero no sabía qué era

exactamente lo que habían visto, pero no le gustó nada de nada. En la complicada

serie de ecuaciones en que se había convertido su vida, entre su trabajo y su

familia, entre los desastres de Winsburg y sus sueños de conseguir crear

artificialmente el virus perfecto, lo que habían visto era una incógnita. Era algo

nuevo.

Un crujido de estática rompió el silencio y la voz desconocida de un hombre

se oyó en medio de un zumbido.

—Tiempo de llegada aproximado, diez minutos, cambio.

Eso tenía que ser el equipo de limpieza de Psycho System dirigiéndose hacia el

tren. Smith le había dicho que estaban en camino. Éste apretó un botón.

—Afirmativo. Informe cuando alcancen el objetivo. Cambio y corto.

Volvió a apretar el botón, y los dos hombres continuaron contemplando al

soldado desconocido, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Gero no

sabía lo que pensaba Smith, pero él empezaba a creer que había llegado la hora

de abandonar Winsburg.

—Rebecca.

La joven no contestó ni se volvió hacia él, únicamente bajó el arma. Billy

deseó que hubiera algo que pudiera decir, pero supuso que sería mejor mantener la

boca cerrada. La situación hablaba por sí misma: el hombre tendido en el suelo

llevaba el uniforme de los MAGNIFICOS, probablemente era un amigo de la chica, y había

sido infectado.

Billy le concedió un momento a Rebecca, pero no pensaba que pudieran

permitirse muchos más lujos. No podía estar seguro, pero parecía que el tren

estaba ganando velocidad. Si estaba sin control, seguramente descarrilarían y

probablemente morirían. Si alguien lo controlaba, entonces necesitaban saber quién

y por qué.

—Rebecca —dijo de nuevo, y esta vez la joven se volvió hacia él, sin

avergonzarse de sus lágrimas. Lo miró sorprendida.

—¿Te he oído disparar hace unos minutos? —le preguntó.

Billy asintió con un gesto e intentó sonreír, pero no le salió.

—Un bicho monstruoso. ¿Y tú?

—Un perro —contestó Rebecca, y se enjugó la última lágrima—. Y… alguien

a quien conocía.

Billy se removió incómodo y ambos se quedaron en silencio durante un

segundo. Finalmente, Rebecca suspiró y se apartó el flequillo de la frente.

—Dime que has encontrado las llaves —dijo.

—Algo parecido —repuso él, alzando la escopeta.

—No servirá —replicó ella, y suspiró de nuevo—. Tiene cierres magnéticos,

como la cámara de un banco o algo así.

—¿En un tren de pasajeros? —preguntó Billy.

—Es privado. —Rebecca se encogió de hombros—. Psycho System.

La compañía farmacéutica. Entre el consejo de guerra y la sentencia, Billy no

había prestado mucha atención sobre donde lo iban a ejecutar, pero lo recordó de

repente: Winsburg, lo más parecido a una metrópolis que había en esa zona y el

lugar donde la megacorporación se había instalado inicialmente.

—¿Tienen su propio tren?

Rebecca asintió.

— Psycho System está por todas partes aquí. Oficinas, investigación médica,

laboratorios…

«Hoy hemos tenido noticias del laboratorio de Arklay… y nos enviarán la

semana que viene para comprobar su estado.»

El bosque de Winsburg, la misma Winsburg City, todo se hallaba situado en las

montañas Arklay.

Los pensamientos de Rebecca parecían ir en la misma dirección.

—No pensarás que…

—No lo sé —repuso Billy—. Y en este momento, no me importa. Aún

tenemos que atravesar esa puerta.

Rebecca comenzó a caminar de nuevo hacia la parte delantera del tren, luego

pareció pensárselo mejor, quizá porque no quería ver a su amigo. Fijó los ojos en el

suelo y habló en voz baja.

—Hay un cadáver junto a la puerta, un hombre con una llave en la mano —

dijo—. Puede que abra algo útil.

—Espérame un segundo —le indicó Billy.

Pasó ante ella y avanzó por el corredor hasta llegar al final. El decrépito

cadáver de un empleado del tren se hallaba apoyado contra la puerta cerrada, era

el cuerpo sobre el que la joven estaba inclinada cuando se vieron por primera vez.

Y sí que tenía una llave metálica en la agarrotada mano. Billy se la cogió y la

observó bajo la tenue luz. Tenía pegada una etiqueta en la que se leía VAGÓN

RESTAURANTE.

Qué gran ayuda, muchísimas gracias.

La dejó a un lado y pasó cerca de un minuto registrando la chaqueta del

cadáver. En un bolsillo sólo encontró un paquete de cartas, y en el bolsillo

delantero un puñado de caramelos de menta cubiertos de borra… Pero en otro

había varias llaves más cogidas a una anilla. Dos no estaban etiquetadas, pero en

una tercera estaba grabada la palabra REVISOR en el metal. Billy se las guardó en el

bolsillo y, después de pensarlo un momento, se agachó y con cuidado le sacó la

chaqueta al cadáver. No pudo evitar una mueca de asco al notar la textura fría y

esponjosa de su piel. El pobre tipo no parecía haber pillado el virus, pero una o

varias personas desconocidas lo habían mordido repetidamente, del rostro y las

manos le habían arrancado grandes pedazos de piel y músculo; estaba hecho un

desastre.

Billy regresó a donde se hallaba Rebecca, pero se detuvo antes para cubrir con

la chaqueta el cadáver del MAGNIFICOS muerto. Sólo le ocultaba el rostro y la parte

superior del cuerpo, pero supuso, pensando en la chica, que cualquier cosa sería

mejor que nada. Cuando ella se acercó, le hizo un movimiento con la cabeza en

señal de agradecimiento, pero no dijo nada.

—La llave que viste era del vagón restaurante, donde ya hemos estado —le

explicó, y sacó el llavero del bolsillo—, pero puede ser que éstas abran algo.

Se hallaban ante la puerta que estaba señalada como la oficina del revisor.

Billy alzó la llave grabada. Con un gesto de asentimiento de Rebecca, la metió en la

cerradura y la hizo girar sin problemas. Alzó su arma y empujó la puerta,

preparado para disparar contra cualquier cosa que no se identificara al primer

segundo.

No había nadie. Billy se relajó un poco y entró en la oficina. Rebecca esperó

en la puerta con el arma desenfundada y miró hacia el escritorio cubierto de

papeles. Comenzó a revisarlos mientras Billy registraba el resto de la cabina.

—Horarios, cartas… Hay algo llamado «Manual de uso del lanzagarfios» —

dijo Rebecca—. Informes de mantenimiento; una nota sobre un cierre de anillo, sea

lo que sea eso; hojas de pedido para la cocina…

Billy abrió el armario mientras ella seguía recitando el contenido del

escritorio. Un par de letreros, postales y varias notas enganchadas en el interior de

la puerta, talonarios de gastos y un maletín cerrado. Billy lo cogió y lo sacudió.

Algo se agitó en el interior, pero pesaba muy poco. ¿Podría ser una llave? No era

probable, pero siempre quedaba la esperanza.

Examinó la cerradura con el entrecejo fruncido. No había agujero para

ninguna llave, aunque en la parte superior tenía una hendidura en forma de

círculo. Movió el picaporte. Estaba firmemente cerrado. Seguramente lo podría

desmontar, pero era de buena calidad y posiblemente le ocuparía un tiempo que

no podía perder.

—Hace un momento has dicho algo de un cierre de anillo, ¿no? —preguntó.

Rebecca apartó unos cuantos papeles.

—Ah… Aquí. Es una nota escrita a mano; dice: «Modo de acceso a porta,

cierre de anillo separado, dos partes.»

¿A «porta» qué? Billy comenzó a encogerse de hombros, y entonces sintió una

oleada de excitación. ¡Al portafolios! La llave estaba en el maletín, lo presentía.

Observó atentamente la cerradura y de repente recordó el extraño anillo de plata

que había hallado arriba, antes de su encuentro con la cosa escorpión. Las muescas

de la hendidura se parecían a las del anillo.

Pero en la nota dice dos partes, y…

—Eh, he encontrado un anillo en la parte trasera del tren —exclamó Rebecca.

Billy alzó la mirada mientras la joven se sacaba un anillo de oro del dedo índice, y

antes de que se lo entregara, supo que se trataba de la segunda parte.

—Creo que hemos dado en el clavo —dijo Billy, sonriendo. Era su primera

sonrisa desde… desde no sabía cuándo. En la cabina del maquinista tenía que

haber una radio, y controles, y tal vez un mapa que les dijera cómo diablos salir de

los bosques.

Ya casi habían salido de ésta, estaba seguro.

Pero no tenía ni idea.

Alguien había hecho arrancar el maldito tren. Era posible que alguno de los

empleados siguiera vivo, pero Smith supuso que lo más seguro era que uno de

los portadores, con el cerebro hecho papilla, se hubiera caído sobre los controles.

En cualquier caso, el piloto del helicóptero ni siquiera había dudado, simplemente

había cambiado el momento de llegada en unos cuantos segundos. Lo habían

alcanzado a tiempo; si no lo detenían, el tren se iría directo contra el centro de

formación y se estrellaría, y lo último que necesitaban era llamar la atención sobre

cualquiera de las áreas infectadas que se habían aislado.

—Nos desplegamos ahora, cambio.

Smith esperó. Podía oír el ruido del helicóptero en el fondo, incluso podía

oír las cuerdas por las que descendían los hombres cortando el viento. Deseó a

medias estar allí, a punto de pisar el maldito tren que avanzaba a toda velocidad

bajo la noche tormentosa, con el arma desenfundada, y los enfermos andantes

esperando encontrar el descanso eterno en medio de un baño de sangre y huesos.

Gero le interrumpió su agradable fantaseo. Había inquietud en su voz y su

actitud mientras extendía la mano para tapar el micrófono con la palma.

—¿Estás seguro que esto es el virus? Quiero decir, ¿no podría tratarse de un

secuestro o de… un fallo mecánico, quizá? Quiero decir, ¿sabemos sin duda que

ese equipo está aquí para encargarse del tren?

Smith suspiró internamente. Albert Gero era un hombre inteligente, pero

también obsesivamente paranoico. Su convicción de que Psycho System quería robarle

su trabajo era de una intensidad casi infantil.

—Estamos seguros —respondió—. ¿Qué otra cosa podría ser, si no fuera el

virus?

Gero hizo un gesto con la cabeza hacia el monitor donde había visto al

soldado con el brazo de goma.

—Quizá algo relacionado con eso.

Smith se encogió de hombros. Era una mutación, tenía que serlo. Extraña,

pero no imposible.

—Lo dudo. No te preocupes, Albert. Nadie de arriba sabe nada de tu

precioso virus-N. —No era exactamente cierto, pero Smith no estaba de humor

para consolarlo—. En cuanto al tren…, quizá el virus-M se adapte mejor de lo que

pensábamos.

Esa explicación no pareció convencer a Gero, lo que no era una sorpresa,

porque a Smith tampoco lo convencía. Si la infección en el tren era un accidente,

entonces él era la tetera de su tía Maddie, por decir algo.

—La mansión, los laboratorios, el tren… ¿Quién lo habrá hecho? —preguntó

Gero en voz baja—. ¿Y por qué?

Uno de los comandos de limpieza los interrumpió.

—Estamos abajo, cambio. —El sonido de fondo de las hélices del helicóptero

había sido reemplazado por el rítmico traqueteo de un tren en movimiento.

¡Ya era hora!

—Excelente —dijo Smith, y volvió a tapar el micrófono para poder contestar

a Gero.

—Eso es irrelevante. Lo que importa ahora es que no salga, que no se

extienda más. Hay que destruir el tren. Todas las pruebas deben desaparecer.

Seguro que lo entiendes, William. En eso no hay ningún problema, así que no crees

uno. —Destapó el micro y habló por él—. ¿A qué distancia se hallan de la próxima

bifurcación? Cambio.

—A no más de diez minutos, probablemente…

Smith esperó a que pasara la estática.

—Repita. No lo he entendido. Cambio.

Hubo un chirriante estallido de acoples, lo suficientemente alto como para

doler. Smith se echó hacia atrás y vio a Gero haciendo una mueca ante el

sonido…

Y entonces se oyeron gritos, ambos hombres en el tren chillaron a la vez.

—¡Ah, Dios! ¿Qué demonios…?

—¡Jesús!

—¡Sácamelo, sácamelo de encima!

—¡No! ¡Nooo! ¡Noo…!

Se oyeron varias ráfagas de los rifles automáticos, luego el grito inarticulado

de dolor y terror de un hombre sobre ese sonido y finalmente sólo el zumbido de la

estática.

Smith apretó los dientes con fuerza mientras a su espalda, Gero

comenzaba a farfullar presa del pánico. Al parecer sí que había un problema.

Se hallaban ante la puerta cerrada. Rebecca sujetaba la tarjeta y tenía una

sensación de triunfo desproporcionado en comparación con lo que realmente

habían logrado. Supuso que probablemente se debía a que se sentía

emocionalmente agotada. No había sido difícil, habían encontrado un par de

anillos y habían abierto el portafolios. A pesar de todo, se sentía como si hubiera

resuelto el enigma de la maldita esfinge.

Billy le hizo un gesto para que abriera la puerta, inclinando la cabeza hacia un

lado. Seguía escuchando atentamente. Le aseguró que había oído un helicóptero en

el exterior cuando habían ido a buscar el anillo, y a alguien gritando poco después.

Rebecca no había oído nada. Probablemente él estaba tan exhausto como ella,

considerando…

… considerando que estaba de camino hacia su ejecución. No empieces a hacer

comparaciones. Por mucho que haya hecho para ayudarte, sigue siendo un animal, y

olvidarlo te puede costar la vida.

De acuerdo. En cuanto hubiera llegado a una radio que funcionara, se habría

acabado esa tregua. Pasó la tarjeta por el lector y la lucecita roja cambió a verde. La

puerta se abrió con un clic y Billy la empujó hacia dentro.

El sonido del tren se convirtió en un rugido mientras la puerta se abría sobre

una pasarela de rejilla que estaba parcialmente expuesta a los elementos. El viento

y la niebla los salpicó cuando pisaron la pasarela. A la derecha había una especie

de jaula cerrada con equipo que se extendía a lo largo de todo el vagón; a la

izquierda sólo había un pasamanos y la violenta noche que atravesaban a toda

velocidad. Delante, en otro vagón, vieron lo que debía de ser la cabina del

conductor, aunque era difícil juzgar en la oscuridad. Rebecca se aferró al

pasamanos cuando se dio cuenta de la velocidad a la que avanzaba el tren;

realmente estaba volando sobre las vías.

Oh.

Rebecca se detuvo mientras Billy avanzaba rápidamente unos pasos y se

agachaba junto a un hombre o una mujer. Había un segundo cuerpo a más o

menos un metro del primero. Ambos iban vestidos con trajes de asalto y tenían el

rostro oculto tras visores tintados.

¿SCOTLAND YARD? ¿Cuándo han llegado aquí? ¿Y por qué sólo dos?

Mientras se acercaba, la joven pudo ver que ambos brillaban a causa de la

baba que los cubría, la misma porquería espesa que excretaban las sanguijuelas del

vagón restaurante. El uniforme, los chalecos antibalas y las piezas metálicas no

llevaban ninguna insignia. No eran del departamento de policía de Winsburg City ni

militares.

Billy observaba la pared de rejilla metálica de la derecha. Rebecca le siguió la

mirada y vio lo que parecía una tela de araña gigante hecha de hilos negros

enganchada a la parte interior de la reja, de la que colgaban miles de sacos

semitranslúcidos.

Sacos de huevos. De las sanguijuelas.

Rebecca sintió un escalofrío, y Billy se incorporó de nuevo sacudiendo la

cabeza. Tuvo que gritar para que ella le pudiera oír sobre el estruendo de tren.

—¡No hay nada que hacer! ¡Están muertos!

Rebecca ya lo había supuesto, pero no iba a fiarse de su palabra. Pasó ante él

y examinó los dos cuerpos en busca de alguna señal de vida. Notó las extrañas

hemorragias que brotaban de pequeños montículos sobre la piel pálida. Billy tenía

razón, y tal vez también la había tenido al decir que había oído gritos. A pesar de la

lluvia, ambos cuerpos aún estaban calientes.

Se incorporó, se volvió a agarrar a la barandilla y siguió a Billy hasta el

siguiente vagón. Justo estaba pensando qué iban a hacer si se encontraban con otra

puerta cerrada cuando vio a Billy empujar hacia dentro la puerta.

Salieron de la lluvia y entraron en una cabina de maquinista relativamente

pequeña, limpia y ordenada, excepto por la fina y homogénea capa de baba que

cubría la consola de controles que se hallaba enfrente. Los oídos le silbaron a

Rebecca por el súbito silencio cuando la puerta se cerró tras ella, pero estaba más

preocupada con las numerosas luces rojas parpadeantes que cubrían la reluciente

consola.

Billy se acercó y contempló los múltiples paneles de control durante un

momento y luego presionó sobre un teclado que se hallaba ante una pequeña

pantalla. El monitor permaneció negro. Billy se volvió para mirar a Rebecca con

una expresión sombría.

—Los controles están bloqueados —dijo.

Rebecca sacó la tarjeta magnética del bolsillo de su chaleco. No había

números en ningún lado, nada que pudieran utilizar como secuencia. Se acercó a

Billy, intentando no prestar atención a la lluvia que golpeaba el parabrisas y a la

vertiginosa masa tenebrosa de los bosques, y apretó unos cuantos botones. Las

teclas parecían bloqueadas, no se hundían completamente. Comenzó a buscar

cualquier cosa con la palabra EMERGENCIA escrita encima.

—Aquí —dijo Billy, y alargó la mano hacia una palanca que sobresalía de un

lado de la consola. Cuando la apretó, por la pantalla del ordenador comenzaron a

pasar palabras.

FRENOS DE EMERGENCIA - LAS TERMINALES FRONTAL Y POSTERIOR DEBEN ESTAR

ACTIVADAS ANTES DE FRENAR. ¿RESTAURAR LA CORRIENTE A LA TERMINAL

POSTERIOR?

Eran los controles que Rebecca había visto al final del tren. Billy apretó la

tecla de activación.

CORRIENTE RESTAURADA EN LA TERMINAL POSTERIOR DE FRENADO.

—Gracias a Dios —exclamó Rebecca—. Hazlo ya, detén esta cosa.

El tren parecía ir a una velocidad imposible. El rugido de los motores era más

estruendoso que antes y parecía a punto de llegar a un volumen de paroxismo.

Billy apretó la palanca. Se movió con facilidad, con demasiada facilidad, y

nuevas palabras recorrieron la pantalla.

LA SECUENCIA DE LOS FRENOS TRASEROS DEBE SER ACTIVADA ANTES DE QUE SE

ACCIONEN LOS FRENOS.

—¡Oh, tiene que ser una broma! —exclamó Billy, haciendo una mueca—.

¿Cómo que no podemos activar los frenos de emergencia desde la maldita sala de

control?

—Es posible que podamos, sólo que no sin autorización —repuso Rebecca—.

Aunque, manualmente… He visto la terminal posterior, está fuera del último

vagón. Voy para allí.

Billy negó con la cabeza, mirando hacia la oscuridad que pasaba ante ellos

demasiado de prisa.

—No, déjame que vaya yo. No te ofendas, pero creo que puedo correr más de

prisa que tú. ¿Hay por ahí un sistema intercomunicador? Te puedo llamar cuando

lo haya activado.

Ambos comenzaron a buscar, pero la consola estaba llena de interruptores y

paneles sin ninguna indicación, tardarían demasiado tiempo en descubrir para qué

servían. Rebecca comenzó a decirle que tendría que correr, y por la gran velocidad

a la que parecía avanzar el tren, seguramente tendría que hacer un sprint, cuando

de repente se acordó de Edward.

—La radio de Edward —dijo—. La tenía antes de que… Todavía debe de

llevarla encima.

Billy ya corría hacia la puerta.

—La cogeré de camino.

—Ten cuidado.

Billy asintió con un gesto y lanzó otra mirada hacia el exterior.

—Estate preparada para darle a los frenos desde aquí. Tengo la sensación de

que, de una forma u otra, vamos a parar muy pronto.

Abrió la puerta hacia el estruendo, y salió.

Los segundos pasaban lentamente. Rebecca se aseguró de que su radio

estuviera funcionando y mantuvo la mano sobre la palanca de frenos mientras

contemplaba la noche. El tren tomó una curva demasiado rápido, y Rebecca cerró

los ojos rogando para que la máquina descontrolada se mantuviera en la vía e

imaginando que sentía elevarse las ruedas para luego volver a caer sobre los raíles.

Billy tenía razón, de una forma u otra, no iban a ir mucho más lejos.

¿Por qué tarda tanto?

Sólo habían pasado unos minutos, pero eso ya era mucho. Agarró la radio y

apretó el botón para transmitir.

—¿Billy, me oyes? ¿Cuál es tu situación? Cambio.

Nada.

—¿Billy? —Esperó mientras contaba lentamente hasta cinco y el corazón

empezaba a latirle a toda prisa. Vio que se acercaba otra curva—. ¿Billy, me oyes?

¡******!

Quizá no hubiera encontrado la radio, o igual había olvidado encenderla. O

algo había pasado con los controles y no los podía activar.

O está muerto. Quizá algo lo haya atrapado.

El tren entró en la curva, y esta vez no hubo que imaginar nada, el tren se

inclinó demasiado y aceleró mientras se sacudía al caer de nuevo. Otra curva como

ésa y todo habría acabado. Tendría que ir ella a la parte trasera; no había tiempo,

pero tampoco tenía otra opción.

—¡Ahora, Rebecca!

Rebecca vio una masa borrosa a la derecha del tren, pero desapareció tan

rápidamente que no supo lo que era hasta que hubo pasado: el andén de una

estación. El andén de la estación, y eso significaba que lo único que quedaba

delante era el lugar donde guardaban el maldito tren, y eso significaba que tal vez

ya era demasiado tarde.

—¡Sujétate! —gritó por la radio mientras agarraba la palanca y la apretaba

con todas sus fuerzas. Algo avanzaba hacia la ventanilla frontal, una oscuridad

más profunda que la de la noche. Un túnel. Los frenos chirriaban mientras el tren

se lanzaba hacia la negrura y partía alguna débil barrera de la que pasaron trozos

de madera volando por delante de la ventana. El tren se inclinó de nuevo, pero esta

vez no recuperó la estabilidad.

Rebecca oyó su propio grito junto con el chirrido del tren, que caía contra el

suelo y comenzaba a deslizarse. El metal se rasgaba y saltaban chispas como si

fueran unos fuegos artificiales infernales. La pared se convirtió en el suelo, y

Rebecca se golpeó contra él mientras la locomotora se estrellaba contra algo aún

más duro y se apagaban las luces.

 

Continuara...

 

Saludos

Publicado

Aqui les mando el capitulo 6:

 

CAPÍTULO 6

 

Billy volvió en sí entre dolor y un olor a material sintético quemado. Abrió los

ojos y parpadeó, evaluando lo que lo rodeaba con tanta rapidez como se lo

permitía su espesa cabeza, lo que significaba que lo hacía muy lentamente. Se

hallaba tendido sobre la espalda, mirando hacia un techo alto y vacío. La luz de

varios fuegos parpadeaba a su alrededor, y las sombras de escombros y rocas

bailoteaban sobre parte de la pared que tenía a su izquierda. De alguna manera,

estaba dentro.

Los frenos, el tren… ¿Rebecca?

Eso lo espabiló. Se incorporó hasta quedar sentado y se sorprendió, aliviado,

al darse cuenta de que sólo tenía una luxación en el hombro y unos cuantos

arañazos; nada grave.

—¿Rebecca? —llamó, y le cogió un ataque de tos. Estuviera donde estuviera,

el ondeante humo del descarrilamiento estaba comenzando a aumentar. Tenían

que salir de ahí.

Se puso en pie y se sujetó el brazo derecho mientras miraba a su alrededor. El

tren parecía haber chocado contra un almacén, un espacio enorme, vacío, hecho de

hormigón, con andamios en un lado y unas cuantas luces con pantalla en lo alto.

No estaba muy bien iluminado, pero cuando Billy miró hacia abajo, vio una vía

dentada bajo sus pies y se dio cuenta de que seguramente se habían estrellado

contra la terminal de mantenimiento del tren. Fuera donde fuera.

—Mmm. —Una silueta yacía junto a un montón de piedras humeantes.

—¡Rebecca! —Billy se acercó tambaleante, esperando que la joven se

encontrara bien. Su voz parecía cargada de pánico cuando lo había llamado,

cuando él no había respondido, pero estaba demasiado ocupado apretando

botones para poder hablar. Lo lamentaba; al fin y al cabo sólo era una niña, y

estaba aterrorizada.

Debería haberla reconfortado, algo…

Llegó hasta el cuerpo retorcido y golpeado, y comenzó a arrodillarse a su

lado. Se hallaba boca abajo, con la ropa hecha jirones.

—¿Billy?

Billy se volvió y vio a Rebecca caminando hacia él, con la nueve milímetros

en la mano. Tenía un hilillo de sangre que le bajaba por la frente, pero por lo

demás parecía estar en perfecto estado.

La persona que tenía ante él se dio la vuelta y gimió de nuevo. Billy no podía

asegurar si la lenta criatura era hombre o mujer, porque gran parte de su rostro y

su cuerpo estaban deshechos, tanto por la enfermedad como por el accidente. La

criatura se puso de rodillas lentamente y volvió un rostro desfigurado hacia Billy.

La boca le colgaba abierta y una baba teñida de sangre se deslizaba entre los

dientes rotos mientras se lanzaba contra él.

—¡Apártate! —ordenó Rebecca, y Billy no tuvo ningún problema en obedecer.

Retrocedió con pies y manos, y notó que la esposa suelta se le clavaba

dolorosamente en la palma de la mano izquierda. Rebecca apuntó y disparó dos

veces. Ambas balas alcanzaron el cráneo fracturado de la criatura que había sido

humana y acabaron con lo que le quedaba de vida. Cayó sobre el hormigón con

algo que casi sonó como un suspiro.

Billy se puso en pie, y ambos pasaron unos tensos segundos recorriendo con

la mirada los destrozos en busca de otros cuerpos. Si había más, estaban muy bien

escondidos.

—Gracias —dijo Billy, y miró de nuevo a la patética criatura. Al menos le

habían ahorrado más sufrimiento, y con dos tiros limpios. Billy estaba sorprendido

y bastante impresionado por la habilidad de Rebecca—. ¿Estás bien?

—Sí. Tengo un dolor de cabeza espantoso, pero eso es todo. Ya es la segunda

vez que me estrello hoy.

—¿De verdad? —preguntó Billy—. ¿Cuál fue la primera?

Rebecca sonrió, comenzó a hablar y se detuvo de golpe. Su expresión se tornó

fría, y Billy sintió una auténtica punzada de tristeza; era evidente que la joven

había recordado con quién estaba hablando. A pesar de todo, aún seguía pensando

que era un asesino en masa.

—No tiene ninguna importancia —repuso Rebecca—. Vamos. Deberíamos

salir de aquí antes de que el humo empeore.

Ambos seguían teniendo las radios, y emplearon unos momentos para buscar

la pistola de Billy, que por fin hallaron medio escondida bajo un bloque de

hormigón no muy lejos de donde él había despertado. La escopeta había pasado a

la historia. Ninguno sugirió buscarla por el tren. Los pequeños incendios se

estaban apagando, pero la espesa capa de humo negro que colgaba del techo crecía

sin parar.

Atravesaron el gran almacén. Sólo encontraron una puerta a unos veinte

metros de la destrozada locomotora, y muy poco más. Billy esperaba que los

llevara hasta el aire fresco, a su libertad y a la seguridad para Rebecca. Desde la

puerta, miró hacia atrás a los humeantes restos y una de las comisuras de la boca

se le curvó hacia arriba.

—Bueno, al menos conseguimos detener el tren —bromeó.

Rebecca asintió con un gesto y sonrió levemente.

—Lo hicimos —contestó.

Se volvieron hacia la puerta. Billy respiró hondo, cogió el picaporte y la abrió.

Era una imagen surrealista; habían visto en la pantalla el tren estrellándose

dentro del sótano del centro de formación y un instante después habían oído el

atenuado estruendo del choque. Y también habían sentido un leve temblor en las

paredes que los rodeaban. En segundos, la lente de la cámara estaba cegada por el

humo.

—Deberíamos salir de aquí, ahora —dijo Gero, que iba de un lado a otro por

detrás de Smith. No le preocupaba el fuego, ya que la vieja terminal estaba

construida casi completamente de cemento, pero era difícil no notar el

descarrilamiento de un tren, y no todos los polis y los bomberos de la vecindad

estaban en la nómina de Psycho System. El centro estaba aislado, pero sólo sería

necesaria una llamada de algún ciudadano preocupado y el trabajo de Psycho System

con armas biológicas podría quedar a la luz.

Smith ni siquiera lo estaba escuchando. Tecleó algo en los controles del

monitor y cambió las imágenes de las cámaras a otras dependencias del centro,

buscando algo. Casi no había dicho ni una palabra desde la última transmisión del

equipo de limpieza.

—¿Estás escuchándome? —preguntó Gero por enésima vez en los últimos

minutos. Se sentía tenso y la actitud displicente de Smith no lo ayudaba nada.

—Te oigo, Albert—contestó smith, sin dejar de mirar la pantalla—. Si

quieres largarte, lárgate.

—De acuerdo. ¿Tú no vienes?

—Oh, dentro de un rato —respondió con tono calmado y sereno—. Sólo

quiero comprobar unas cuantas cosas.

—¿Como qué? Yo diría que el tren ya está bastante limpio. Fue por eso por lo

que vinimos, ¿no es cierto?

Smith no contestó, sólo siguió observando las pantallas. ¡Dios, era un

hombre insufrible! Ése era el problema con los sociópatas. Su incapacidad para

identificarse con los demás hacía que fueran completamente egocéntricos.

Yo sí que tengo trabajo que hacer, pensó Gero, mirando hacia la puerta. El

trabajo, la familia… No se iba a quedar esperando a que Joe, el bombero, llamara a

la puerta buscando una explicación sobre por qué había zombis vagando por el

lugar del accidente.

—Ah, aquí lo tenemos —exclamó Smith, y presionó una tecla bajo una de

las pantallas. Era el vestíbulo principal del centro, que se había creado para dar la

bienvenida tanto a oficiales como a machacas al mundo no del todo legal de White

Psycho System. Y mientras miraba, una mano había aparecido y abierto una trampilla

cuadrada,

Ése es el viejo túnel de acceso que sale de la terminal.

Gero se inclinó hacia adelante, curioso a pesar de sí mismo.

Un hombre con un complicado tatuaje en uno de los brazos salió del oscuro

cuadrado en la esquina noroeste de la sala; lo siguió una mujer de baja estatura

vestida con el uniforme de los MAGNIFICOS, una muchacha en realidad. Ambos llevaban

pistola y miraban el vestíbulo finamente decorado con una expresión que Gero

era incapaz de interpretar a través de la pequeña pantalla.

—¿Quién diablos son esa gente? —preguntó.

—La chica es una novata de los MAGNIFICOS, del equipo B —contestó Smith—.

Nadie importante. Al hombre no lo conozco.

—¿Crees que podían estar en el tren?

—No puede ser de otro modo —repuso Smith.

Gero sintió que lo invadía de nuevo el pánico.

—¿Qué vamos a hacer?

Smith alzó la mirada hacia él con una ceja arqueada.

—¿Qué quieres decir?

—Están…, bueno, la chica está con los MAGNIFICOS, y a saber para quién trabaja él.

¿Qué pasa si se escapan?

—No seas obtuso, Albert. No se escaparán. Aunque el centro no estuviera

sellado, está lleno de portadores por todas partes. Lo único que tienen que hacer es

abrir una puerta o dos, y dejarán de ser una preocupación.

El tono indiferente de Smith era escalofriante, pero no le faltaba razón. Las

posibilidades de que alguien saliera del centro eran muy escasas o nulas.

Mientras los observaban, los dos intrusos, barriendo con las pistolas de lado a

lado, atravesaron sigilosamente la gran sala, la única en todo el edificio en la que

no había infectados. Después de inspeccionarla a fondo, la chica empezó a subir

por la gran escalinata y se detuvo en un pequeño rellano entre pisos. En él había

un retrato de grandes proporciones del doctor Marcus. La chica pareció

sorprenderse, como si lo reconociera. El hombre del tatuaje se unió a ella, y Gero

pudo comprobar que estaba leyendo en voz alta la plaquita que figuraba bajo el

retrato: DOCTOR JAMES MARCUS, PRIMER DIRECTOR GENERAL.

Gero se removió inquieto. Odiaba ese cuadro. Le recordaba cómo había

conseguido su auténtica entrada en Psycho System, y eso era algo en lo que no le

gustaba pensar.

«Atención. Les habla el doctor Marcus.»

Gero pegó un brinco, y miró alrededor con los ojos muy abiertos y el

corazón latiéndole a toda prisa. Smith ni siquiera hizo un gesto, pero subió el

volumen del antiguo aparato intercomunicador que había en la consola y la voz de

un hombre que llevaba diez años muerto resonó en los espacios vacíos y los

corredores de todo el centro.

«Por favor, guarden silencio mientras reflexionamos sobre el lema de nuestra

compañía. La obediencia genera disciplina. La disciplina genera unidad. La unidad

genera poder. El poder es vida.»

El hombre y la mujer de la pantalla también estaban mirando a todos lados,

pero Gero casi no les prestaba atención. Agarró a Smith por el hombro,

nervioso. Era una grabación que no había oído desde que él y Smith habían sido

estudiantes en ese centro.

Quién…, dónde…

Smith gesticuló con la mano indicando la pantalla, donde la imagen estaba

desapareciendo. Pareció parpadear, y luego se sorprendieron al ver a un joven en

otra localización. Gero no reconoció la sala, pero el joven que les devolvía la

mirada le parecía conocido. Llevaba el pelo largo y tenía los ojos negros, y

probablemente estaba en los veintitantos. También tenía una sonrisa seca y cruel,

tan fina y cortante como una hoja de acero.

—¿Quién eres? —preguntó Smith, sin esperar realmente una respuesta. El

audio no estaba conectado…

El joven se puso a reír, y el sonido salió por el intercomunicador como si

fuera seda negra. No era posible, él no llevaba auriculares, y no estaba cerca de

ningún sistema intercomunicador, pero de todas formas lo podían oír claramente.

—Fui yo quien esparció el virus-M por la mansión —contestó el joven, con voz

fría. Su sonrisa se hizo más irónica—. No hace falta decir que también he

contaminado el tren.

—¿Qué? —soltó Gero— ¿Por qué?

La fría voz del joven pareció hacerse más profunda.

—Venganza. Contra Psycho System.

Se volvió de espaldas a la cámara y alzó los brazos hacia las sombras. Gero y

Smith se inclinaron sobre la pantalla, intentando ver qué estaba haciendo el

joven. Pero sólo vieron movimientos en la oscuridad y oyeron algo semejante al

ruido que produce el agua.

El joven se volvió para mirarlos, con una sonrisa aún más sardónica. Y desde

las sombras surgió un hombre alto y distinguido, con traje y corbata y el blanco

cabello engominado peinado hacia atrás. Sus rasgos estaban marcados por la edad,

pero eran enérgicos, acostumbrados a dar órdenes. Era el mismo rostro que había

en el retrato del vestíbulo.

—¿Doctor Marcus? —exclamó Smith ahogadamente.

—Hace diez años, el doctor Marcus murió asesinado por Psycho System —explicó

el joven, y su voz era casi un gruñido—. Y vosotros los ayudasteis, ¿no es cierto?

Rió de nuevo, con una risa oscura y suave, una risa que no prometía ninguna

clemencia. Gero y Smith miraban atónitos y en silencio la presencia visible y

viviente de un hombre al que habían visto morir hacía una década.

El joven cantó, y ellos, los muchos, sus niños, apartaron la cámara y

manipularon los controles que permitían que su voz viajara. Ya había dicho todo lo

que quería decir, al menos de momento. Quedaba mucho por hacer, muchas

posibilidades por considerar. Las cosas se iban desarrollando, siempre en nuevas

direcciones.

Cantó una canción más lenta, y el cuerpo de Marcus se descompuso en sus

muchos niños. Se reunieron a sus pies y subieron por su cuerpo, acariciándolo,

adorándolo. Dispuestos a esperar a que decidiera cuál sería el paso siguiente.

No tenía ningún plan, aparte de la destrucción de Psycho System. Había empleado,

y seguiría haciéndolo, todos los métodos que tenía a su alcance: el virus, los

muchos, las falsas imágenes que los muchos eran capaces de crear, como la de

Marcus. Ésta había sido como regalo para los dos Albert y sin duda los había

dejado asustados y confusos.

El joven sonrió. Qué casualidad que de entre todos fueran ellos los que

presenciarían la caída de Psycho System. Con suerte, tendría la oportunidad de verlos

morir, de permanecer ante ellos como ellos habían estado, sin ninguna piedad,

observando a su mentor en sus últimos y desesperados momentos. Aunque sus

muertes no tenían ninguna importancia en el conjunto. Lo que importaba era que

Psycho System pronto dejaría de existir.

Pensó en el hombre y la mujer del tren, en cómo los podría usar una vez que

habían entrado en el complejo. Su primera idea había sido matarlos para evitar que

se entrometieran, pero eso parecía un desperdicio. Después de todo, ¿no había

pasado Psycho System a ser también su enemigo? Lucharían por su vida, lucharían por

ser libres, y si lo conseguían, inmediatamente atraerían la atención sobre el

desastre, lo que él siempre había visto como la cruz sobre la tumba de Psycho System.

Podía destruir sus laboratorios, matar a sus empleados, pero ellos siempre podían

construir otros laboratorios, contratar a otros empleados. Sin embargo, una vez que

el faro de la prensa internacional se hubiese vuelto hacia Psycho System, su ruina sería

completa. Y el mundo por fin podría saber su nombre.

El centro estaba sellado, naturalmente. Lo habían diseñado con casi tantos

trucos en las puertas y tantos pasajes escondidos como la mansión Trevor, que

había sido construida una década antes. Oswell Spencer, uno de los cofundadores

de Psycho System había vivido obsesionado con las películas y los libros de espías, y

tan paranoico como cualquier megalómano, lo que aseguraba un sellado

extremadamente seguro. Había llaves ocultas, puertas que no se abrían sin las

piezas que les faltaban, e incluso una habitación o dos diseñadas para atrapar a los

incautos intrusos. No sería fácil que nadie escapara.

Además había otros hombres falsos repartidos por todo el complejo, hombres

creados por los muchos, todos preparados para infectar a cualquiera que se

acercara; ellos habían sido los primeros que lo habían ayudado a esparcir el virus.

Pero había llegado el momento de usarlos para abrir el centro de formación, para

buscar las llaves y abrir las puertas, para asegurarse de que el hombre y la mujer

tuvieran por lo menos una oportunidad de sobrevivir. Tenían muy pocas

posibilidades, ya que los hombres falsos no eran los únicos portadores del virus

que vagaban por las salas, pero el hombre y la joven ya habían demostrado ser

mucho más resistentes que la mayoría.

El joven se puso a reír pensando en Gero y Smith, y preguntándose qué

pasaría por sus cabezas. Los alumnos más brillantes de James Marcus, que

trabajaban para minimizar los daños para Psycho System. Después de todos estos años.

Era una gran ironía.

Los niños lo arrullaban, lo cubrían, encantados de su risa y cantando su

propia dulce canción, una canción de caos e interdependencia, mientras sus

cuerpos fríos y resbaladizos, hinchados de la sangre de sus enemigos, se

mezclaban y lo envolvían.

«… genera poder. El poder es vida.»

La poderosa voz se desvaneció y el gran salón volvió a sumirse en el silencio.

Tenía que ser una grabación o algo así. No sonaba como algo vivo, pero alguien la

había puesto en marcha, y Rebecca pensó que tenía una idea sobre quién podría

ser. Devolvió su atención al retrato del doctor Marcus y notó que un escalofrío le

recorría la columna.

—Vaya, eso sí que era sobrecogedor —dijo Billy.

—No tan sobrecogedor como verlo en el tren —expuso Rebeca, señalando el

retrato con un gesto—. Formado por bichos pringosos.

—Quizá sea otro estado de la enfermedad, o algo así —aventuró Billy.

Rebecca hizo un gesto de asentimiento, aunque dudaba de que fuera así. La

gente zombi que habían visto en el tren y el hombre del vagón restaurante, que al

parecer era una especie de James Marcus, no tenían los mismos síntomas.

—O quizá las sanguijuelas infectaron a alguna gente y…, no lo sé, se ganaron

a otra gente —repuso finalmente.

—Sí —dijo Billy. Se pasó la mano por el cabello y le sonrió con una sonrisa

sorprendentemente agradable—. Bueno, deberías buscar un teléfono o algo así y

llamar para que vinieran tus amigos.

Su tono era desdeñoso. La mano de Rebecca apretó los nueve milímetros con

más fuerza.

—¿Y qué vas a hacer tú?

Billy se volvió y comenzó a bajar las escaleras con paso ligero.

—He pensado que podría dar una vuelta —contestó.

Rebecca lo siguió mientras se dirigía hacia la puerta principal, sin saber qué

hacer o qué decir. Dudaba realmente de que pudiera dispararle, sobre todo

después de que le hubiera salvado la vida, pero tampoco podía dejarlo irse sin

más.

—No creo que sea una buena idea —replicó.

Billy abrió la puerta. El aire nocturno, fresco y húmedo, entró de golpe, como

si la lluvia se hubiera tornado chirimiri.

—Aunque aprecio que te preocupes por mí, creo que me he ganado tener un

poco de iniciativa, ¿no crees? Así que…

Se detuvo a media frase sin acabar de dar el paso, contemplando el paisaje

cubierto por la lluvia que tenían ante sí. El centro, al parecer, se había construido

en la ladera de una colina. Ante ellos había un camino pavimentado, lo

suficientemente grande para ser una carretera, que se extendía unos diez metros y

luego se detenía abruptamente, cayendo hacia la nada.

Avanzaron juntos hasta el final del camino. Había faroles a ambos lados de la

puerta principal. Sólo funcionaba uno, pero era suficiente para ver que, sin una

cuerda, ninguno de los dos iría a ningún lado. El camino acababa en una línea

irregular de escombros, sobre una pendiente que caía en picado unos cinco metros,

tal vez más. Estaba demasiado oscuro para ver bien.

—¿Qué estabas diciendo? —se burló Rebecca.

—Pues bien. Buscaré otra puerta —insistió Billy, y se volvió para mirar el

edificio. Parecía una casa señorial, y sin duda estaba decorada como el refugio de

fin de semana de algún millonario forrado, pero ambos habían visto el letrero:

CENTRO DE FORMACIÓN DE PSYCHO SYSTEM incrustado en el mármol del suelo. Tenía

aspecto de abandonada, pero había electricidad, luces… Claro que todo lo que

habían visto hasta el momento era el lugar donde se había estrellado el tren, el

extravagante recibidor y el túnel medio sumergido que conectaba los dos. No

mucho para poder juzgar.

—He visto al menos dos ahí dentro, eso sin contar lo que sea que está en lo

alto de las escaleras —prosiguió Billy—. Y si todo lo demás falla, quizá pueda

arrastrarme por el tren hasta llegar afuera.

—Suponiendo que mis amigos no aparezcan antes —dijo Rebecca. Dio un

paso atrás, cogió la radio y apretó la señal de transmitir. La radio de Billy pitó en

respuesta, pero fue la única. Después de un largo momento de silencio, el único

sonido fue el de la lluvia goteando en árboles lejanos.

—Suponiendo que encuentres un teléfono.

¡Dios, qué hombre más irritante! Rebecca se dirigió de vuelta a la casa,

ligeramente sorprendida de sentirse lo suficientemente segura como para darle la

espalda a Billy. Aunque si él hubiera querido verla muerta, había tenido ya

múltiples oportunidades. A pesar de sus intenciones, tenía dificultades para pensar

en él como en alguien peligroso. Su instinto le decía lo contrario, y ésa era una de

las primeras lecciones que se enseñaba a los MAGNIFICOS: puede que malinterpretes tu

intuición, pero ésta nunca se equivoca.

Billy la alcanzó cuando entraba en la casa, y ambos se detuvieron,

observando. El cuadro de Marcus había desaparecido. En su lugar había un portal,

una abertura oscura en la pared. Desde su posición al final de las escaleras no

podían ver qué había al otro lado.

Rebecca estaba a punto de decirle a Billy que se quedara atrás cuando él

avanzó con la pistola preparada. Mientras el hombre cubría el área, con una actitud

y una mirada completamente alerta, Rebecca tuvo de nuevo una fuerte sensación

de que él no era lo que al principio había parecido ser.

Y no es que yo necesite protección.

Se puso a su altura, examinando la habitación como le habían enseñado, y

juntos subieron las escaleras y se detuvieron en el rellano. La nueva puerta daba a

unas escaleras que iban hacia abajo por un corredor neutro y tenuemente

iluminado.

—¿Preguntas?, ¿comentarios? —-dijo Billy, mirando hacia abajo.

—Alguien quiere que bajemos —repuso la joven.

—Eso mismo estaba pensando yo. Y también pienso que podría no ser muy

buena idea.

Rebecca asintió con la cabeza. Se alejó de la abertura y buscó otras opciones a

su alrededor. Había dos puertas en la parte baja, una en la pared de la izquierda y

otra en la de la derecha. En el segundo piso vio cuatro puertas más desde donde se

hallaba. Mientras miraba, el sonido de un fuerte golpe le llegó desde algún lugar a

su espalda, de algún lugar en el interior del corredor neutro y oscuro que se abría

en el rellano de las escaleras. Sonaba como algo muy suave y muy pesado cayendo

al suelo. Sin mediar palabra, ambos se alejaron de la abertura.

—¿Te parece que sigamos con nuestra tregua durante un rato más? —

preguntó Billy, y aunque su voz era despreocupada, no sonreía.

Rebecca asintió con un gesto de cabeza.

—De acuerdo —respondió, preguntándose en qué se habrían metido y qué

tendrían que hacer para salir de allí.

 

Continuara…

 

Saludos

Publicado

hola amigos, aqui les mando el capitulo 7 de la historia

 

CAPÍTULO 7:

 

Regresaron al vestíbulo. Billy se alegraba de que la joven estuviera de acuerdo en seguir cooperando. Ese lugar, fuera lo que fuera, era sin duda un mal rollo. La chica podía ser inexperta, pero al menos no le faltaba ningún tornillo. —Deberíamos separarnos —dijo Rebecca. Billy lanzó una carcajada totalmente falta de humor. —¿Te has vuelto loca? ¿Es que nunca has visto una película de terror? Además, mira lo que pasó la última vez. —Si no recuerdo mal, encontramos la llave de aquel maletín. Y lo que necesitamos ahora es una forma de salir de aquí. —Si, claro, pero vivos —replicó Billy—. Se ve en todo que este lugar es territorio hostil. Si sugerí que hiciéramos una tregua fue porque no quiero morir, ¿lo pillas?

—Hasta ahora te las has arreglado para cuidarte bastante bien —insistió Rebecca—. No digo que nos tengamos que meter en líos. Sólo abrir unas cuantas puertas, eso es todo. Y ahora tenemos las radios. Billy suspiró.

—¿Los MAGNIFICOS no te hablaron del trabajo en equipo?

—La verdad es que ésta es mi primera misión —reconoció Rebecca—. Mira, echamos una ojeada y nos llamamos si encontramos algo. Yo voy arriba y tú miras por aquí abajo. Si las radios se estropean, nos encontramos aquí dentro de veinte minutos.

—No me gusta nada.

—No tiene que gustarte, pero debes hacerlo.

—Señor, sí, señor —se burló Billy. No podía negar que a la joven no le faltaba madera de líder, aunque tal vez no resultara tan difícil dar órdenes a un condenado cuando trabajabas del lado de la ley—. ¿Y tú, qué edad tienes? Me gustaría saber que recibo órdenes de alguien ligeramente más maduro que la media de chicas exploradoras. Rebecca le lanzó una mirada asesina, luego se volvió y se dirigió hacia las escaleras. Unos segundos después, Billy oyó que se cerraba una puerta. Echó una mirada al vestíbulo.

Bueno. Pito, pito…

—Colorito —dijo Billy, y se dirigió hacia la pared izquierda. No quería hacerlo solo, prefería tener refuerzos, pero probablemente fuera mejor así. Si encontraba una salida podría largarse, después de todo. La llamaría para decirle adiós de camino. Dejarla atrás no le haría sentirse muy bien, pero la joven podría esconderse y esperar a que la rescataran; no le pasaría nada. Él no podía olvidar su salud, y si algún otro MAGNIFICOS aparecía por allí, o la policía de Winsburg o los de la policía militar, se encontraría regresando a Ragithon antes de darse cuenta. Apartó esa idea de su cabeza y se acercó a una puerta. Se había sentido bastante hecho polvo desde que lo habían condenado, furioso y angustiado a partes iguales. Desde el accidente del jeep había sido capaz de olvidar su cita con la muerte, algo necesario si quería pensar con claridad. Tenía que seguir así. —Veamos qué hay detrás de la puerta número uno —murmuró mientras abría la puerta. Se tensó, alzó la pistola y apuntó. Era un comedor y había sido bastante elegante. Pero en ese momento tres hombres infectados vagaban alrededor de la destrozada mesa que se hallaba en el centro de la sala, y los tres se estaban volviendo hacia él. Tenían el aspecto de zombis, con la piel gris y rasgada, y los ojos en blanco. Uno de ellos tenía un tenedor clavado en un hombro. Rápidamente, Billy retrocedió y cerró la puerta, esperando a ver si alguna de las criaturas sabía arreglárselas con el pomo de la puerta. La soledad del vestíbulo le pesaba en la espalda como una fría mirada. Unos segundos después oyó que rascaban la madera y luego un gruñido grave y frustrado, un sonido tan carente de inteligencia como parecían estar los zombis. Bueno. La casa, el centro de formación o lo que fuera, estaba infectada al igual que el tren. Eso respondía a esa pregunta en concreto. Agarró la radio y apretó el botón de transmisión. —Rebeca, responde. Tenemos zombis por aquí. Cambio.

Recordó la cosa escorpión gigante y sintió un escalofrío. Ojalá sólo fueran zombis lo que había ahí. Hubo una pausa y luego sonó una voz juvenil.

—Recibido. ¿Necesitas ayuda? Cambio.

—No —contestó Billy, molesto—. Pero ¿no crees que deberíamos reconsiderar tu plan? Cambio.

—Eso no cambia nada —repuso ella—. Aún tenemos que encontrar una salida. Sigue buscando y dime lo que encuentres. Cambio y corto. Magnífico. La chica maravillosa seguía con el plan. Así que hacia la puerta número dos, a no ser que quisiera probar suerte con tres de esas cosas. Se volvió y atravesó la estancia, pensando que eso sólo sería desperdiciar municiones, y era cierto. También era cierto que no quería disparar contra gente enferma, por muy enloquecidos… Y los zombis estaban realmente idos de la cabeza, así que si podía evitarlos, mejor. Abrió la segunda puerta y la aguantó, con todos los sentidos en alerta. Daba a un lujoso corredor que se dirigía hacia su derecha y torcía a pocos metros. No se oía nada, ni ruido ni movimiento, y olía a polvo, nada más terrible. Esperó un momento, luego entró en el corredor y dejó que la puerta se cerrara a su espalda.

Avanzó sigilosamente ayudado por la espesa moqueta que apagaba el sonido de sus pasos. Dobló la esquina con el arma por delante y dejó de contener la respiración cuando vio que el corredor seguía estando desierto. Hasta ahí, todo bien. El corredor seguía y volvía a torcer un poco más adelante, pero había una puerta a la izquierda por la que Billy podía probar suerte. La abrió lentamente, y sonrió al encontrarse en un baño vacío, con una fila de

lavabos que se veían desde la puerta. —Eso me recuerda… —dijo mientras entraba. Revisó la sala rápidamente. Había lavabos a ambos lados de la habitación con forma de U, cuatro cubículos con váteres cubrían la tercera pared, discretamente ocultos desde la puerta. Por muy elegante que fuera la casa, parecía estar abandonada, quizá desde hacía poco. La puerta de uno de los cubículos colgaba de las bisagras medio arrancadas, el asiento del váter parecía roto y había unos cuantos trastos tirados por el suelo: botellas vacías, tiestos con plantas y extraños restos en un baño. Encontró una botella de plástico de gasolina en uno de los cubículos. Por otro lado, en un barreño había agua relativamente limpia… Lo que, teniendo en cuenta la urgencia de su visita, ya le estaba bien. Un minuto después, se estaba subiendo la cremallera cuando oyó que alguien entraba en el baño. Un paso, luego una larga pausa. Otro paso. ¿Había cerrado la puerta? No lo recordaba, y se maldijo en silencio por el despiste. Alzó la pistola, giró sobre los talones en silencio y abrió ligeramente la puerta del cubículo. Desde ahí no podía ver la puerta, pero sí parte de la sala

reflejada en un largo espejo que había frente a los lavabos. Mantuvo el arma en alto y esperó. Un tercer paso, y de nuevo silencio. Quien fuera tenía los pies mojados, porque oía el sonido de succión que producía al levantar los zapatos del suelo. Y con el cuarto paso vio un perfil en el espejo y salió del cubículo, sintiendo una extraña mezcla de horror y alivio mientras se preparaba para disparar. Era un zombi, un hombre, con el rostro brillante y sin expresión. Miraba al vacío mientras se balanceaba ligeramente, intentando mantener el equilibrio. Los zombis resultaban asquerosos, pero al menos eran relativamente lentos. Y aunque no le gustara mucho ese trabajo, matarlos sin duda era un acto de piedad. El zombi dio otro paso y se puso en la línea de fuego de Billy. Éste apuntó cuidadosamente sobre la oreja derecha del ser. No quería malgastar un tiro. Y el zombi se volvió de golpe, rápidamente, a mayor velocidad de la que tenía derecho a moverse. Se agachó ligeramente, miró a Billy a través de un ojo inyectado en sangre mientras el otro miraba hacia la pared, y fue a por él. Aún estaba a dos metros de distancia… pero el brazo se le estaba alargando;

se le adelgazaba mientras lo lanzaba contra Billy como una goma elástica, y el tejido de su camisa húmeda e incolora se estiraba con él. Billy lo esquivó. La mano del ser le pasó sobre la cabeza y se estrelló contra la puerta del cubículo con un golpe húmedo. Luego se retiró, recuperando su forma junto al cuerpo inhumano que parecía un zombi. En el tren, como Marcus… Estaba lo suficientemente cerca para ver el movimiento de la ropa de la criatura y el extraño efecto ondeante del brazo al volver a su lugar. Sanguijuelas, la maldita cosa estaba hecha de sanguijuelas. Y cuando eso avanzó un paso, Billy retrocedió hasta meterse en el cubículo mientras disparaba contra el rostro húmedo y carnoso. La cosa dudó un instante, y un líquido negro rezumó de la herida que le apareció justo bajo el ojo derecho. Y de golpe la herida desapareció, una piel falsa se extendió sobre ella y las sanguijuelas se recolocaron. Podían regenerarse. La cosa dio otro paso y Billy cerró la puerta del cubículo de una patada y la aguantó con el pie. Su mente recorría las posibilidades y las descartaba a la misma velocidad.

Llama a Rebecca, no hay tiempo; sigue disparando, no tengo suficientes balas; sal corriendo, me cierra el paso…

Billy bufó de frustración, y su enloquecida mirada cayó sobre la botella de gasolina de plástico rojo. Se inclinó hacia adelante, aguantando la puerta con el hombro y se metió la mano en el bolsillo del pecho. Allí, bajo una de las balas de la escopeta…

Sacó el mechero que había encontrado en el tren, dando gracias por haberlo cogido, y alzó la botella de gasolina. La esposa suelta golpeó contra el plástico. No estaba llena ni hasta la mitad. Dios, espero que sea realmente gasolina.

Algo golpeó la puerta como si fuera un ariete. Billy salió rebotado, pero se lanzó de nuevo contra ella, con el hombro dolorido, mientras desenroscaba el tapón de la botella con una mano temblorosa. La criatura fue horrible y extrañamente silenciosa al volver a cargar contra la puerta, golpeando con fuerza suficiente para mellar el metal. El mareante olor a gasolina llenó el pequeño cubículo. Billy arrancó el rollo de papel higiénico de la pared… y la puerta se abrió de golpe, arrancada de cuajo por otro potente golpe inhumano. La criatura estaba allí, balanceándose, con su extraño ojo buscando a Billy, clavándose en él. Billy alzó la botella mientras recuperaba el equilibrio y se salpicó de gasolina. Sacudió la botella hacia adelante y lanzó su contenido sobre el pecho de la criatura. La reacción fue inmediata y repugnante. El cuerpo comenzó a retorcerse, a temblar, y un chillido agudo inundó la sala. No era una voz, sino miles de diminutas criaturas aullando al mismo tiempo. Un fluido oscuro y espeso empezó a manar de cada supuesto poro del cuerpo y el rostro. Billy le lanzó una potente patada y la cosa se tambaleó hacia atrás, aún cohesionada, aún chillando, y con el sonido clavándose en cada rincón de la sala. Billy no sabía si la gasolina sola sería suficiente, y no se iba a quedar a verlo. Abrió el mechero, le dio a la rueda y sujetó el rollo de papel higiénico sobre las llamas. Un segundo después, el papel ardía.

Billy saltó fuera del cubículo y esquivó al monstruo chirriante. En cuanto lo hubo sobrepasado, se volvió y le lanzó el papel en llamas. Éste golpeó al hombre sanguijuela justo por debajo de la clavícula, y el enloquecedor chillido se intensificó durante un horrible y ensordecedor segundo mientras las llamas lo envolvían, antes de que se deshiciese en mil trozos ardientes. Una especie de charco negro y llameante se formó sobre las losetas del suelo, y los grititos individuales fueron muriendo en cuestión de segundos. Unas cuantas sanguijuelas se retorcieron saliendo de las llamas, pero estaban es organizadas y se deslizaron subiendo por las paredes sin ningún orden y reptando junto a los pies de Billy. Éste retrocedió, alejándose de ellas y del burbujeante fuego, mientras volvía a guardarse el mechero en el bolsillo y se acercaba a la puerta. De vuelta en el corredor, respiró hondo, soltó el aire lentamente y agarró la radio. Ya no le importaban los planes de Rebecca. Iban a reunirse lo antes posible y salir a toda prisa de este lugar aunque tuvieran que agujerear las paredes con sus propias manos.

4 de diciembre

Cuando comenzamos, tenía mis dudas, pero esta noche lo estamos celebrando.

Finalmente lo hemos logrado, después de todo este tiempo. Vamos a llamar Progenitor al

nuevo virus que hemos creado. Es una idea de Ashford, pero me gusta. Comenzaremos a

probarlo inmediatamente.

23 de marzo

Spencer dice que va a crear una empresa especializada en investigación farmacéutica,

quizá en la rama de producción de medicamentos. Como siempre, él es el empresario del

grupo. Su interés en el Progenitor es sobre todo económico. Quiere vernos alcanzar el éxito,

lo que significa que nos sigue financiando, y mientras siga firmando cheques, puede hacer lo

que le dé la gana.

19 de agosto

El Progenitor es una maravilla, pero sus aplicaciones aún no están probadas. Justo

cuando pensábamos que teníamos documentada la velocidad de amplificación, cuando

tenemos media docena de pruebas que dan el mismo resultado, todo se viene abajo. Ashford

sigue apostando por trabajar sobre los números de la citosina, y vuelve a ello una y otra vez,

pero está soñando. Debemos seguir mirando por otros lados.

Spencer sigue pidiéndome ser el director de este nuevo centro de formación. Quizá sea

por el negocio, pero se está poniendo intolerablemente insistente. En cualquier caso, me lo

estoy pensando. Necesito un lugar donde poder explorar adecuadamente las nuevas

posibilidades del virus, un lugar donde nadie interfiera conmigo.

30 de noviembre

Maldito sea. «Vamos a divertirnos, James —me ha dicho—, por los viejos camaradas

y los buenos tiempos.» Es una estupidez. Lo que quiere es que el Progenitor esté listo ya.

Sus «amigos» en su club de White Psycho System, con sus ridículos juegos de espías para los ricos y hastiados, quieren algo excitante con lo que jugar, algo que subastar, y no quieren

esperar a que esté listo. Idiotas. Spencer piensa que en el fondo todo será un asunto de

dinero, pero está equivocado. No es de eso de lo que va todo esto. Tengo que reforzar mi

posición, vigilar a mi reina, por así decirlo, o me pisotearán.

19 de septiembre

¡Por fin, por fin! He creado un plásmido con ADN de sanguijuelas y luego lo he recombinado con el Progenitor, ¡y es estable! Ha sido el avance que estaba esperando.

Spencer estará contento, maldito sea, aunque sólo le diré que ha habido algunos progresos, no hasta qué punto, ni cómo. Le he puesto el nombre que doy a Spencer privadamente. Lo

llamaré M, de Maligno.

23 de octubre

No puedo pensar en ellos como seres humanos. Son sujetos para pruebas, eso es todo, eso es todo. Sabía que mis investigaciones llegarían algún día a este punto. Lo sabía y… nopensé que sería así.

No debo perder de vista mis objetivos. El virus-M es magnífico. Esos sujetos deberían sentirse honrados de experimentar tal perfección. Sus vidas preparan el terreno hacia un

mayor conocimiento.

Sujetos experimentales. Eso es todo. Son peones. A veces hay que sacrificar los peones para conseguir un bien superior.

13 de enero

Mis mascotas han ido progresando. Con su propio ADN en el virus recombinante pensé que podría predecir cómo los alteraría la infección, pero me equivoqué. Han comenzado a formar colonias, como las hormigas o las abejas. Ningún individuo es mejor que otro, sino que trabajan juntos, con una mentalidad de colmena, uniéndose para alcanzar objetivos más elevados. Mi objetivo. Al principio no lo supe ver, estaba ciego, pero es mucho más gratificante que el trabajo con los humanos. Debo continuar estos experimentos, sin embargo… no puedo revelar que he descubierto el verdadero sentido, el valor de M y lo que representa. Spencer querría intentar apoderarse de él, lo sé. Mi rey está al descubierto.

11 de febrero

Han estado vigilándome. Entro en el laboratorio y veo que han movido cosas. Intentan ocultarlo, hacen ver que todo está igual, pero yo lo noto. Es Spencer, maldita sea su alma, sabe lo de mis sanguijuelas, lo de mi hermosa colonia, y esto, esta persecución, noacabará hasta que uno de nosotros muera. No puedo confiar en nadie… Quizá en Smith y Gero, mis torres, ellos creen en mi trabajo, pero tendré que eliminar a algunos de los otros. El juego se acerca a su final. Ellos intentarán ir a por mi reina, pero seré yo quien gane la partida. Jaque mate, Oswell.

Ésa era la última anotación. Rebecca cerró el diario y lo dejó junto al juego de ajedrez que estaba colocado en el centro del escritorio. Cuando encontró el alijo oculto, pensó que los rudimentarios mapas serían el premio. Había dos; uno mostraba lo que parecían ser los tres pisos de los sótanos del edificio, incluidas unas cuantas zonas sin señalizar que quizá condujeran al exterior. El otro parecía ser de la parte superior, con una habitación marcada como OBSERVATORIO junto a una área abierta y amplia marcada como BALSA CRIADERO. Pero el pequeño diario encuadernado en cuero, polvoriento y arrugado por los años —Rebecca no sabía cuántos años exactamente, pero una de las anotaciones sobre el trabajo con sanguijuelas tenía «1978» escrito en la esquina superior—, había sido un auténtico

descubrimiento. Seguramente estaba escrito por James Marcus, al parecer el creador del virus-M, el mismo virus que convertía a la gente en zombi y había infectado el tren y posiblemente la mitad del bosque de Winsburg, si se tomaban los últimos asesinatos como una pista. Rebecca contempló la extraña decoración de la sala, el tablero gigante de ajedrez que cubría el suelo, la mente que había detrás. Evidentemente, hacia el final se había vuelto loco con sus divagaciones sobre el ajedrez y sobre el «verdadero sentido» del virus. Tal vez hacer experimentos con personas había sido demasiado para él. Su radio emitió la señal de llamada. En cuanto apretó el botón de recepción, la voz jadeante de Billy le resonó en el oído.

—¿Dónde estás? Tenemos que reagruparnos, ahora mismo. ¿Hola? Ah, cambio.

—¿Qué ha pasado? Cambio. —Lo que ha pasado es que me he topado con otra de esas personas sanguijuelas

y ésta ha estado a punto de acabar conmigo. Los zombis sé cómo manejarlos, pero esas cosas se comen las balas, Rebecca. No tenemos suficiente munición para mantenerlas a raya. Cambio.

«Han comenzado a formar colonias, como las hormigas o las abejas.»

¿Quién las estaría controlando? ¿Marcus? ¿O habrían desarrollado su propiolíder? ¿Una reina?

—De acuerdo —respondió Rebecca. Cogió los planos del sótano y del observatorio que había encontrado y se los metió bajo el chaleco mientras se ponía en pie. Después de dudar un segundo, agarró también el diario y se lo metió en el bolsillo de la cadera—. Reúnete conmigo en el rellano, donde estaba el cuadro de Marcus. Tal vez haya encontrado la salida, cambio.

—Voy para allá. Vigila. Cambio y corto.

Rebecca se apresuró a salir del cuarto y a recorrer el distribuidor, moviéndose con rapidez. No había llegado muy lejos en su exploración, sólo a una sala de reuniones vacía y luego a la oficina con los ajedreces. Por suerte, no se había topado con nada hostil. Billy tenía razón con respecto a los hombres-sanguijuela, no había forma de que pudieran contener a más de esos seres. De hecho, era muy posible que la única razón por la que todas las sanguijuelas que había en el tren no los hubieran atacado fuera porque las habían llamado. Tenía la vaga esperanza de quedarse tranquilamente en la casa hasta que llegara ayuda, pero después de leer el diario de Marcus y de oír que el centro de formación estaba infectado, tenían que salir de ahí. Después de todo por lo que había pasado esa noche —el aterrizaje forzoso con el helicóptero, el tren, Billy, el descarrilamiento, y esto— aún seguía esperando que apareciera la caballería, que otra persona se hiciera cargo, que la enviaran a casa para poder cenar caliente y acostarse, y despertarse al día siguiente y comenzar de nuevo su vida normal. Pero al parecer era todo lo contrario, y cada vez estaba más metida en el misterio de Marcus y sus creaciones, de Psycho System y sus malvados experimentos. El joven se había retirado a un lugar donde la colmena se podía reunir con comodidad, un espacio grande, cálido y húmedo, y alejado de la luz del día. Los muchos lo rodeaban, cantando sus inarmónicas canciones de agua y oscuridad, pero no conseguían tranquilizarlo. Había observado con una fría furia cómo la chica —el asesino la había llamado Rebecca— robaba el diario de Marcus y se lo metía en el bolsillo antes de salir del despacho. No era para eso que él había dejado abierto el escritorio, en absoluto. El mapa del observatorio, se suponía que sólo debía coger el mapa. Los dos se acababan de reunir delante del cuadro, ambos hablando al mismo tiempo, sin duda explicándose lo que habían encontrado, sus proezas criminales. Podía ver a la ladrona y al asesino en la pantalla de vídeo a un lado de su nuevo

entorno, en lo más bajo de la planta de tratamiento, pero los podía ver mejor a través de las docenas de pares de ojos rudimentarios que los observaban, sus niños que los contemplaban desde las sombras. Las mentes de los muchos eran poderosas, capaces de enviarse imágenes unos a otros y también a él; así era como podían trabajar juntos de una forma tan efectiva. Rebecca y Billy no tenían ni idea de lo vulnerables que eran, o de la facilidad con que él podía arrebatarles la vida. Seguían vivos sólo por su voluntad. Una ladrona y su amigo asesino. Billy había matado a un colectivo. Lo había quemado. Los pocos supervivientes aún se estaban arrastrando hacia su amo, con sus pobres cuerpos chamuscados, demostrándole la muerte del todo por su falta de cohesión. ¿Cómo había osado, ese hombre sin importancia, ese insecto miserable?

Rebecca sacó los mapas y ambos los estudiaron, demasiado estúpidos, sin duda, para saber qué se esperaba de ellos. El observatorio era la clave de su huida, pero sin duda lo intentarían primero por el sótano. Ya le iba bien. Ya no estaba tan seguro de querer que escaparan. Comenzaron a bajar las escaleras, y desaparecieron de la pantalla y de los ojos de los muchos, pero sólo durante un instante. Mientras, la pareja volvía a aparecer en la pantalla a través de otra cámara; se detuvieron y contemplaron la masa de cuerpos arácnidos, muertos y encogidos en el suelo. Había cuatro arañas gigantes, y todas habían muerto hacía sólo unos instantes. Habían sido eliminadas para que Rebecca y su amigo pudieran evitar su veneno. Las arañas eran otro experimento, uno condenado a fracasar por ser demasiado lentas y demasiado difíciles de manejar, pero eran lo suficientemente letales como para que el joven se hubiese preocupado. Lo empezaba a lamentar. Ver morir a la ladrona y al asesino sería un placer, a pesar de lo que eso representaba en sus planes contra Psycho System, La pareja siguió avanzando sin saber que los observaban las criaturas que habían matado a las arañas y que en estos momentos se escondían en sus cuerpos hinchados y segmentados. ¿Qué hacer? Si los mataba aplacaría una necesidad propia, la necesidad de

vengar las vidas de sus niños, la necesidad de afirmar su control. Pero denunciar a Psycho System era la prioridad. Llevar la compañía a la ruina al abrir su apestoso corazón era lo que Billy y Rebecca harían con toda seguridad, si sobrevivían. Los dos siguieron el corredor hasta el final, luego atravesaron la puerta de un despacho abandonado hacía tiempo. Después de consultar el mapa brevemente, continuaron hasta una habitación sin ninguna otra salida donde anteriormente se habían guardado especímenes vivos. Hacía tiempo que allí ya no había jaulas y la habitación estaba vacía. El joven no estaba seguro de por qué habían elegido un camino sin salida hasta que los vio dirigirse a la esquina noroeste y mirar hacia un rectángulo negro próximo al techo. La salida de la ventilación. No tendría puesto el nombre en el mapa. Quizá pensaran que era una vía de salida, pero la verdad era que llevaba a… El joven movió la cabeza. Las habitaciones privadas del doctor Marcus, la sala donde hubo un tiempo en que invitaba a ciertos sujetos de prueba jóvenes y

atractivos. ¿Por qué no se marchaban de una vez? No encontrarían nada en las habitaciones privadas, nada. A no ser que…

El sistema de ventilación estaba conectado a otra área de especímenes, y ésa no estaba vacía. Y hacía días que las criaturas no comían. Estarían muy, muy hambrientas. Lo único que necesitaba hacer era dejar que los muchos abrieran una reja o dos… En vez de considerarlos como una parte integral de su plan, quizá debería considerar a Billy y a Rebecca como sujetos de estudio. Podían morir, lo que, sin duda, sólo retrasaría la denuncia de Psycho System durante un corto tiempo. Estaba impaciente, pero tenía que considerar el entretenimiento que podía obtener. O podrían sobrevivir. Y en ese caso, aún tendrían algo más que explicar. El joven esbozó su afilada sonrisa mientras Billy impulsaba a Rebecca y la alzaba hasta el agujero de la ventilación. Ésta entró a cuatro patas y desapareció de la vista. ¿No se sorprenderían si unos cuantos restos de la serie de primates se sumaran al juego? A su alrededor, sus niños susurraban. Las paredes y el techo goteaban sus viscosos fluidos. Rodeado de los muchos, con el destino de Psycho System en sus manos, y además con dos soldaditos para jugar, para divertirse viendo cómo medían su habilidad contra los restos de las armas bioorgánicas de Psycho System, se sintió feliz. ¿Vivirían o morirían? De cualquier forma, él estaría satisfecho. —Abrid las jaulas, queridos —murmuró, y comenzó a cantar.

 

Continuara...

 

Saludos

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Hola chicos aqui les mando el capitulo 8

 

CAPÍTULO 8

 

Rebecca entró en el conducto de ventilación sin hacer caso de las capas de

polvo y las telarañas que se le pegaban en el pelo y la ropa, ni tampoco de la

claustrofóbica sensación de tener tan próximas las delgadas paredes de metal. El

mapa sólo indicaba el conducto que unía dos salas en el primer piso del

subterráneo, pero había espacios en el segundo nivel del sótano que parecían

formar también parte del sistema. Era posible que alguno de los conductos se

abriera al exterior. A Billy no le había entusiasmado la idea —«posible» no era

exactamente lo mismo que «probable», había dicho—, pero ambos coincidieron en

que valía la pena probarlo.

Al menos no es muy largo, pensó Rebecca, mientras se arrastraba hacia el

rectángulo de luz que se veía no mucho más adelante. Una fina rejilla de metal

cubría la salida, pero saltó al darle unos cuantos golpes y rebotó contra el suelo.

Echó una ojeada a la gran sala de piedra. Bajo el parpadeo de un fluorescente

en las últimas, la habitación parecía vacía, fría y húmeda. Rebecca se inclinó hacia

fuera, agarró el borde de la abertura y saltó dando una voltereta hasta un sofá. Se

incorporó, se sacudió la ropa y observó la sala.

¡Vaya!

Parecía una mazmorra medieval, grande y oscura como una cueva de piedra.

De las paredes de roca colgaban cadenas y las cadenas acababan en grilletes. Había

una serie de artefactos que no supo reconocer, pero que sólo podían estar pensados

para infligir dolor. Tablas con clavos oxidados, manojos de cuerdas anudadas, y

cerca de una fuente cubierta de moho y porquería que había en la pared se hallaba

una especie de caja vertical que parecía una dama de hierro. No tenía ninguna

duda de que las manchas oscuras y desvaídas que cubrían las grietas de los

rugosos muros eran de sangre.

—¿Va todo bien? Cambio.

Rebecca cogió la radio.

—No creo que «bien» sea la palabra adecuada —contestó—, pero no me pasa

nada. Cambio.

—¿Hay otro conducto de ventilación? Cambio.

Rebecca observó las paredes en busca de otra rejilla de ventilación, y vio una

a más de tres metros de alto.

—Sí, pero está en el techo —respondió con un suspiro. Incluso si tuvieran una

escalera para llegar hasta allí, luego no podrían ascender verticalmente por el

conducto. Vio la única puerta de la sala en la esquina suroeste—. ¿Hacia dónde

lleva? Cambio.

Una pausa.

—Parece que da a una sala pequeña que vuelve al corredor por el que hemos

pasado —la informó Billy—. ¿Nos encontramos en el corredor? Cambio.

Rebecca se dirigió hacia la puerta.

—Es lo más lógico. Quizá podamos…

Antes de acabar la frase, un terrible ruido inundó la sala, un sonido como

nunca había oído, pero que al mismo tiempo le resultó extrañamente familiar. Era

un chillido agudo, semejante al de un mono…

Eso es. El área de los primates en el zoo.

… que reverberaba en el cavernoso lugar y que provenía de todas y ninguna

parte a la vez. Rebecca alzó la mirada justo a tiempo de ver una criatura pálida y

de largos miembros que la observaba desde el conducto de ventilación del techo.

La criatura mostró los dientes, grandes y afilados, mientras parecía querer agarrar

el aire ante su pecho musculoso con ágiles dedos y seguía chillando de una forma

espantosa.

Antes de que Rebecca pudiera dar un paso, la criatura saltó desde el conducto

del ventilador hasta la pared, rebotó en ella y aterrizó en posición agachada sobre

una pila de maderas que había en el centro de la habitación. La miró con una

mueca que dejaba al descubierto sus dientes amarillentos. Era como un babuino

con pelo corto y blanco excepto por los grandes desgarrones en el pelaje, por

donde se veían brillantes trozos de denso músculo rojo. No parecía que lo hubieran

atacado, sino que era como si los músculos hubieran desgarrado la piel al haber

crecido demasiado para que ésta los pudiera cubrir. Las manos eran demasiado

grandes y las uñas demasiado largas, y la criatura las arrastraba dejando marcas

sobre el suelo de piedra mientras se acercaba a Rebecca desde la pila de maderas

con una sonrisa maliciosa en su rostro contorsionado.

Despacio…

Rebecca cogió lentamente el arma que le colgaba de la cadera, tan asustada

como lo había estado durante toda la noche. Los babuinos normales eran capaces

de hacer trizas a una persona, y éste en concreto tenía la pinta de estar infectado.

El babuino se acercó más, y Rebecca oyó al menos dos voces más

comenzando a chillar desde arriba. El ruido fue aumentando al irse aproximando

más animales enfermos. Al primero ya lo tenía lo suficientemente cerca como para

poder olerlo, el cálido y almizclado olor de la orina, las heces, la brutalidad y, por

encima de todo, de la infección.

—¡Rebecca! ¿Qué está pasando?

Aún tenía la radio en la mano izquierda. Apretó el botón, temiendo hablar

pero aún temiendo más que los gritos de Billy incitaran a la criatura a atacarla.

—Sshhh —dijo con voz suave, tanto para calmar al animal como para callar a

Billy. Retrocedió un paso, se colgó la radio del cuello de la camisa y alzó la nueve

milímetros. El babuino se agachó aún más, tensando las patas.

Y saltó justo en el momento en que ella disparaba, justo en el momento en

que dos seres ágiles saltaban chillando a la sala desde el conducto de ventilación.

Uno de ellos le lanzó un zarpazo al pasar, y sus afiladas uñas le rasgaron el pelo.

Al esquivar el ataque se alejó de su atacante, pero también perdió el equilibrio y el

tiro dio en la pared. Todos cayeron sobre la pila de maderas…, y entonces el suelo

se hundió.

No había habido novedades. El extraño joven, fuera quien fuese —y Smith

tenía sus sospechas, que se reservaba para sí— no había vuelto a aparecer, como

tampoco la imagen de James Marcus. Las cámaras no parecían funcionar

correctamente, por lo que la vigilancia pasaba a convertirse en un punto discutible.

Muchas simplemente se habían apagado y lo habían dejado sin nada que ver, sin

nada que evaluar.

Después de varios largos y tediosos momentos de escuchar a Gero hablando

de su nuevo virus, Smith se apartó de la consola de vigilancia y se puso en pie,

desperezándose. Resultaba curioso, unos años atrás quizá le hubiera interesado el

trabajo de su viejo amigo. Pero estando a punto de abandonar su larga relación con

Psycho System, se sentía incluso incapaz de fingir interés.

—Bueno, ha sido un día largo —dijo Smith, interrumpiendo el obsesivo

monólogo de William cuando éste se detuvo a respirar—. Me marcho.

Gero se lo quedó mirando, su rostro pálido y angustiado resultaba

fantasmal bajo la luz blanquecina de las pantallas.

—¿Qué? ¿Adónde vas?

—A casa. Aquí no podemos hacer nada más.

—Pero… dijiste… ¿Y qué pasa con la limpieza?

Smith se encogió de hombros.

—Psycho System enviará otro equipo, seguro.

—Pensaba que ocultar la infección era lo más importante. ¿No dijiste que era

vital?

—¿Lo dije?

—¡Sí! —Gero estaba realmente enfadado—. No quiero que venga nadie más

de Psycho System. Podrían empezar a hacerme preguntas sobre mi trabajo. Necesito

más tiempo.

Smith volvió a encogerse de hombros.

—Bueno, pues activa tú mismo el sistema de autodestrucción y dile a nuestro

contacto que todo está arreglado.

Gero asintió con un gesto de cabeza, aunque Smith podía ver la inquietud

que brillaba en su mirada. Gero tenía miedo de su nuevo contacto con los peces

gordos de la central y evitaba tener cualquier relación con él. Smith no podía

culparlo. Había algo en ese Tren, esa extraña serenidad en su actitud…

—¿Y qué pasa con… él? —Gero hizo un gesto con la cabeza hacia las

pantallas.

Smith también sintió una punzada de inquietud, pero su expresión se

mantuvo imperturbable.

—Un fanático resentido. Se le dan muy bien los trucos de vídeo, pero

supongo que arderá como cualquier otro. —El propio Smith no acababa de

creerse eso, pero no estaba interesado en resolver este misterio. No era el detective

de alguna novela barata de conspiraciones, guiado por la necesidad de llegar al

fondo del asunto. Por experiencia personal sabía que las anomalías solían tender a

resolverse por sí mismas, de una forma u otra.

—Si saliera de aquí algo sobre lo que realmente le pasó al doctor Marcus…

—No saldrá —afirmó Smith.

Gero se negaba a ceder.

—Pero ¿y la mansión Spencer y los centros que hay allí?

—Déjame eso a mí —repuso Smith—. Psycho System quiere datos de combate, y

se los voy a dar. Llevaré a los MAGIFICOS allí dentro, a ver cómo gente con auténtico

entrenamiento se enfrenta a las armas bioorgánicas. —Sonrió mientras pensaba en

el talento del equipo Alfa. El forzudo Harry, la puntería infalible de Steve, Lara Croft y su ecléctica educación por ser la hija de un ladrón sin igual… Sería un enfrentamiento

de lo más interesante. Después de ver a Rebecca Peer en el centro, resultaba

evidente que algún imprevisto le había ocurrido al equipo de Enrico. Smith

podría aprovecharse de ello, llevaría a los Alfa a «buscar» a los hombres del otro

equipo.

Incluso si los Bravos han conseguido regresar por sí solos a la civilización, aún

quedará Rebecca.

La joven era brillante, pero el cerebro no valía lo mismo que la experiencia en

combate. De hecho, lo más seguro era que ya estuviera muerta.

Salieron de la sala de control. Smith se dirigió hacia el vestíbulo y Gero

correteó detrás para mantenerse a su altura. Se aproximaron al ascensor, que

seguía abierto desde la llegada de Smith, y éste se metió dentro. Gero se lo

quedó mirando. Bajo la luz más brillante del pasillo, Smith se fijó en la expresión

de locura que marcaba el rostro del científico. Unas grandes ojeras oscuras le

rodeaban los ojos y tenía un tic en la comisura de la boca. Smith se preguntó

vagamente si Annette habría notado el descenso de su marido a los profundos

pozos de la paranoia, y decidió que probablemente no. Esa mujer estaba ciega a

todo excepto a la «grandeza» del trabajo de su marido. Una desgracia para su hija,

tener unos padres semejantes.

—Activaré la secuencia de destrucción —dijo Gero.

—Prográmala para la mañana —repuso Smith con una sonrisa—. El

amanecer de un nuevo día.

Las puertas se cerraron frente a la decidida expresión de Gero, una mirada

de resolución en el rostro de una oveja. La sonrisa de Smith se hizo más amplia, y

se sintió exultante al pensar en lo que iba a suceder. Todo estaba a punto de

cambiar para todos ellos.

—¡Billy, socorro!

Billy había comenzado a correr en cuanto oyó los chillidos de animales y los

golpes, y ya estaba en el corredor cuando el aterrado grito de Rebecca crepitó en la

radio. Corrió más de prisa mientras se metía los mapas en el bolsillo trasero, con el

arma en la mano y maldiciéndose por dejarla ir por el conducto de la ventilación.

Allí, ante él, estaba la puerta, no muy lejos del cuerpo de una de las arañas

gigantes. Se lanzó contra ella y la empujó con el hombro mientras accionaba el

picaporte. La puerta se abrió con un crujido y Billy entró en la sala. Los

fluorescentes del techo parpadeaban y daban a la estancia un aspecto irreal, quizá

de algún tipo de laboratorio, aunque había una especie de catre cubierto de

humedad en una esquina.

¡No importa, vamos!

Atravesó la sala a toda prisa hacia la siguiente puerta. Rebecca volvió a gritar;

le advertía que tuviera cuidado, que se diera prisa. Mientras giraba el pomo, notó

movimiento en un lado, se volvió y vio a un zombi de aspecto decrépito en una

esquina. Las luces se encendían y se apagaban con un zumbido. El hombre

agonizante lo contemplaba en silencio, y su arruinada silueta desaparecía en la

oscuridad con cada parpadeo. Comenzó a avanzar lentamente hacia él.

Luego, tío.

Billy abrió la segunda puerta y entró.

Casi inmediatamente, algo saltó sobre él chillando. Se agachó, notó una

informe masa de rojo y blanco y un olor animal, y entonces la criatura —era un

mono, algún tipo de mono— pasó sobre él sin dejar de chillar. Rápidamente se le

unieron dos más y formaron un amplio círculo alrededor de Billy. Sus miembros,

largos y musculosos se movían constantemente, intentando alcanzarlo, y sus

cuerpos enfermos se le acercaba danzando y volvían a alejarse. Billy retrocedió y se

colocó en la esquina donde la puerta se juntaba con el muro de piedra. No quería

que lo arrinconaran, pero le preocupaba más dejar la espalda al descubierto. Los

monos continuaron bailoteando de adelante atrás, chillando.

—¡Rebecca! —gritó Billy.

—¡Aquí!

Sonaba lejos. Billy se fijó entonces en un agujero, a unos cuantos metros.

Trozos de madera cubrían el suelo a su alrededor. No podía ver a Rebecca.

—¡Aguanta! —gritó, y dedicó toda su atención a los monos, justo cuando uno

de ellos se acercó lo suficiente como para tocarlo.

El mono intentó golpearlo con una enorme zarpa, y las uñas le arañaron la

parte alta de la pernera del pantalón. No había llegado a rasgarle la piel, pero

seguramente lo lograría al próximo intento. Billy no apuntó, simplemente bajó el

arma y disparó.

El mono salió despedido hacia atrás, aullando, mientras un chorro de sangre

oscura le manaba del pecho. Pero no estaba muerto. Sacudió la cabeza y avanzó de

nuevo. Billy pensó que probablemente estaba bien fastidiado, porque los monos

eran demasiado fuertes, demasiado organizados. No podía dispararle a ninguno

sin quedar expuesto a un ataque…

Pero los otros dos saltaron sobre el herido y empezaron a despedazarlo con

manos ávidas. El animal herido gritó y se resistió, pero su sangre había desatado

una hambre frenética, y los otros dos lo hicieron pedazos en un momento mientras

se metían grandes trozos de carne en la boca.

Billy pudo por fin apuntar y lo hizo. Tres tiros y los monos cayeron, muertos

o agonizando.

Corrió hasta el agujero, se puso de rodillas y se acercó al borde irregular con

el corazón golpeando con fuerza dentro del pecho, luego se le cayó a los pies al ver

lo abajo que estaba Rebecca. Colgaba, agarrada con ambas manos, de un trozo de

cañería de metal, todo un piso por debajo de donde él se hallaba. Bajo ella se abría

la oscuridad. Era imposible decir hasta dónde podría caer.

—Billy —suplicó jadeante, y lo miró con ojos temerosos.

—No te sueltes —repuso Billy, y sacó los mapas del bolsillo para buscar su

posición y ver el camino más rápido de llegar hasta ella. No había ningún acceso

rápido al segundo piso del sótano, no desde donde él estaba. Tendría que regresar

al vestíbulo, probablemente a través del comedor donde había visto a los zombis.

Las escaleras al subsótano se hallaban en el lado este de la casa.

—No sé cuánto podré aguantar —susurró la joven. Su susurro fue

amplificado por la radio y llegó hasta Billy. En algún momento, Rebecca había

dejado el canal abierto.

—No te atrevas a dejarte ir. Es una maldita orden, jovencita, ¿te enteras?

Rebecca no replicó, pero él vio cómo apretaba los dientes.

Bien. Quizá meterse con ella la haría ser más fuerte. Billy ya estaba en pie de

nuevo.

—Ya voy —dijo. Se dio media vuelta, salió corriendo y atravesó la puerta que

daba al laboratorio con iluminación estroboscópica. El zombi que estaba allí se

había movido y se hallaba entre él y la salida que daba al corredor, pero Billy ni

pensó en el arma, estaba demasiado preocupado por Rebecca para malgastar

tiempo. Puso uno de los brazos como un quarterback en medio de un partido

importante y cargó contra la criatura. La empujó con toda su fuerza y siguió

corriendo mientras el zombi se tambaleaba hacia atrás y caía al suelo. Billy ya

estaba lejos antes de que el grito frustrado y hambriento de la criatura llegara a sus

oídos.

Atravesó el corredor, pasó ante los cuerpos de pesadilla de las arañas y subió

las escaleras. Sacó el cargador de su nueve milímetros, se lo metió en el bolsillo,

buscó a tientas el que tenía de recambio y lo encajó en el arma justo cuando entraba

en el vestíbulo.

Aguanta, aguanta…

No dudó ni un momento antes de entrar en el comedor. Abrió la puerta de

golpe y corrió hacia el interior. Vio a dos zombis que estaban fuera de su camino, a

una distancia segura, con la mesa de por medio. El tercero se hallaba cerca de la

puerta que lo llevaría hasta Rebecca. Era el soldado con el tenedor clavado, y Billy

se detuvo el tiempo justo de apuntar y dispararle dos tiros a la ya rezumante

cabeza. Falló el primero, pero el segundo le voló una buena parte del hueso de la

parte trasera del cráneo y pintó la pared posterior de materia gris en

descomposición. El cuerpo se quedó inmóvil por un instante, y Billy pasó ante él

antes de que cayera al suelo.

Atravesó la puerta, que daba a un corto pasillo.

¿Derecha o izquierda?

Sin el mapa del primer piso no podía estar seguro, pero el emplazamiento de

las escaleras en el plano del sótano le hacía pensar que era hacia la derecha. Sin

tiempo para reflexionar, siguió corriendo en esa dirección con el arma levantada.

Bajó unos escalones y rodeó una caldera gigante y siseante. El vapor llenaba la sala

de mantenimiento, pero Billy encontró el camino y bajó otras escaleras, éstas de

metal oxidado.

Al fondo había una puerta. La empujó mientras recordaba que, según el

mapa, entraría en una sala muy amplia con una especie de fuente en medio, algo

grande y redondo. Había dos estancias más pequeñas hacia el oeste que se abrían a

otro pequeño distribuidor, y en una de ellas tenía que estar Rebecca.

Quizá la que está más al fondo…

La sala grande era fría y húmeda, y tenía las paredes y el suelo de piedra. La

atravesó corriendo mientras lanzaba una mirada hacia el gran monumento que

tenía a la izquierda, lo que en el mapa había pensado que era una fuente. En

realidad eran algún tipo de estatuas.

Unos ojos ciegos lo contemplaron desde los rostros esculpidos de animales,

observándolo mientras corría.

Y justo entonces, al doblar una esquina, oyó un grito proveniente del corredor

que tenía justo delante. Reconoció el sonido fácilmente: otro mono. ¡******!

Tendría que acabar con él, no podía correr el riesgo de dejarlo a su espalda…

—¡Billy… por favor!

La voz de la radio sonaba totalmente desesperada, y Billy aceleró sin hacer

caso a la parte de su cerebro que le ordenaba parar y esperar a que el animal se

mostrara para poder acabar con él a una distancia segura. Se lanzó hacia adelante,

dobló la esquina, y allí se hallaba el mono, terrible, con un aspecto medio

desollado, aullando…

Y Billy, que había sido corredor en el instituto, saltó. Pasó sobre él y aterrizó a

dos pasos de una puerta, la puerta que buscaba, mientras el mono chillaba furioso

a su espalda. Si la puerta estaba cerrada, se habría metido en un buen lío, pero por

suerte no fue así. La atravesó a toda velocidad, se lanzó de rodillas y se deslizó

hasta llegar al gran agujero del suelo.

Rebecca estaba allí, aún estaba allí, agarrándose ya sólo con una mano, y Billy

vio que se le estaba resbalando. Tiró su arma y alargó el brazo. La agarró por la

muñeca justo cuando los dedos de la joven perdían su aguante.

—Te tengo —exclamó jadeante—. Te tengo.

Rebecca comenzó a llorar mientras él se echaba hacia atrás y la sacaba del

agujero. Billy sintió una satisfacción que casi había olvidado que existía después de

todos esos meses en la cárcel: la de saber simplemente y con seguridad que había

hecho lo correcto y lo había hecho bien.

Billy la sacó del agujero, usando su cuerpo como contrapeso, y casi la puso

encima de él en una especie de tosco abrazo. En vez de apartarse, Rebecca dejó que

la sujetase durante un momento, incapaz de contener las lágrimas de gratitud y de

alivio. Billy pareció entender lo que ella necesitaba y la abrazó con fuerza. Había

estado tan segura de que se iba a caer, a morir, perdida y olvidada en algún sótano

hediondo, su cuerpo devorado por animales infectados.

Pasado un momento, rodó hacia un lado mientras se secaba el rostro con una

mano temblorosa. Ambos se sentaron en el suelo, y Billy contempló los tristes

muros de roca de otra cámara del sótano, sin nada que la diferenciase de las

demás. Rebecca observó a Billy. Cuando el silencio se prolongó demasiado, la

joven le puso la mano en el brazo.

—Gracias —dijo—. Me has salvado la vida. Otra vez.

Él la miró un instante y luego apartó la vista.

—Bueno, sí. Ya sabes que tenemos esa especie de tregua.

—Sí, lo sé —repuso ella—. Y también sé que no eres un asesino, Billy. ¿Por

qué te llevaban a Ragithon? ¿Es cierto que… que tuviste algo que ver con esas

muertes?

Billy la miró a los ojos.

—Podría decir que sí —contestó—. Al menos estaba allí.

Estaba allí…

Eso no era lo mismo que decir que había matado a alguien.

—No creo que mataras a tu escolta antes; creo que fue una de esas criaturas y

que tú tan sólo saliste corriendo —insistió Rebecca—. Y aunque no hace mucho

que te conozco, tampoco creo que asesinaras a veintitrés personas.

—No importa —replicó Billy, mirándose las botas—. La gente cree lo que

quiere creer.

—Me importa a mí —afirmó Rebecca suavemente—. No voy a juzgarte. Sólo

quiero saberlo. ¿Qué pasó?

Billy seguía mirándose las botas, pero su mirada parecía perdida, como si

contemplara otro tiempo y otro lugar.

—El año pasado enviaron a mi unidad a África para intervenir en una guerra

civil —le explicó—. Ya sabes, alto secreto, ninguna interferencia de Inglaterra, esas

cosas. Se suponía que debíamos arrasar la guarida de una guerrilla. Era en pleno

verano, cuando el calor arrecia más, y nos soltaron bastante lejos de la zona donde

debíamos atacar, en medio de una densa jungla. Tuvimos que avanzar como

pudimos…

Se quedó en silencio unos instantes, mientras cogía las chapas de

identificación y las apretaba con fuerza.

—El calor acabó con la mitad de nosotros. El enemigo hizo el resto, nos fue

pillando uno a uno. Cuando llegamos adonde se suponía que se hallaba la guarida,

sólo quedábamos cuatro. Estábamos agotados, medio locos, enfermos de calor,

enfermos de puro abatimiento, supongo, al ir viendo morir a nuestros compañeros.

»Así que cuando llegamos a las coordenadas del objetivo estábamos a punto

para volarlos a todos por los aires. Como para hacer que alguien lo pagara, ¿sabes?

Por toda esa enfermedad. Sólo que no había ninguna guarida. El chivatazo no era

bueno. Resultó ser un tranquilo pueblecito, un puñado de granjeros. Familias.

Viejos. Niños.

Rebecca hizo un gesto de asentimiento, animándolo a seguir, pero se le estaba

formando un nudo en el estómago. El final de la historia era inevitable; podía ver

adonde iba a parar y no resultaba nada agradable.

—El jefe del grupo nos dijo que los reuniéramos, y así lo hicimos —continuó

Billy—. Y luego nos dijo que…

Se le quebró la voz. Alargó la mano, recogió la pistola del suelo y se la metió

en el cinturón casi con tanta rabia como con la que se levantó y se dirigió hacia la

salida. Rebecca también se puso en pie.

—¿Lo hiciste? —preguntó—. ¿Los mataste?

Billy se volvió hacia ella con una mueca en los labios.

—¿Y qué si te lo digo? ¿Me juzgarás?

—¿Lo hiciste? —insistió Rebecca, examinando el rostro del hombre, sus ojos,

decidida al menos a intentar entenderlo. Y como si él lo pudiera ver, como si

notara que estaba dispuesta a aceptar la verdad, la miró durante un momento y

luego negó con la cabeza.

—Intenté detenerlos. Lo intenté, pero me golpearon. Estaba casi inconsciente

pero lo vi, lo vi todo… y no pude hacer nada. —Apartó la mirada antes de

proseguir—: Cuando todo hubo acabado, cuando nos recogieron, fue su palabra

contra la mía. Hubo un juicio, una sentencia y… bueno, entonces pasó esto. —

Abrió los brazos, abarcando lo que los rodeaba—. Así que si salimos de aquí,

también estoy muerto. Eso, o correr y no parar.

Sus palabras sonaban ciertas. Si mentía, entonces se merecía un Oscar… Y

Rebecca no creía que estuviera mintiendo. Intentó pensar en algo que decir, algo

que lo animara, que de alguna manera hiciera las cosas mejores, pero no se le

ocurrió nada. El tenía razón respecto a sus opciones.

—¡Hey! —exclamó él, mirando algo por encima del hombro de Rebecca—.

Mira eso.

Rebecca se volvió mientras él avanzaba. Vio una pila de piezas de metal

apoyadas contra la pared del fondo y, medio escondida entre ellas, lo que parecía

ser una escopeta.

—¿Es lo que creo? —preguntó.

Billy cogió el arma, y sonrió mientras la abría y la comprobaba.

—Sí, señora, sin duda lo es.

—¿Está cargada?

—No, pero me quedan unos cuantos cartuchos del tren. Es del calibre doce.

—Sonrió de nuevo—. Las cosas mejoran. Quizá no consigamos salir, pero hay un

mono en el corredor que está pidiendo probar esta maravilla.

—Lo cierto es que creo que se trata de un babuino —repuso ella, y se

sorprendió al encontrarse sonriendo también. A ambos se les escapó la risa por la

absoluta futilidad de su corrección. Estaban atrapados en una mansión aislada y

los perseguían un montón de monstruos diferentes, pero al menos sabían que la

criatura del pasillo probablemente era un babuino. Las risitas pasaron a ser

carcajadas.

Rebecca lo contempló mientras reía y dejaba de lado cualquier aire de

arrogancia o de tipo duro, y sintió que lo veía realmente por primera vez, el

auténtico Billy Coen. En ese momento se dio cuenta de que había fallado

totalmente en su primera misión. Él era tanto su prisionero como ella lo era de él.

Suponiendo que sobrevivieran, si él se escapaba, ella no sería capaz de detenerlo.

Vaya con tu carrera en defensa de la ley. Y esa idea la hizo reír con más

 

Continuara...

 

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Muchas gracias, Lara Valentina, ahi mando el capitulo 9:

 

CAPÍTULO 9

 

El babuino se abalanzó corriendo hacia ellos en cuanto entraron de nuevo en

el pasillo, y murió espectacularmente, hecho pedazos con un ensordecedor

bramido por la escopeta de doble cañón. Billy la recargó con el único cartucho que

le quedaba. Pensaba que tenía más, pero al parecer los había perdido en algún

momento. De cualquier forma, no tuvieron más encuentros hasta que llegaron a la

sala principal. Billy se sentía más alegre de lo que se había sentido en mucho

tiempo. Además del ataque de risa, que tan bien le había sentado, como una pausa

en el incesante caos que habían estado soportando, era la primera vez que había

contado su historia a alguien que realmente lo escuchaba, alguien que estaba

dispuesto a considerar que tal vez estuviera diciendo la verdad.

Se detuvieron ante el gigantesco círculo que formaba la especie de

monumento en medio de la gran cámara y lo contemplaron. Eran seis animales

tallados y colocados a igual distancia formando un círculo, con el rostro hacia

fuera. Cada uno tenía una plaquita delante y una pequeña lámpara de aceite junto

a cada placa. Los animales estaban cincelados por manos expertas, pero el conjunto

era una monstruosidad, una auténtica pesadilla.

El animal que se hallaba frente a Billy era una águila en pleno vuelo con una

serpiente atrapada entre las garras. Leyó la placa: DANZO LIBREMENTE EN EL AIRE,

CAPTURANDO UNA PRESA SIN PATAS. Frunció el entrecejo, avanzó hasta el siguiente

animal, un ciervo, y leyó su placa: ME ALZO FIRME SOBRE LA TIERRA MOSTRANDO

LAS ASTAS CON ORGULLO.

Rebecca rodeó la desafortunada obra de arte y se detuvo junto a una verja de

acero que se hallaba detrás. La verja cerraba el paso hacia un corto pasillo con dos

puertas, una en cada pared.

—Hay un cartel aquí. Básicamente dice que hay que ir del más débil al más

fuerte y encender las lámparas. —Se volvió hacia los animales y los contempló—.

Es una especie de acertijo. —Agarró una de las barras de metal de la reja—. Debe

de abrir esta verja.

—Así que tenemos que encender las lámparas por orden, empezando por el

animal más débil —dijo Billy. Estúpido. ¿Por qué se tomaría alguien tantas

molestias? Sacó el mapa del bolsillo trasero y lo examinó—. Sólo parece haber un

par de habitaciones por ahí. No veo ninguna salida.

Rebecca se encogió de hombros.

—Sí, pero quizá haya algo que podamos usar. ¿Qué daño puede hacernos?

—No lo sé —respondió sinceramente—. Quizá mucho.

Rebecca sonrió y se volvió hacia el animal de piedra que tenía más cerca, un

tigre, en cuya placa se leía: SOY EL REY DE TODO LO QUE VEO, NINGUNA CRIATURA

PUEDE ESCAPAR DE MÍ.

Billy se fue hacia la izquierda, hasta la talla de una serpiente enroscada en la

rama de un árbol.

—Ésta dice: «AVANZO SIGILOSA SOBRE MIS VÍCTIMAS EN UN SILENCIO SIN PASOS

Y CONQUISTO HASTA EL MÁS PODEROSO DE LOS REYES CON MI VENENO».

Rebecca leyó los dos restantes en voz alta. Las palabras bajo el lobo eran: MI

AGUDO INGENIO ME PERMITE ABATIR HASTA LA MAYOR BESTIA CORNUDA. El sexto

animal era un caballo alzado sobre las patas traseras, y en su placa ponía:

NINGUNA ASTUCIA PUEDE IGUALAR LA VELOCIDAD DE MIS ÁGILES PATAS.

Bestia cornuda. Billy volvió hasta el ciervo y volvió a leer la parte sobre

«mostrar las astas con orgullo».

—Así que el lobo es más fuerte que el ciervo —concluyó.

—Y si la astucia no puede correr más que el caballo, entonces el caballo es

más fuerte que el lobo —continuó Rebecca—. ¿Qué es más fuerte que la serpiente?

—Tiene que ser el águila; lleva una serpiente —repuso Billy.

Ambos rodearon la estatua mientras hacían observaciones e intentaban

resolver el acertijo. Finalmente estuvieron de acuerdo en la secuencia, y Billy fue

de animal en animal encendiendo las lámparas en el orden acordado, de más débil

a más fuerte. Al parecer, según las estatuas, el orden era ciervo, lobo, caballo, tigre,

serpiente y águila.

Cuando Billy encendió la lámpara del águila, se oyó un pesado ruido

metálico que provenía de algún punto en medio del conjunto, y la verja de acero se

alzó suavemente hasta desaparecer en algún hueco en lo alto del arco.

Juntos entraron en el pasillo. A primera vista, la primera sala, la de la

derecha, parecía no contener nada valioso. Había un grupo de cajas de embalaje y

unas cuantas estanterías desordenadas. Billy estaba dispuesto a seguir adelante

cuando Rebecca entró y se dirigió hacia las cajas. Una de ellas estaba girada hacia

la pared y desde la puerta no podían ver qué contenía. Cuando Rebecca llegó hasta

ella, soltó una risa excitada, se agachó y le dio la vuelta para que Billy la pudiera

ver. El hombre corrió hacia ella, sintiéndose como un niño en Navidad.

Supongo que, después de todo, valía la pena resolver el maldito acertijo.

Dos cajas y media de cartuchos de nueve milímetros. Media caja del

veintidós, que no les serviría de mucho, como tampoco el par de cargadores

rápidos —Billy tuvo que explicarle que esos artilugios de metal servían para

recargar rápidamente un revólver— con balas del calibre 50. Pero la caja de

cartuchos de escopeta, catorce en total, sin duda le serían de gran ayuda. A Billy no

le habría importado encontrarse una bazuca, pero teniendo en cuenta su situación,

no podían haber hallado nada mejor.

Se pasaron cinco minutos metiendo balas en los cargadores que ya tenían.

Rebecca encontró una riñonera con la cremallera rota en uno de los estantes y

también la cargaron, además de su cinturón de combate. Estuvieron de acuerdo en

que era mejor llevarse toda la munición, por si acaso encontraban otras armas. Billy

hizo un apaño en la cremallera con un imperdible que encontró en el suelo y se

colocó la riñonera; el peso de tanta munición lo reconfortó.

—Podría besarte —exclamó, levantando la escopeta. Al notar el silencio de la

joven, se volvió para mirarla y vio que se había sonrojado ligeramente. Rebecca

volvió el rostro hacia otro lado mientras se ajustaba el cinturón—. No me refería

literalmente —repuso a toda prisa—. Quiero decir, no es que no seas atractiva,

pero eres… yo… esto…

—No te pongas de los nervios —replicó ella fríamente—. Ya sé qué quieres

decir.

Billy asintió con la cabeza, aliviado. Ya tenían bastante sin tener que empezar

con la cosa de hombre y mujer.

Aunque realmente es muy guapa…

Apartó esa idea de la cabeza y se recordó que, aunque acabara de pasar un

año lejos de cualquier mujer, no era en absoluto el momento adecuado para pensar

en ello.

Se dirigieron hacia la segunda puerta y vieron que no estaba cerrada con

llave. Era una habitación con literas, desorganizada y sucia. Las literas estaban

hechas de contrachapado puesto de cualquier manera y las pocas mantas que había

tiradas estaban deshilachadas y mugrientas. Teniendo en cuenta la calidad del

alojamiento y la verja de hierro, Billy supuso que los ocupantes no debían de ser

voluntarios. Rebecca le había explicado lo que ponía en el diario, lo de hacer

pruebas con humanos…

Todo el complejo le ponía los pelos de punta. Cuanto antes pudieran salir de

allí, mucho mejor.

—¿Vamos hacia abajo o hacia arriba? —le preguntó Rebecca cuando

volvieron a salir al pasillo.

—Hay un observatorio arriba, ¿no? —inquirió Billy. Rebecca asintió—. Pues

vayamos a observar. Quizá podamos mandar una señal de aviso o algo así.

Se dio cuenta de que acababa de sugerir que intentaran conseguir que los

rescataran, pero no lo retiró, aunque sabía bien lo que podía significar para él.

Prefería morir luchando por su vida que ser ejecutado… Pero tenía que pensar en

Rebecca. Era una buena persona, honesta y sincera, y él haría todo lo que estuviera

en sus manos para que saliera viva de allí.

Siguieron avanzando. Billy se preguntó dónde habría ido a parar su carácter

criminal, pero decidió rápidamente que estaba mejor así. Por primera vez desde

aquel terrible día en la jungla sintió que se gustaba de nuevo.

Los observó mientras recogían la munición, a la vez impresionado y

decepcionado por su fortaleza. Después de hacer otra consulta a los mapas, se

fueron hacia arriba, seguramente hacia el observatorio; aunque los niños podían

oír sus voces, no llegaban a distinguir las palabras.

Había hecho que sus niños buscaran las tablillas que iban a necesitar, y las

había hecho llevar hasta las puertas que daban al observatorio. A no ser que Billy y

Rebecca fueran absolutamente tontos —y ya habían demostrado que no lo eran—,

averiguarían cómo poner en funcionamiento la rotación de la estructura, lo que los

acercaría a la salida. Desde allí podrían pasar al laboratorio escondido detrás de la

capilla…

Se preguntó qué encontrarían allí, en los laboratorios de Marcus. Quizá

alguna cosa más que robar. Quería que descubrieran todo lo posible sobre el

verdadero carácter de Psycho System, pero no le gustaba verlos picotear entre los tristes

despojos de la brillante carrera de Marcus.

Seguía pensando en ellos como en los laboratorios de Marcus, aunque Marcus

no había estado allí desde hacía más de una década. Todo el complejo se había

cerrado después de la «desaparición» del director, pero hacía poco Psycho System había vuelto a abrir los laboratorios, la planta de tratamiento y el centro de formación.

Ninguno de ellos se hallaba en completo funcionamiento cuando el virus atacó;

sólo contaban con los empleados imprescindibles para el mantenimiento, a los que

dirigía un grupo de aspirantes a mandos intermedios. De todas formas la

compañía había perdido a bastantes empleados leales.

Billy y Rebecca atravesaron las salas de la zona este del primer piso y

regresaron al vestíbulo, luego se dirigieron hacia el segundo piso. Encontraron sin

ningún problema la puerta que los llevaría al tercer piso y llegaron al pie de las

escaleras con las armas desenfundadas. En sus juveniles rostros se leía la

determinación y, al parecer, la ausencia de miedo. Los observó comenzar a subir

los escalones y se sintió ante un dilema emocional. Quería que tuvieran éxito y

también quería verlos morir. ¿Existía una manera de lograr ambas cosas? Se las

habían arreglado bastante bien con la serie Eliminador, aunque los primates se

hallaban debilitados por el hambre y la falta de atención. ¿Cómo les iría con los

Cazadores? ¿O con el proto-Tirano?

¿Y qué pasaría si llegaban a donde él y los niños esperaban y los observaban?

¿Qué harían?

El joven frunció el entrecejo en un gesto de desagrado ante esa idea. Sensible

a sus estados de ánimo, varios de los muchos le subieron por las piernas y por el

pecho y se agruparon para formar una especie de abrazo. Los acarició y se aseguró

por el tacto de que todo estaba bien. Si los dos aventureros llegaban a su nido —lo

que no parecía muy probable—, los dejaría pasar, claro, para que pudieran relatar

la historia de los pecados de Psycho System.

—O quizá los mate —dijo, encogiéndose de hombros. Él sería quien decidiera

cuándo ocurriría y si ocurriría. No era cierto decir que su destino le era indiferente.

Mientras esperaba la muerte de Psycho System, había resultado un placer contemplar a Billy y a Rebecca, y estaba muy interesado en saber qué sería de ellos. Pero los mataría antes que permitirles que volvieran a hacer daño a sus niños.

Habían llegado a lo alto de la escalera y miraban cautelosamente por encima

del pasamanos en busca de algún movimiento. De repente, el joven se acordó del

Centurión, escondido en las paredes de la balsa criadero, y se preguntó si saldría a

ver quién había invadido su territorio. Más les valía a Billy y a Rebecca que no

fuera así. Si los Eliminadores sólo eran peones en ese juego, el Centurión era uno

de los alfiles. El joven se inclinó hacia la pantalla, ansioso por ver qué pasaba.

El camino hasta el tercer piso había sido tranquilo, aunque se habían tenido

que apresurar para atravesar el comedor. Los dos zombis que vagaban alrededor

de las mesas eran demasiado lentos para molestarse en dispararles, pero Rebecca

tampoco se sentía especialmente tranquila paseando lentamente ante las

moribundas criaturas. Billy iba tres escalones por delante de ella, por lo que

supuso que él sentía lo mismo.

Al llegar a lo alto de la escalera, Rebecca se relajó ligeramente. El tercer piso,

o al menos la parte en que se encontraban, era una única estancia gigantesca, sin

esquinas ocultas de las que preocuparse. Las puertas del observatorio se hallaban a

la derecha. Frente a ellos se encontraba la balsa criadero, un pozo vacío que

ocupaba la mayor parte de la sala, y a la izquierda, una puerta que, según el mapa,

llevaba a un patio exterior.

—¿Qué crees que estarían criando? —preguntó Billy en voz baja. Aun así,

resonó ligeramente en la enorme sala.

—No sé. Quizá sanguijuelas —contestó Rebecca. Recordó la solitaria figura

que había visto desde el tren, la que cantaba a las sanguijuelas, y contuvo un

estremecimiento—. ¿El observatorio o el patio?

Billy miró a un lado y otro, y se encogió de hombros.

—Parecen seguros. Podríamos probar con una puerta cada uno. Pero sólo

abrirla y echar una ojeada, nada de separarnos, ¿vale?

Rebecca asintió con un gesto. Se sentía mucho más segura teniendo una

buena reserva de municiones, pero la caída que había sufrido le había enseñado a

ser cauta. La idea de separarse ya no la entusiasmaba.

—Yo voy al patio.

Empezaron a caminar y sus pasos resonaron en la gran sala. La puerta del

observatorio era la más cercana; así que, pasado un instante, sólo se oyeron los

pasos de Rebecca, que continuaba avanzando hacia la pared sur.

—Eh —la llamó Billy justo cuando ella llegaba a la puerta. Tenía en una mano

lo que parecía un libro, y dos más en la otra mano. Rebecca forzó la vista y vio que

estaban hechos de piedra y que tenían un extremo redondeado—. Había esto

delante de la puerta.

—¿Qué son? —preguntó Rebecca. Su voz, aunque baja, se oyó perfectamente

en el aire frío y quieto.

—Tal vez sean objetos de decoración —respondió—. Todas tiene una palabra

grabada. —Miró las tabulas—. Ah… tenemos unidad, disciplina y obediencia.

Aquella grabación que habían oído, la voz del doctor Marcus recitando el

lema de la compañía… eran las mismas tres palabras.

—Guárdalas —dijo Rebecca—. Podrían ser parte de algún acertijo, como el de

los animales.

—Lo mismo estaba pensando —exclamó Billy, y añadió en voz baja —

Maldita casa de locos.

Rebecca se volvió hacia la puerta y levantó el arma mientras movía el pomo

de la puerta. Se hallaba cerrada con llave. Suspiró y relajó los hombros, y se dio

cuenta de que había estado esperando algún tipo de ataque.

—Cerrada —informó.

Billy había abierto la puerta del observatorio y aún estaba mirando hacia el

interior. Miró hacia atrás, manteniendo la puerta abierta.

—Esto parece prometedor. No sé para qué sirve nada, pero hay un montón

de equipo aquí dentro; podría hasta haber una radio.

Una radio. Rebecca sintió renacer la esperanza.

—Allá…

La palabra «voy» fue ahogada por el sonido de un animal en movimiento, un

golpeteo pesado que reverberó en toda la sala. Rebecca y Billy se miraron, y la

distancia que los separaba se hizo de repente mucho más grande de lo que parecía

al principio.

De nuevo se oyó el ruido. Era el sonido de algo duro repicando contra la roca,

como si alguien tamborileara con dedos de acero sobre una mesa, y sonaba muy

fuerte. Fuera lo que fuera, era grande y se estaba acercando. Resultaba difícil

decidir de dónde procedía el sonido, porque los ecos ocultaban la dirección.

—La balsa criadero —gritó Billy, mientras hacía señales a Rebecca para que se

uniera a él—. ¡Ven, rápido!

Rebecca comenzó a correr con el corazón golpeándole dentro del pecho.

Temía mirar hacia la balsa y temía no mirar. Notó movimiento allí, algo oscuro y

fluido, y corrió más rápido. Finalmente se arriesgó a lanzar una mirada de pasada.

La visión casi le arrebató la consciencia. Era un ciempiés, o mejor un milpiés,

lo suficientemente grande para avergonzar a las arañas del tamaño de un perro

pastor. Múltiples ojos amarillos parecían relucir desde ambos lados de un brillante

cráneo negro; largas antenas vibraban y temblaban en lo alto de la cabeza. El

cuerpo, enorme y sinuoso, cubierto de duras placas segmentadas, rozaba el suelo y

se movía sobre docenas de agudas patas rojas. Debía de medir unos catorce

metros, tal vez más, y era redondo como un barril… Se movía hacia Rebecca

rápidamente, con las patas ondeantes, mientras se propulsaba sobre la balsa vacía.

—¡Corre! —gritó Billy, y Rebecca corrió con todas sus fuerzas. Le llegó el

hedor de la criatura, un terrible olor agrio que le habría causado náuseas si hubiera

tenido tiempo que perder. Billy mantenía abierta la puerta del observatorio con el

pie, y apuntaba la escopeta justo más allá de ella. Rebecca pudo sentir lo cerca que

estaba la criatura, como una sombra a punto de alcanzarla.

Justo cuando llegó hasta Billy, éste disparó, montó la escopeta de nuevo y

volvió a disparar mientras ella se lanzaba en plancha hasta el otro lado de la

puerta. En cuanto estuvo dentro, él saltó hacia atrás y cerró la puerta de golpe.

Medio segundo después oyeron el cuerpo del monstruo junto a la puerta y el

sonido de sus placas presionando contra la pesada madera. Esperaron, ambos con

los ojos clavados en la puerta, pero pasados unos segundos el ruido cesó y volvió a

oírse el repiqueteo de muchos pies que se alejaban.

—Dios —exclamó Billy. Rebecca asintió con un gesto.

Billy se agachó y la ayudó a ponerse en pie; ambos estaban jadeantes.

—No volvamos por ahí —sugirió Rebecca, deseando con todas sus fuerzas no

tener que hacerlo.

—Parece un buen plan.

Permanecieron en silencio durante unos instantes mientras contemplaban su

santuario. Era una sala grande y circular de dos niveles. Se hallaban sobre una

especie de pasarela que rodeaba a medias el perímetro del espacio; en el lado norte

se veían varias puertas. Cerca de ellas había una corta escalerilla que bajaba de la

pasarela y llevaba a una especie de plataforma de rejilla donde se alineaban

diferentes aparatos. Bajo la plataforma sólo había oscuridad.

Recorrieron la pasarela y se pararon junto a la siguiente puerta. Cerrada.

Intercambiaron una sombría mirada pero siguieron en silencio hacia la escalerilla.

Rebecca bajó primero y se detuvo junto a una gran máquina que dominaba la sala

desde el centro, posiblemente el telescopio. Había un brazo de telescopio, pero

estaba en lo alto, fuera de su alcance. Detrás de ella, Billy estaba echando una

mirada al resto del equipo, consolas de ordenadores y otras máquinas que Rebecca

no supo reconocer. Se volvió hacia el telescopio y miró a la consola, y sintió que se

quedaba sin aliento. Había tres cavidades, todas con la forma de una lápida, rectas

en un extremo y curvadas en el otro.

—No veo una radio por aquí, pero… —decía Billy, hasta que ella lo

interrumpió.

—Dime que todavía tienes aquellas tablillas —dijo.

Billy se volvió y miró a la consola mientras abría su bolsa. Sacó las tres

tablillas, cada una del tamaño de un libro de bolsillo, pero más delgadas. Rebecca

las cogió al tiempo que recordaba el desconcertante lema de Psycho System para

colocarlas en su lugar.

—La obediencia genera disciplina. La disciplina genera unidad. La unidad

genera poder…

—Y el poder es vida —concluyó Billy.

En cuanto la tercera tablilla estuvo en su sitio, un atronador sonido llenó el

espacio, el ruido de enormes máquinas funcionando, y notaron que la sala

comenzaba a descender, como un ascensor. No sólo la plataforma, sino toda la sala,

paredes y todo. Bajo sus pies, la oscuridad se alzaba, se convertía en una piscina,

con el agua agitada por el movimiento de la plataforma. Durante un segundo,

Rebecca se preguntó si la plataforma iba a detenerse, para sentir pánico por si iban

a morir ahogados, y entonces el sonido de maquinaria se desvaneció y la sala se

detuvo. Mientras se apagaba el zumbido de las máquinas, oyeron un claro clic

sobre sus cabezas procedente de las puertas del lado norte.

Se miraron el uno al otro, y Rebecca vio su propia sorpresa reflejada en el

delgado rostro de su compañero.

—Supongo que ya sabemos adonde nos toca ir ahora —bromeó Billy,

tratando de esbozar una sonrisa, aunque ésta no le salió muy convincente. Los

estaban guiando, pero ¿hacia la libertad o como corderos al matadero?

Sólo hay una manera de saberlo.

Sin mediar palabra, se dirigieron hacia la escalerilla…

 

Continuara...

 

Saludos

Publicado

hola amigos ahi les mando el capitulo 10

 

CAPÍTULO 10

 

Cruzaron por la puerta del norte y se encontraron bajo el fresco aire nocturno. Billy sintió un auténtico alivio y respiró profundamente. Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que temía que no fueran capaces de salir del complejo de Psycho System. Por desgracia, vio en seguida que aún no habían escapado, al menos no exactamente. La puerta del observatorio se abría hacia un paseo largo y estrecho que iba directo hasta otro edificio, a unos cincuenta metros. A ambos lados del paseo había agua, algún tipo de embalse o lago que lindaba con el lado este del complejo.

Se alejaron del observatorio. Luego se volvieron para mirar dónde habían estado y se pasaron unos minutos intentando averiguar cuál era su situación en relación con el vestíbulo y las salas que habían visitado. Era una tarea imposible. Billy nunca había tenido mucho sentido de la orientación y, al parecer, Rebecca tampoco. Finalmente se rindieron y dirigieron su atención hacia el alto edificio de aspecto inquietante que se alzaba al otro extremo del sendero.

Caminaron hacia allí. Billy seguía respirando grandes bocanadas de aire dulce y húmedo. Era tarde, probablemente faltaba poco para el amanecer, pero no había ningún cielo por el que juzgar, sólo un gran manto de nubarrones grises cargados de lluvia.

—¿Dónde crees que estamos? —preguntó.

—Ni idea —respondió Rebecca—. Espero que en alguna parte haya un teléfono.

—Y una cocina —añadió Billy. Estaba muerto de hambre.

—Ojalá —exclamó con tono anhelante—. Cargada de pizza y helado.

—¿Pepperoni?

—Hawaiana. Y helado de pistacho.

—Aag —protestó él, haciendo una mueca. Estaba disfrutando de la conversación. No habían tenido mucho tiempo para conocerse, aunque sentía que algo los unía, una conexión que a menudo había notado con otros durante el combate—. Y probablemente también te gustará la comida naranja.

—¿Comida naranja?

—Sí, ya sabes. Ese color naranja antinatural. Lo ponen en los macarrones, en el queso, en las bebidas con sabores artificiales, los pastelillos, los ganchitos de queso…

Rebecca sonrió de medio lado.

—Me has pillado. Me chifla esa porquería.

Billy puso los ojos en blanco.

—Adolescentes… Porque eres una adolescente, ¿no?

—Justo la edad para votar —respondió ella, en un tono ligeramente defensivo. Antes de que él le pudiera preguntar cómo había llegado a los STARS a su edad, añadió—: Soy una de esos niños prodigio, licenciada y todo eso. ¿Y tú qué edad tienes, abuelo? ¿Treinta?

Le tocó el turno a Billy de ponerse ligeramente a la defensiva.

—Veintiséis.

Rebecca rió.

—¡Hala, qué vejestorio! Déjame que te traiga la silla de ruedas.

—¡Calla ya! —le replicó él sonriendo.

—He dicho: ¡déjame que te traiga la silla de ruedas! —fingió gritar, burlándose. Él no pudo evitar reír. Aún reían cuando pasaron ante una pequeña caseta de guardia a la derecha del sendero y vieron un cuerpo dentro, tendido en el suelo.

Parte de un cuerpo, pensó Billy, y su buen humor se evaporó en un segundo mientras se detenían, incapaces de no mirar. Yacía boca abajo y le faltaban las piernas y un brazo, lo que hacía que el cadáver pareciera estar hundido en el espeso charco de sangre que lo rodeaba.

No volvieron a hablar hasta que llegaron al edificio; el recordatorio de la tragedia que había ocurrido allí los había serenado. Era imposible tenerla presente en todo momento; pensar constantemente en el horror del brote viral haría que les fuera demasiado difícil funcionar, y reírse de vez en cuando proporcionaba una válvula de escape importante, incluso necesaria, para seguir manteniendo la cordura. Por otro lado, si podías mirar el cuerpo de un hombre muerto y seguir riendo, entonces la salud mental se convertía en algo por lo que preocuparte de una forma totalmente diferente.

Llegaron al desconocido edificio y aflojaron el paso para estudiar su trazado. Había pequeños senderos que partían del paseo principal, justo frente al edificio, flanqueados de flores y árboles que hacía tiempo que se habían secado. Los senderos desaparecían tras setos mal cortados. Quedaban unas cuantas farolas sin romper, pero sólo conseguían que las sombras fueran aún más oscuras. No era el entorno más atractivo, pero Billy no vio ningún zombi u hombres sanguijuelas, por lo que le pareció mucho mejor que el edificio anterior.

Unos amplios escalones daban a una puerta de dos hojas. Billy se quedó vigilando los sombríos senderos mientras Rebecca subía hasta la puerta y trataba de abrirla.

—Está cerrada con llave —informó.

—A la porra —exclamó Billy, y la siguió hasta arriba. Intentó abrir la puerta y decidió que la madera era fuerte pero la cerradura no tanto—. Aparta.

Se puso a un lado, bajó su centro de gravedad y le dio una fuerte patada a la cerradura, luego otra. A la tercera, oyó cómo se astillaba la madera, y a la quinta la puerta se abrió de golpe y la barata cerradura de metal saltó por los aires.

Ambos atravesaron el umbral y miraron hacia el interior. Después de todo por lo que habían pasado, Billy pensaba que ya nada lo sorprendería, pero se equivocaba. Era una iglesia, y tan ornamentada como cualquier otra que hubiese visto, desde la vidriera en lo alto de la pared tras el altar hasta los brillantes bancos de madera. Y también estaba destrozada; al menos la mitad de los bancos estaban volcados, y sólo se podía ver gracias a un enorme agujero en el techo, no lejos de donde se hallaban.

—Mira el altar —susurró Rebecca.

Billy asintió con la cabeza. No tanto el altar como lo que había a su alrededor. Sobre la plataforma en la parte delantera de la iglesia había cientos de velas consumidas, estatuas religiosas derribadas y grandes ramos de flores muertas. Resultaba escalofriante.

—A mí ya me vale largarnos de aquí —dijo Billy, y alzó la voz ligeramente al darse cuenta de que también él estaba susurrando—. Podríamos inspeccionar el jardín y ver adonde van a parar esos senderos.

Rebecca asintió y dio un paso atrás. Y entonces algo enorme y negro descendió hacia ellos desde el techo abovedado, algo que lanzaba un chillido increíblemente agudo, que revoloteaba y planeaba y agitaba unas enormes alas polvorientas. El tiempo pareció pasar a cámara lenta, lo suficiente para que Billy pudiera verlo claramente. Era alguna especie de murciélago, pero mucho, muchísimo más grande que los normales. La cosa tenía, como mínimo, la envergadura de un cóndor.

En el último instante, el bicho se elevó y voló como enloquecido hacia la oscuridad de lo alto, pero ya se había acercado lo suficiente como para que una oleada de su pútrido aliento los alcanzara. Billy empujó a Rebecca con un brazo y agarró los pomos rotos de la puerta con el otro. La cerró como pudo, deseando no haberla forzado, y se dio cuenta al instante de que no importaba. Podían oír al gigantesco murciélago atravesar el agujero del techo, podían oír sus enormes garras despellejadas arañando las tejas.

—¡Vamos! —gritó Billy.

Bajaron los escalones corriendo, y Rebecca torció hacia la derecha seguida de Billy. Hacia ese lado parecía haber más protección; parte del sendero que circundaba la casa estaba cubierto. Giraba bruscamente dos veces, y en esos puntos quedaba oculto por setos y plantas descuidadas. Rebecca era rápida, pero Billy no le iba a la zaga, muy motivado por la imagen de unas alas correosas envolviéndolo y unas garras rasgándole la carne…

—¡Allí! —Rebecca aminoró la marcha y señaló en una dirección.

A la derecha del camino, un poco más adelante, había lo que parecía ser un ascensor situado junto a la pared de la iglesia. Billy no estaba seguro de si sería lo mejor, pero podía oír claramente el golpeteo de las alas en algún punto sobre su cabeza y el agudo chillido del murciélago en busca de una presa. Siguió a Rebecca hasta el ascensor, agradeciendo en silencio que las puertas se abrieran al tocarlas. Era pequeño, casi no había sitio para los dos. Se empotraron dentro y vieron que sólo iba hacia abajo. Mejor así, Billy no tenía ningunas ganas de visitar el campanario de la iglesia para ver si el murciélago loco tenía algún pariente cercano.

Rebecca apretó el botón para cerrar las puertas. Justo antes de que se cerraran, un zombi trastabilló hacia ellos desde ninguna parte, una mujer que extendía unos dedos desollados hasta mostrar el hueso. Gimió, enseñando unos dientes negros, y entonces las puertas se cerraron, apartándolos de la zombi y del chillido de alta frecuencia del murciélago infectado.

Ambos se dejaron caer contra las paredes del pequeño ascensor. Oían los gritos hambrientos de la zombi a través de las puertas, el chirriante arañazo del hueso de sus dedos contra el metal. En unos segundos, a sus gemidos graves y ásperos se le sumaron otros, y luego unos terceros, todos gimoteando de ansia y frustración.

Tenían dos opciones, Bl o B2. Billy miró a Rebecca, y ésta negó con la cabeza, pálida. Afuera, los zombis seguían arañando las puertas. Billy apretó el Bl. El ascensor no se movió.

—Vale. Pues que sea B2 —dijo Billy, y confió en que no se hubieran quedado atrapados. Apretó el botón. El ascensor dio una ligera sacudida y comenzó a descender suavemente. Billy se inclinó ante Rebecca, preparó la escopeta y confió en que las puertas no estuvieran a punto de abrirse ante una horda de criaturas infectadas, ansiosas por una cena tardía.

Las puertas se deslizaron sin hacer ruido y dejaron a la vista un corredor cubierto de escombros, pero deshabitado. Billy volvió a apretar el botón de B1 esperando encontrar otra opción, pero ni siquiera se cerraron las puertas del ascensor. Al parecer, podían elegir entre volver con el murciélago y los zombis o explorar el segundo nivel del sótano. Billy optó por la exploración.

Salió cautelosamente, con Rebecca a su espalda. Como en la mansión del centro de formación, la decoración y la arquitectura eran refinadas y probablemente de gran valor. El suelo era de mármol, cascado en algunos puntos pero pulido hasta brillar; en el pasillo se alineaban elegantes columnas de apoyo, y las entradas eran altas y arqueadas. A su izquierda había una escalera que ascendía, obstruida por tozos de roca y fragmentos de mampostería. Otra puerta se encontraba un poco más adelante, justo donde el corredor torcía abruptamente hacia la derecha.

Se detuvieron ante la escalera, pero era inútil, los escombros se apilaban hasta el techo. Si querían regresar arriba tendría que ser con el ascensor. Pero de momento, Billy no quería volver arriba. Parecía que el continuo aluvión de criaturas desagradables, peligrosas y espantosas no iba a acabar nunca, y estaba más que dispuesto a tomarse un respiro.

—Los que estén a favor de no más monstruos —dijo en voz baja.

—Me apunto —contestó Rebecca con un tono igualmente bajo. Le lanzó una sonrisa, pero pareció forzada. Empezaron a recorrer el pasillo, aplastando escombros con las botas al avanzar.

Rebecca se quedó junto a la primera puerta mientras Billy inspeccionaba el resto del corredor. Había otra puerta, con un cierre de combinación, y una posible tercera puerta. Billy no estaba seguro, parecía como si el corredor simplemente acabara de pronto ante una pared azul, pero había en ella una especie de elaborada hornacina: dos estatuas puestas de frente recortaban un perfil de alguien que se parecía mucho a James Marcus. No había ninguna cerradura, pero debajo del busto localizó una depresión del tamaño del puño de un niño, como si faltara una pieza.

Fantástico. Más cerraduras con truco, pensó Billy, fastidiado, mientras regresaba a donde se hallaba Rebecca. ¿Qué les pasaba a esa gente? Si tenían que ser tan listillos, ¿por qué no se quedaban con los crucigramas?

Por suerte, la primera puerta no estaba cerrada. Entraron y se encontraron en otra elegante y descuidada habitación, cubierta de estanterías con libros. Una manchada alfombra oriental cubría el suelo de la primera parte del cuarto. La sala tenía más o menos la forma de una U. Varias lámparas estaban encendidas, lo que la convertía en la habitación más iluminada de las que habían entrado en toda la noche. Además de los estantes, había varias mesas bajas y un pequeño escritorio con una antigua máquina de escribir. Billy se acercó a la mesa más cercana y cogió un trozo de papel.

—«No creo que haya problemas, pero he tomado precauciones —leyó—. Para esconder una hoja, ponla en el bosque. Para esconder una llave, haz que parezca una hoja.»

—Bueno, eso lo aclara todo —se burló Rebecca, y Billy asintió con un gesto. Insistía, ¿qué le pasaba a esta gente?

Rebecca miró por las estanterías mientras Billy recorría la sala. Se fijó en un gran agujero que había en el techo. Estaba alto, pero usando una de las mesas…

—La mayoría son de biología —comentó Rebecca—. Mamíferos, insectos, anfibios…

—Ven a ver esto —dijo Billy. Mientras ella giraba la esquina, Billy cogió la mesa más cercana y la empujó bajo el agujero. No era suficiente.

—Podría subir yo —propuso Rebecca—. Echar una ojeada y encontrar una cuerda o algo para que puedas subir.

Billy frunció el entrecejo.

—No sé. La última vez que fuiste a mirar…

—Sí —repuso Rebecca, pero su expresión era firme. Estaba dispuesta a ir, incluso ansiosa por intentarlo, y tenían que hacer algo.

Billy se subió a la mesa y entrelazó los dedos para ayudarla. Ella subió después, puso el pie derecho entre las manos de él y una mano sobre el hombro. Era ligera como una pluma; probablemente Billy podría inmovilizar a dos como ella sin demasiado esfuerzo. La subió con facilidad y Rebecca desapareció de su vista a través del agujero. Un segundo después, se asomó por él.

—Parece tranquilo, pero está oscuro —informó—. Tiene pinta de laboratorio, hay muchos estantes y un par de escritorios. Déjame ver qué encuentro.

Volvió a desaparecer. Billy esperó, mirando hacia el agujero y recordándose que la joven sabía cómo arreglárselas sola. Ya había demostrado tener más fortaleza y capacidad que muchos soldados veteranos que había conocido, y si había algún problema, sólo tendría que saltar. No había nada de que preocuparse.

Rebecca lanzó un grito corto y agudo, y la sangre de Billy se le heló en las venas.

—¡Rebecca! —gritó, con la mirada clavada en el negro agujero del techo.

Parecía un laboratorio, un laboratorio que se hubiera usado intermitentemente durante la última década y que no se hubiera limpiado en todo ese tiempo. Había una gruesa capa de polvo sobre el suelo y los estantes, pero en algún momento se habían movido cosas y habían dejado marcas: señales detrás de las sillas, huellas de dedos en botellas de especímenes. Rebecca echó una rápida mirada a lo que la rodeaba y luego se inclinó sobre el agujero. La expresión de Billy era tensa, expectante.

—Parece tranquilo, pero está oscuro. Tiene pinta de laboratorio, hay muchos estantes y un par de escritorios. Déjame ver qué encuentro.

Se volvió y recorrió de nuevo la sala con la mirada. Notó que era más grande de lo que había pensado, parte de ella quedaba oculta tras una gran estantería que dividía el área en dos. No lo hubiera notado de no ser por una lucecita azulada y pálida que parecía emanar de la sección oculta. Con la nueve milímetros en la mano, pasó al otro lado y… lanzó un grito. Casi estuvo a punto de disparar al monstruo radiante que flotaba, en el interior de un tubo, frente a ella antes de darse cuenta de que no estaba vivo.

—¡Rebecca!

—¡Estoy bien! —contestó, contemplando la espeluznante criatura—. Me he llevado una sorpresa, eso es todo. Espera.

Se acercó al espécimen de tamaño humano que flotaba en el tubo lleno de un líquido claro e iluminado por dentro. En realidad había cuatro de esos tubos, todos en fila, y cada uno contenía un horror ligeramente diferente. Las cosas de dentro habían sido humanas alguna vez, pero habían sufrido alteraciones quirúrgicas y seguramente las habrían infectado con el virus-T. Intentó pensar en alguna descripción para darle a Billy, pero eso no se podía describir: miembros horriblemente deformados colgaban de torsos musculosos y apedazados; los rostros casi irreconocibles mostraban terribles expresiones de angustia y deseos de sangre. Eran horripilantes.

Más allá de las filas de monstruosidades humanoides había una vitrina de especímenes llena de tubos mucho más pequeños. Rebecca se inclinó y vio que dentro de cada tubo había una sanguijuela. Hizo una mueca de asco y estaba a punto de alejarse cuando se fijó en que uno de los tubos era diferente. La sanguijuela de dentro era… No era una sanguijuela.

Abrió la polvorienta puerta de vidrio, sacó el tubo diferente y lo alzó para que le diera la tenue luz. El tapón del tubo estaba pegado o soldado, y la cosa de dentro tenía forma de sanguijuela, pero estaba esculpida o tallada, y era de un intenso azul cobalto.

¿Por qué alguien haría una falsa sanguijuela y luego la pondría…?

Parpadeó al recordar el trozo de papel que Billy había leído: «Para esconder una hoja, ponla en el bosque. Para esconder una llave…»

Rebecca volvió al agujero y levantó el tubo para que lo viera Billy.

—Creo que he encontrado la llave hoja —dijo, y se lo lanzó—. O supongo que debería decir la llave sanguijuela.

Billy atrapó el tubo y lo observó.

—Estoy seguro de que encajará en una de esas puertas. Baja y vamos a verlo.

—El tapón no sale… —Se detuvo al ver a Billy tirar el tubo al suelo junto a la mesa. El joven le sonrió, y luego aplastó el tubo con el tacón de la bota. El vidrio crujió, y un segundo después, Billy tenía la talla en la mano.

—Resuelto —dijo—. Vamos.

Rebecca se mordisqueó el labio mientras miraba por el laboratorio. Había motones de archivadores y de papeles por todas partes.

—Ve a probarlo tú. Yo voy a ver si encuentro otro mapa.

Billy frunció el entrecejo.

—¿Estás segura?

—¿Tienes miedo de ir solo? —preguntó, sonriendo ligeramente.

—La verdad es que sí —respondió él, pero luego le devolvió la sonrisa—. De acuerdo. Volveré en un minuto. No te vayas muy lejos, ¿vale? Si necesitas algo, llámame.

Rebecca le dio unos toquecitos a la radio.

—Ningún problema.

Billy la observó durante un instante más y luego se alejó. Rebecca contempló el laboratorio de nuevo y se fijó en el mayor de los dos escritorios de la sala.

—Bueno, Marcus, veamos si nos has dejado algo que nos sirva —dijo, y se acercó al escritorio sin saber que la estaban observando muy, muy atentamente, mientras cogía una hoja de papel y comenzaba a leer.

¡Esto no puede ser!

Apretó los puños, furioso. Los niños intentaron calmarlo, subiéndosele hasta los hombros, pero él los apartó sin hacerles caso.

Rebecca estaba leyendo las notas personales de Marcus. Había encontrado el amuleto que llevaba al santuario interior del doctor Marcus y se lo había dado a Billy. Todo lo que tenían que hacer era coger el teleférico, abrir una o dos cerraduras y estarían fuera de allí. Pero parecía que no querían dejar en paz la memoria del doctor Marcus, que tenían que violar las pocas cosas privadas que había dejado atrás.

—A no ser que los detengamos —dijo a los niños, mientras contemplaba cómo Billy usaba la pequeña talla para abrir las habitaciones de Marcus y Rebecca removía sin ningún cuidado los papeles privados del doctor. Observar a esos dos había sido una divertida distracción, pero se había acabado. El mundo tendría que enterarse de la verdad sobre Psycho System sin ellos.

Era hora de enviar a los niños a jugar.

 

 

Continuara...

 

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CAPÍTULO 11

 

Como sospechaba, el santuario que cerraba el pasillo era una puerta, y la pequeña estatua de la sanguijuela que Rebecca había encontrado encajaba perfectamente en la «cerradura». Se oyó un suave clic y el cerrojo se abrió.

Billy observó la parte delantera de la puerta antes de entrar, y decidió que el perfil sí que era el del doctor James Marcus. Se pregunto por qué el hombre de sanguijuelas que habían visto en el tren se parecería a Marcus; las sanguijuelas las controlaba alguien que era claramente más joven, el que cantaba fuera. ¿Estaría el auténtico Marcus todavía por ahí? No parecía probable. El diario que Rebeca había encontrado… Marcus tenía delirios paranoicos sobre Spencer yendo a por él para apoderarse de su trabajo, y eso había sido hacía diez años. La gente que perdía tanto la cabeza normalmente no era capaz de mantener su trabajo.

Rebecca estaba esperando. Dejó ese misterio menor a un lado y empujó la extravagante puerta con el cañón de la escopeta. Una rápida ojeada buscando movimiento…, nada… y bajó el arma a la vez que entraba del todo en la sala.

—¡Jo! —exclamó en voz baja al mirar la habitación. Era un despacho grande, lujosamente decorado con estantes y armarios empotrados de madera oscura pulida y cristal biselado en un lado, y con una recargada chimenea al otro lado. Los muebles antiguos de madera, una mesa baja, sillas y un gran escritorio, eran impactantes; la gruesa alfombra silenciaba sus pasos. Vio una puerta al fondo de la sala, detrás del escritorio, y cruzó mentalmente los dedos esperando que resultara ser una ruta de escape.

Gran parte de la iluminación de la sala procedía de un enorme acuario que dominaba la esquina noroeste, cerca de donde él se hallaba, y lo teñía todo de una luz acuosa azulada, aunque el acuario en sí estaba vacío.

¿Vacío? Billy frunció el entrecejo y se acercó más. No, no estaba vacío. No había peces, ni rocas, ni plantas, pero había numerosas cosas flotando en lo alto, cosas desagradables, irreconocibles, pero no por ello menos grotescas. Parecían ser trozos de piel humana, pero sin forma, sin huesos, como pedazos amputados y deformes. Billy se apartó rápidamente, asqueado por los objetos flotantes.

Uno de los armarios de la pared estaba abierto. Billy se acercó a él y echó una ojeada a los libros que había dentro. En un estante encontró un antiguo álbum de fotos y lo cogió. Sabía que debía volver con Rebecca, pero le picaba la curiosidad y se preguntó si el busto de la puerta indicaba que se hallaba en el despacho de Marcus.

Las fotos estaban viejas, amarillentas y curvadas. Pasó unas cuantas páginas y decidió que era una pérdida de tiempo. Iba a poner el álbum en el estante cuando una foto suelta cayó revoloteando. Se agachó para recogerla, y la contempló bajo la luz azulada y ondulante.

La foto no era particularmente interesante: tres hombres jóvenes, de los años treinta o cuarenta, bien vestidos y limpios, sonriendo a la cámara. En el reverso, alguien había escrito: «Para James, como recuerdo de tu graduación, 1939».

Billy observó la foto y decidió que el joven del medio podía ser James Marcus. Algo en la forma de la cabeza… le resultaba de algún modo familiar.

—Aquel tipo —se dijo a sí mismo. El cantante del tren. No lo habían visto muy bien, pero tenía el mismo aire, los mismos hombros anchos…—. Podría ser el hijo de Marcus. O su nieto.

Todo eso era como un rompecabezas, y estaba empezando a pensar que había encontrado otra pieza. Si Spencer se había deshecho de Marcus y le había robado su trabajo, ¿el hijo de Marcus, o el hijo de su hijo, no querría vengarse? Quizá la infección viral no había sido un accidente. Quizá el tipo de las sanguijuelas lo había provocado.

Billy suspiró y dejó la foto encima del álbum. Todo eso estaba muy bien, pero en un sentido práctico, ¿a quién diablos le importaba? Lo que tenía que hacer era buscar una salida.

Registró el escritorio en busca de mapas o llaves, pero no encontró nada, y fue hacia la segunda puerta de la sala, que, afortunadamente, no estaba cerrada con llave. La abrió y sintió que sus esperanzas se desvanecían; no había ningún gran túnel con una señal de salida brillando en lo alto. Era un almacén de arte, o lo parecía, con cuadros apoyados contra las paredes y unas cuantas esculturas cubiertas con fundas viejas. Una estatua permanecía descubierta, una pieza de mármol blanco que parecía uno de esos dioses romanos sentado contra una pared adornada, la polvorienta mirada hacia lo alto, una mano curvada sobre el abdomen y sujetando alto. Algo verde.

Billy se acercó, cogió el pequeño objeto de los pálidos dedos de la estatua y sonrió ligeramente al ver qué era. Había encontrado otra talla de una sanguijuela, pero ésta era verde en vez de azul.

Otra llave, quizá de otra puerta secreta. Y ésta podía ser su verdadero billete de salida.

Día 1

Administré M a cuatro sanguijuelas. Su simple estructura biológica las convierte en candidatas perfectas para esta investigación, pero puede que sean demasiado simplistas para adaptarse. No se observan cambios inmediatos.

La palabra «cuatro» estaba subrayada. En el margen alguien había escrito «cambio de secuencia» con trazos delgados y lo había rodeado con un círculo.

Era parte de un diario de laboratorio, principalmente números y fechas. Rebecca había estado a punto de dejarlo cuando descubrió varias frases y palabras subrayadas en una de las últimas páginas. Siguió buscando pasajes marcados.

Día 8

Ha pasado una semana. Rápido crecimiento hasta doblar su tamaño original. Comienzan a mostrar señales de transformación. Reproducción con éxito, su número se ha doblado, pero se ha iniciado un comportamiento caníbal, posiblemente debido a un aumento del apetito. Me apresuré a aumentar la provisión de alimento, pero he perdido a dos.

«Número se ha doblado» y «dos» estaban subrayados.

Día 12

Les di comida viva, pero perdí la mitad cuando la presa se defendió. Sin embargo, aprenden de la experiencia, comienzan a mostrar comportamiento de ataque en grupo. Su evolución supera las expectativas.

«Perdí la mitad» estaba subrayado.

No había más entradas marcadas, pero Rebecca siguió hojeando, inquieta por el éxito del extraño experimento.

Día 23

Las sanguijuelas ya no muestran características individuales, se mueven como una colectividad.

Día 31, se reproducen a una velocidad fantástica, ahora comen todo lo que se les ofrece…

La última anotación le indicó claramente hasta dónde había llegado la locura del doctor Marcus.

Día 46

Un día digno de recordar. Hoy han comenzado a imitarme. Creo que reconocen a su padre. Siento un fuerte afecto hacia ellas. ¿Son capaces de querer? Creo que sí. Ahora somos nosotros, sólo yo y mis brillantes niños. Nadie los apartará de mí. Con todo lo que he aprendido, no se atreverán.

—¡Eh!

Era Billy, que llamaba desde el piso de abajo. Rebecca dejó los papeles, fue hasta el agujero y se arrodilló en el borde.

—¿Has encontrado algo que sirva? —preguntó, mirándolo desde arriba.

—Quizá. Cógelo —respondió, y le lanzó algo pequeño por el hueco. Rebecca lo atrapó. Era otra llave de sanguijuela, en este caso verde.

—¿Hay una puerta ahí arriba con un busto de Marcus delante? —preguntó Billy.

Rebecca negó con la cabeza.

—No lo sé. No en esta sala, eso seguro. He estado leyendo algo más sobre este experimento de chiflados. ¿Quieres que eche una ojeada por ahí?

Billy dudó un instante.

—¿Por qué no subo y entonces podremos mirar los dos? Déjame que busque una mesa o algo…

—Tendré cuidado —aseguró Rebecca—. ¿No has dicho que había otra puerta ahí abajo? Tal vez deberías intentar abrirla mientras voy a ver si encuentro la cerradura para esta cosa.

—Tiene una cerradura con combinación —contestó Billy—. A no ser que tengas a mano un juego de ganzúas, no sé cómo vamos a abrirla.

Rebecca suspiró. Era una pena que Lara Croft no estuviera con ellos. Era del equipo Alfa y, según Davis, podía abrir cualquier puerta…

… cambio de secuencia.

—Espera. ¿Una cerradura con combinación?

Billy asintió. Rebecca se apartó del agujero y volvió de prisa al escritorio. Leyó los pasajes subrayados, hizo los cálculos y regresó al agujero.

Cuatro sanguijuelas… Doblar… Perder dos… Perder la mitad…

—Prueba con… cuatro, ocho, seis, tres —propuso.

—¿Una inspiración divina? —preguntó Billy.

Rebecca sonrió ligeramente.

—Posiblemente. Pruébalo. —Alzó la sanguijuela verde tallada—. Yo veré si encuentro donde va esto.

Billy asintió a regañadientes. Rebecca se puso en pie y se dirigió hacia la puerta de la sala, sin estar muy segura de si estaba siendo valiente o estúpida. En verdad no quería hacer nada sola, no desde su encuentro con los primates, pero como ya estaba en el primer piso, tenía sentido que fuera ella a echar una ojeada.

La puerta del laboratorio daba a un corto pasillo con tres puertas, además de la que ella había cruzado. La primera puerta, a la derecha, estaba cerrada con llave. La segunda, a la vuelta de una esquina y también a la derecha, estaba abierta, pero una rápida mirada la convenció de que sólo era una gran habitación vacía con un pequeño despacho adosado a un lado. Estaba demasiado oscuro para ver nada más. Rebecca cerró la puerta, aliviada de llevar ya dos tercios de su pequeña inspección, y fue hacia la última puerta, al fondo del pasillo.

Tampoco necesitaba llave. Rebecca la abrió y vio otra puerta a sólo unos metros ante ella; a la izquierda, la sala se abría hacia lo que parecía ser el mismo laboratorio desde el que había salido. No lo era, pero por la manera en que las salas estaban orientadas tenía que estar conectado al primer laboratorio. Quizá los hubieran separado en algún momento.

Movimiento. Allí, cerca de la mesa junto a la pared divisoria, había uno de los hombres infectados, descarnado y amarillento, con los ojos en blanco y la boca abierta y hambrienta. Avanzó a trompicones hacia ella, haciendo un sonido gorgoteante desde el fondo de la garganta.

Era lento, muy lento. Rebecca miró el espacio entre él y la puerta que tenía enfrente mientras notaba el peso de la llave sanguijuela en la mano. Se lanzó, avanzó hasta la puerta y la abrió, pasó rápidamente al otro lado y la cerró a su espalda antes de que el demacrado zombi pudiera dar otro paso.

Había entrado en una sala de operaciones, vieja y sucia; los azulejos, en otro tiempo esterilizados, estaban cubiertos de una ligera película gris de porquería. Había unas cuantas camillas de metal sobre ruedas torcidas. Y allí, frente a ella y hacia la izquierda, había una puerta verdosa con el perfil del doctor Marcus.

—Ya te tengo —exclamó, y se acercó a la puerta intentando no mirar demasiado a la mesa de operaciones que había en el rincón del fondo después de ver las fuertes sujeciones que tenía adosadas. Tenía una idea de lo que Marcus había estado haciendo; no necesitaba recrearse en los detalles.

La pequeña sanguijuela encajaba perfectamente en una depresión que había bajo el busto del doctor Marcus. Oyó el sonido de un cerrojo. La puerta se abrió…

Rebecca dio un paso atrás, tambaleándose por el olor, un hedor que ya le resultaba demasiado familiar. La estrecha habitación estaba cubierta en ambos lados con los cajones de un depósito de cadáveres, varios de ellos abiertos. En el suelo yacían dos cuerpos, ambos inmóviles, pero de todas formas apuntó al más cercano con la pistola. Respirando superficialmente, entró en la sala.

Dios, que haya algo por lo que valga la pena entrar —pensó mientras rodeaba una camilla volcada—. Y que esté a la vista, si no es demasiado pedir.

No tenía ninguna intención de registrar los cajones.

Al fondo, la sala se abría hacia la derecha. Rebecca pasó por encima del segundo cuerpo, dobló la esquina e intentó no vomitar por el atroz hedor. Había otra camilla a un lado, y sobre ella una llave de metal.

La cogió sintiendo una mezcla de emociones. Había encontrado algo, eso era bueno, pero… otra llave. Podía llevar a cualquier lado; por lo que sabía incluso podía ser la llave de la casa de veraneo de Marcus.

Quizá la primera puerta del pasillo…

—¿Rebecca?

Guardó la llave en el bolsillo, cogió la radio y contestó mientras se dirigía hacia la puerta.

—Sí. ¿Qué pasa? Cambio. —Atravesó la sala de operaciones y se detuvo ante la puerta que llevaba al laboratorio secundario. Tendría que correr hasta la entrada del pasillo para evitar tener que disparar contra el zombi…

—No hay ningún dial en la cerradura —contestó Billy con voz irritada—. He vuelto al despacho de Marcus pero no he visto nada. ¿Has tenido mejor suerte? Cambio.

—Quizá —repuso—. Déjame probar una cosa. Nos encontraremos en la biblioteca. Cambio.

—Ten cuidado. Cambio y corto.

Cuidado. Rebecca agitó la cabeza ligeramente mientras volvía a colgarse la radio del cinturón, atónita ante lo rápido que podía cambiar una relación en las circunstancias adecuadas, o inadecuadas. Hacía sólo unas horas lo había amenazado con pegarle un tiro y estaba convencida de que él estaba dispuesto a dispararle a ella. Pero ahora, eran… bueno, «amigos» quizá no fuera la palabra adecuada, pero cada vez era más improbable que tuvieran que acabar matándose.

Por primera vez en un buen rato se preguntó qué estarían haciendo sus compañeros de equipo. ¿Seguirían intentando cazar a Billy? ¿La habrían estado buscando? ¿Y a Edward? ¿Se habrían encontrado con problemas? Los habrían pillado las secuelas del vertido del virus-M?

Y hablando de eso…

Escuchó a través de la puerta durante un momento y no oyó nada. Respiró hondo, abrió la puerta y atravesó a toda prisa la corta distancia que la separaba de la siguiente puerta sin ni siquiera mirar hacia el laboratorio. Mientras cerraba la puerta a su espalda, oyó un ahogado gemido de frustración y sintió una oleada de compasión por la demacrada víctima. El tipo probablemente habría trabajado allí, pero ella no deseaba la enfermedad del zombi ni a su peor enemigo. Era una mala forma de morir.

Avanzó hasta la primera puerta que había probado y confió en que la llave la abriera, aunque no tenía muchas esperanzas. Supuso que tendrían que hacer una búsqueda más exhaustiva para encontrar lo que abría, o simplemente buscar otra cosa, otro mapa, otra llave, otro agujero en el suelo de algún lugar. Era desalentador, por no decir nada peor. Si no podían encontrar algo, tendrían que volver al ascensor y probar suerte arriba…

Metió la llave en la cerradura de la puerta y la giró, oyó y sintió cómo cedía el cerrojo.

—De fábula —murmuró sonriente, y abrió la puerta.

Algo enorme y oscuro saltó hacia ella, aullando.

Billy esperó junto al agujero entre el primer y el segundo piso, pensando sin convicción en si habría alguna manera de volar la puerta de combinación con los cartuchos de la Magnum, y de repente oyó resonar un terrible grito inhumano desde el primer piso, seguido de dos disparos.

No intentó usar la radio. Saltó sobre la mesa bajo el agujero, lanzó la escopeta a través de él, dio un salto y se agarró al borde con ambas manos. Antes había dudado de sus capacidades, pero en ese momento ni le cruzó la mente la posibilidad de no ser capaz de subirse. Con un gruñido de esfuerzo, pasó el cuerpo por el agujero, primero apoyándose en los codos y finalmente pasando una rodilla.

Agarró la escopeta, y ya estaba en pie cuando volvió a oír el aullido del animal, un sonido extraño y de otro mundo, como si estuvieran haciendo trizas a un pájaro. Tardó medio segundo en orientarse y encontrar la puerta, luego se lanzó a correr.

Cruzó la puerta de golpe y salió al pasillo, y allí estaba Rebecca, apoyada en la pared opuesta. Una de las mangas de su camisa estaba destrozada y tenía cuatro profundos arañazos en la parte alta del brazo. Apuntaba con el arma a…

Qué demonios…

…a un monstruo, un inmenso monstruo con aspecto de reptil. Era humanoide, con músculos enormes y la piel rugosa de un asqueroso color verde oscuro. Tenía los brazos tan largos que las manos provistas de garras casi tocaban el suelo.

Al ver a Billy, dejó caer la mandíbula y lanzó otro chillido; los ojos en su cráneo liso y protuberante brillaban de maldad. Un grueso chorro de sangre oscura le manaba de la parte alta del pecho, resultado de uno de los disparos de Rebecca, pero el monstruo no parecía demasiado afectado por la herida.

Prueba esto, pensó Billy, y alzó la escopeta mientas Rebecca volvía a disparar. El tiro de la escopeta dio de lleno en el rostro de la criatura. Billy la cargó de nuevo y disparó otra vez, sin esperar a ver cuál había sido el efecto del primer tiro.

La cosa ya no tenía rostro, le había saltado en trozos y se había esparcido salpicando la pared y el suelo. El pesado cuerpo se derrumbó. Un burbujeante río de sangre brotaba de los restos del cuello y de lo poco que quedaba de la cabeza: un trozo de mandíbula, unos cuantos dientes y jirones de piel renegrida.

Billy no se movió durante varios segundos, escuchando, buscando algún otro sonido, otros movimientos, pero no había nada. Fijó su atención en Rebecca, que se apretaba el hombro izquierdo herido con la mano derecha. La sangre se escurría entre sus dedos.

—La bolsa de mi cinturón —dijo—. Hay una botella de antiséptico dentro, y vendas y esparadrapo… Sólo me ha arañado. No me ha mordido.

Se la veía pálida; hizo una mueca de dolor cuando Billy le limpió y le cubrió la herida, pero lo aguantó con valentía, soportando el dolor en vez de dejarse llevar por él. Era una mala herida y probablemente necesitaría puntos, pero también podía haber sido mucho peor. Cuando Billy terminó, Rebecca hizo un gesto con la cabeza indicando la puerta medio abierta que tenían delante.

—Estaba encerrado ahí. Esa cosa, quiero decir.

Parecía conmocionada, atontada. Billy fue hasta la puerta, quería estar entre ella y cualquier otra cosa que pudiera salir de allí. Se detuvo ante el monstruo sin cabeza y se quedó mirándolo.

—Tiene la pinta de la Criatura de la Laguna Negra cargada de esteroides —comentó Billy, echando una mirada a Rebecca y esperando que sonriera. Consiguió una sonrisa bastante temblorosa pero auténtica, y una vez más se quedó sorprendido de la fortaleza de la joven. No era habitual recuperarse tan pronto de un ataque sorpresa, sobre todo si provenía de una pesadilla como el monstruo que tenía ante él. La mayoría de la gente aún estaría temblando horas después.

Rebecca se puso a su lado y empujó una de las gruesas piernas de la criatura con la punta de la bota.

—Sorprendente —comentó—. Las cosas que estaban haciendo aquí. Ingeniería genética, virus recombinantes…

—Creo que «psicopatía» es la palabra que estás buscando —apuntó Billy.

Rebecca asintió.

—Eso no se puede negar. Veamos si estaba custodiando algo importante.

Rodearon el cuerpo de la criatura. Mientras entraban en la sala, Rebecca explicó a Billy lo que había encontrado en el resto del piso. Se hallaban en una especie de perrera, pero Billy estaba casi seguro de que no la habían utilizado para guardar perros; había una serie de jaulas con barras de acero, muchas de ellas con ataduras, y el olor en el aire era de animales salvajes, un hedor fuerte y apestoso.

—… que es donde encontré la llave de esta sala —estaba diciendo Rebecca—. Esperaba que eso significara que había algo importante.

La sala también tenía forma de U dividida por estantes. Avanzaron entre las estanterías mientras Rebecca hacía sonidos de asco. En el rincón más alejado había un pila de pieles rasgadas y huesos roídos, que parecían ser los restos de unas cuantas de esas criaturas parecidas a babuinos. También había gran cantidad de excrementos por todas partes, espesas pilas de una sustancia negra y pringosa que olía como, bueno, como ******. Al parecer el monstruo había estado un tiempo encerrado.

Entre dos hileras de jaulas, se encontraba una pequeña mesa de madera con unos cuantos papeles revueltos encima.

Billy se acercó, fijándose en dónde ponía los pies, y cogió la página que estaba más arriba, mientras Rebecca empezaba a revisar unas cuantas jaulas abiertas. Lo escrito parecía ser parte de un informe.

… aun así, hasta el día de hoy la investigación ha mostrado que cuando el virus Progenitor se administra a organismos vivos, cambios celulares violentos provocan el colapso de todos los sistemas importantes, sobre todo y más intensamente, en el sistema nervioso central. Además, no se ha encontrado ningún método satisfactorio para controlar los organismos que se pretende usar como armas. Es evidente que es esencial una mayor coordinación en el nivel celular para permitir un crecimiento posterior.

Experimentos con insectos, anfibios y mamíferos (primates) han dado resultados por debajo de los esperados. Al parecer no se puede lograr ningún avance sin usar humanos como el organismo base. Nuestra recomendación en este momento es que los animales experimentales se mantengan con vida para posteriores estudios y como posibles presas para pruebas de campo de las nuevas armas bioorgánicas híbridas propuestas, como la próxima serie Tirano.

¡Cielo santo! Billy rebuscó entre las hojas el resto del informe, pero sólo encontró un puñado de horarios de alimentación manchados de café.

La serie Tirano. Todas las criaturas que hemos visto… Y estaban trabajando en algo que seguramente les podía dar una patada en el culo a todas ellas.

Billy alzó la vista y vio a Rebecca que sujetaba algo pequeño con un gesto triunfante.

—¿Quieres marcar algún número?

Billy dejó caer los papeles sobre la mesa.

—Me estás tomando el pelo.

—Para nada. Estaba en una de las jaulas. —Le lanzó el objeto. Billy lo cogió y notó que también se le formaba una sonrisa. Era exactamente lo que habían estado buscando, una especie de pomo redondo hecho para encajar en la parte frontal de la puerta de combinación que habían encontrado en el piso inferior.

—¿Cuatro, ocho, seis, tres? —preguntó Billy.

Rebecca asintió.

—Cuatro, ocho, seis, tres —repitió, y alzó la mano para enseñarle que tenía los dedos cruzados. Billy cruzó los suyos. Era una tontería, una superstición infantil, pero ya no le importaba comportarse o no de forma racional. Cualquier cosa que pudiera ser de ayuda, no dejaría de intentarla.

—Vayamos a ver —dijo, y sintió que de nuevo le renacía la esperanza mientras salían de la habitación del monstruo, sorprendido de la facilidad con que se recuperaba ese sentimiento. En alguna parte figuraba una cita sobre que mientras hubiera vida, seguiría habiendo esperanza. La había oído mientras lo juzgaban, y en aquel momento le había parecido obvia y estúpida. Qué extraño y hasta cierto punto maravilloso que hubiera descubierto la verdad de esa afirmación mientras luchaba por su vida en unas circunstancias totalmente diferentes.

Juntos, se dirigieron hacia el laboratorio. Billy mantuvo los dedos cruzados.

 

Continuara...

 

 

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Hola amigos aqui les mando el capitulo 12:

 

CAPÍTULO 12

 

Observó cómo la joven pareja bajaba por el agujero y volvían a la puerta con

cierre de combinación. Finalmente, habían encontrado la manera de abrirla; supuso

que forzarían la cerradura, pero, al parecer, uno de ellos había hallado los informes

de crecimiento de las sanguijuelas y había descifrado el código.

Por lo visto, un único Cazador, un guerrero solitario, no era suficiente rival

para ellos. El joven se sintió sorprendido, pero no demasiado, mientras los

observaba abrir la puerta. Esos dos poseían una cierta inteligencia animal; qué

triste para el mundo que tuvieran que ser destruidos.

El joven sonrió. Sin duda la humanidad se recuperaría de esa pérdida con

tiempo suficiente para llevar a cabo la crucifixión de Psycho System. Además, los niños

ya estaban en sus puestos.

Billy empujó la puerta que daba al teleférico, y se congratularon mutuamente

por haber «descubierto» el modo de escapar del laboratorio. El teleférico

funcionaba, aunque ellos no lo pondrían en marcha; sus vidas estaban a punto de

acabar. Los niños los observaban desde las sombras bajo el teleférico, desde dentro

de las cloacas medio secas, unidos en dos formas humanoides. Con un

pensamiento y un suspiro, el joven los soltó; lanzó a los dos alfiles contra la presa.

Un sonido, un grito. Frunció el entrecejo y se volvió para contemplar a uno de

los falsos hombres y ver qué había gritado desde la oscuridad que se abría tras él.

Y éste fue atacado por un Eliminador. El primate saltó sobre el humanoide por

sorpresa, aullando mientras atacaba al colectivo con fauces babeantes.

El sonido de lucha alertó a Rebecca y a Billy, que se hallaban sobre la

plataforma. Rápidamente prepararon las armas. Furioso, el joven vaciló sin saber

qué hacer; quería acabar con ellos, matarlos, pero estaba preocupado por los

niños…

Los hizo avanzar sin prestar atención al ataque del primate. Los muchos se

dividieron y escaparon de las sanguinarias fauces para reformarse de nuevo en el

extremo de la plataforma, junto al otro humanoide. Los dos falsos hombres

saltaron sobre la plataforma, ansiosos por probar el sabor de los intrusos. El

Eliminador los siguió.

Contempló horrorizado cómo Billy disparaba un único tiro con la escopeta a

uno de los falsos hombres y lo alcanzaba de lleno. El joven sintió gritar a los

muchos, sintió que su enjambre disminuía. Su furia se intensificó y se mezcló con

la angustia por sus niños cuando Billy disparó de nuevo y Rebecca se le unió con la

pistola. En segundos, uno de los colectivos estuvo prácticamente destruido.

¡No, no!

Los muchos nunca se habían enfrentado a una escopeta. No tenía ni idea de

que ésta podía hacerles tanto daño tan rápidamente, pero ya no podía retirarlos, no

a medio ataque. Sus pensamientos se apresuraron a indicar a los supervivientes

que se unieran al segundo hombre falso mientras el Eliminador se lanzaba contra

Billy e intentaba alcanzarlo con sus gruesas garras. El primate forcejeó con el

asesino, y ambos cayeron por encima del pasamanos y desaparecieron en la cloaca

con una gran salpicadura.

Rebecca gritó y corrió hacia el pasamanos, pero el segundo colectivo estaba

casi sobre ella. El joven sintió una agradable satisfacción al ver al falso hombre

extender un enorme brazo y golpear el estúpido rostro de Rebecca con la suficiente

fuerza para hacerla caer. La joven rodó sobre el suelo mientras él se detenía un

momento para decidir cuál sería la mejor manera de acabar con ella. Las pérdidas

que había sufrido el enjambre eran tremendas, sin precedentes, y deseaba con

todas sus fuerzas que la joven pagara por ello.

Pero ella se había vuelto a poner en pie y, con el rostro crispado de furia,

sujetaba la escopeta que Billy había dejado caer. Disparó hacia el colectivo y le voló

uno de los brazos. Los niños gritaron de dolor mientras ella disparaba una y otra

vez.

El joven ya casi no podía verla; quedaban pocas miradas, ya que muchos de

los ojos estaban muriendo mientras él se esforzaba por mantener el contacto. Su

última visión de la chica fue un contorno borroso, una sombra que iba

oscureciéndose y que finalmente desapareció por completo.

A su alrededor, los muchos lloraban, sus saladas lágrimas se mezclaban con

sus huellas, y el triste olor del océano se alzaba de la masa desesperada. El joven

cerró los ojos y lloró con ellos, pero no por mucho rato. Estaba demasiado furioso.

Ella tenía que morir, igual que su asesino amigo había muerto, sin duda.

Pero no quería arriesgar la vida de más niños…

El Tirano. Su rey.

Consiguió esbozar una sonrisa. Su rabia era grande, pero su cólera lo sería

aún más.

En la cabina del teleférico había una Magnum sujeta por las manos frías y

gomosas de un muerto. Mientras la pequeña cabina aérea recorría el corto trayecto

de una plataforma a la otra, planeando silenciosamente sobre la insondable

oscuridad, Rebecca consiguió hacerse con el arma. Recordó que Billy llevaba un

par de cargadores rápidos con cartuchos del calibre 50 Magnum, pero Billy

estaba…

Está, está vivo y voy a encontrarlo, —se dijo con firmeza.

Bajó de la cabina cuando ésta se detuvo, sin hacer caso de la voz aterrorizada

que susurraba dentro de su cabeza, la parte que continuaba insistiendo en que Billy

estaba muerto, perdido en el agua de la alcantarilla que corría veloz bajo la

plataforma del teleférico y que había arrastrado a él y al monstruo en esa dirección.

Pero estaba vivo y ella lo encontraría. El pensamiento le daba vueltas en la cabeza

y se repetía constantemente; le debía esa esperanza, ese convencimiento.

La segunda plataforma del teleférico se parecía mucho a la primera, pequeña,

fría y oscura, pero había una escalerilla que iba de arriba abajo del hangar. Rebecca

se tomó un momento para recolocarse las armas y recargar la nueve milímetros.

Billy tenía los cartuchos de reserva de la escopeta, pero la había recargado después

del ataque del monstruo en el exterior de la perrera.

Después de salvarte la vida de nuevo.

Todavía quedaban dos cartuchos. No pensaba dejarla atrás, ni tampoco creyó

conveniente abandonar la Magnum. Podría ser que encontrara otra reserva de

municiones. El pesado revólver le tiraba del cinturón y la escopeta le resultaba

incómoda sobre el hombro herido, pero quería estar preparada para lo que fuera.

Está muerto, Rebecca, Tienes que salvarte…

No… salvarte tú, ahora, tienes que…

¡No!

Corrió escaleras arriba sin prestar atención a su cansancio.

Tengo que encontrarlo, tengo que encontrarlo.

Al final de la escalerilla había una puerta que daba a un gran almacén casi

vacío, con el extremo opuesto abierto hacia la noche. Rebecca atravesó la sala, saltó

por encima de una cinta de transporte y pasó junto a los barriles medio podridos

que se alineaban contra la pared. Tenía la mente demasiado ocupada con Billy para

pensar con claridad. Si estaba herido, si estaba…

Muerto. Puede que esté muerto.

Intentó desechar esa idea por principio, pero su voz mental no estaba

aterrorizada ni se estaba dejando llevar por el pánico, estaba tranquila y calmada.

Razonable. Aspiró profundamente unas cuantas veces, se detuvo un instante en la

plataforma del montacargas industrial que se hallaba en un extremo de la gran

nave y contempló frío el cielo azul oscuro de primeras horas de la mañana. Las

nubes estaban despejando y se veían brillar un puñado de estrellas, pálidas y

distantes. Confió en que eso fuera una señal de que las cosas iban a mejorar. Pero

sólo podía esperar. Si Billy había muerto, y probablemente era así, tendría que

enfrentarse a ello.

No voy a hacer nada hasta que lo sepa seguro.

Había una consola de control en la parte norte de la plataforma del

montacargas. Rebecca miró los controles durante un momento y decidió que debía

descender al nivel más bajo, el B4, e intentar encontrar allí una entrada a la

alcantarilla. Apretó el botón. La enorme plataforma octogonal dio una sacudida y

comenzó a descender. Las paredes del gigantesco pozo que rodeaba la plataforma

comenzaron a alzarse ante ella y el cielo nocturno fue desapareciendo en lo alto.

El montacargas se detuvo en una sala grande, funcional, de paredes grises y

acero. A su derecha había un pequeño despacho con un cartel que decía

SEGURIDAD, y un pequeño corredor que daba a otro ascensor más convencional,

como de un edificio de oficinas. A su izquierda había un desprendimiento, bloques

de escombros se apilaban hasta un techo bajo y roto, y allí, ante los restos

retorcidos, parecía haber otro ascensor, pero mayor, como el ascensor de un

almacén.

Salió de la plataforma y observó la sala poco iluminada en busca de señales

de vida. Sus pasos resultaron sorprendentemente silenciosos sobre el suelo de

hormigón. La estancia estaba vacía. Rebecca fue hasta el despacho de seguridad y

encontró la puerta cerrada, pero una mirada a través de la mugrienta ventana que

había en la puerta le mostró que no había nada que valiera la pena recuperar.

Suspiró sin saber hacia dónde ir. Su plan había sido seguir descendiendo con

la esperanza de llegar hasta el agua, pero cualquier ascensor podría llevarla en la

dirección equivocada.

Así que elige uno. Mejor equivocarme que perder el tiempo decidiendo.

De acuerdo. Lanzó mentalmente una moneda y se dirigió hacia el ascensor

que estaba al oeste de la plataforma.

Miró el panel de control, y estaba a punto de apretar el único botón que había

allí cuando se oyó un suave timbre y el ascensor se paró en su piso.

Retrocedió apresuradamente, no había tiempo ni lugar para escaparse. Se

aplastó todo lo que pudo contra la esquina contigua a las puertas y confió en que

quien fuera tuviera demasiada prisa para mirar hacia atrás.

Las puertas se abrieron. Rebecca apretó la escopeta y contuvo el aliento. Salió

una única persona del ascensor, un hombre, con un chaleco…

Rebecca bajó el arma y abrió los ojos de sorpresa mientras Enrico Marini se

volvía apuntándola con su nueve milímetros.

—¡No dispares!

Vio la sorpresa dibujarse en la cara del hombre al reconocerla. Éste alzó el

arma y apuntó hacia el techo.

—¡Rebecca! —exclamó, mientras se relajaba ligeramente. La joven se fijó en la

suciedad que le cubría el rostro y las manos, y las manchas de sangre en los brazos.

Los nudillos de ambas manos parecían machacados e hinchados; su chaleco con la

palabra MAGNIFICOS estaba rasgado en varios sitios. Era evidente que ella no había sido

el único miembro del equipo Bravo que había tenido que luchar por sobrevivir—.

¿Estás bien?

—Estás vivo —repuso Rebecca acercándose a él, tan contenta de verlo que no

sabía por qué no lloraba de alivio. Él la rodeó torpemente con un brazo y le dio

unas palmadas en el hombro antes de apartarse—. ¿Y los otros?

Enrico se volvió y miró hacia el ascensor industrial.

—Iban por delante. Os estábamos buscando, a Edward y a ti.

Rebecca bajó la mirada.

—Edward… no lo consiguió.

La mirada de Enrico se endureció ligeramente, pero sólo asintió con la

cabeza.

—¿Has visto pasar al resto del equipo?

—No.

—Se te han escapado por muy poco —explicó—. Hemos encontrado unos

documentos… —Negó moviendo la cabeza, como si negara una historia que sería

demasiado larga de explicar. Rebecca lo entendió perfectamente.

»Hacia el este de aquí hay una vieja mansión —continuó—. Creemos que

Psycho System la usa para sus investigaciones. Vamos. Los podremos alcanzar si nos

damos prisa.

Enrico comenzó a alejarse, y Rebecca sintió que se le hacía un nudo, ardiente

y duro, en el corazón.

—¡Espera! —soltó antes de pensárselo dos veces—. Tengo que encontrar a

Billy.

Enrico se volvió para mirarla.

—¿Billy Coen? ¿Lo has encontrado?

—Sí, pero nos hemos separado y… —Dejó la frase a medias, sin saber cómo

explicarse.

—No hace falta que te preocupes por él —contestó Enrico—. De todas formas

la va a palmar. Vamos.

—Señor, yo… —Tragó saliva y se obligó a mirarlo a los ojos—. Es una historia

muy larga, pero tengo… tengo que encontrarlo. No te preocupes. Ya os alcanzaré.

—Rebecca… —comenzó Enrico, pero pareció haber notado algo en la voz de

Rebecca, en su rostro, quizá la misma historia que ella podía leer en el de él; habían

pasado demasiadas cosas y una explicación tardaría más tiempo del que podían

permitirse—. Ten cuidado —dijo finalmente.

Rebecca se puso firmes y asintió con un movimiento seco; el reconocimiento

de un profesional a otro.

Enrico se marchó. Rebecca lo contempló mientras se alejaba, lo vio llegar

hasta los escombros que se apilaban al otro lado de la gran sala, dirigirse al

ascensor que había allí y desaparecer de su vista.

Finalmente encuentro a mi equipo y les digo que se vayan sin mí, pensó, demasiado

cansada para sorprenderse de su decisión. Al menos sabía que estaban vivos. En

cuanto encontrara a Billy iría —irían— hacia el este y alcanzarían al equipo dentro

de la mansión de Psycho System

Inspeccionó el ascensor por el que había aparecido Enrico y vio que sólo iba

hacia arriba. Eso simplificó su decisión. Atravesó la sala hasta el otro ascensor.

Apretó el botón de llamada, oyó un crujido y el sonido de movimiento, y el

mecanismo zumbó desde algún punto dentro del hueco. Era lento, parecía

arrastrarse desde el punto en que Enrico lo había dejado. Rebecca se apoyó contra

la puerta y deseó que fuera más rápido. Estaba demasiado cansada para detenerse,

temía no ser capaz de volver a moverse.

Un gran trozo de roca rodó en las sombras desde lo alto de la pila de

escombros, golpeó el suelo de hormigón cerca de donde ella se hallaba y se deshizo

en varios pedazos. Rápidamente lo siguió otro y luego un tercero. De golpe, una

pequeña avalancha movió muchas de las piedras y las recolocó en medio de una

nube de polvo que se alzó de los escombros. Rebecca se apartó de la puerta del

ascensor y contempló la pila con inquietud.

Crunch. Crunch. Crunch.

Sonaban como pesados pasos acercándose desde la pila de cascotes. Cayeron

más piedras, resonando contra el suelo.

—¿Enrico? —llamó con una voz esperanzada que se perdió en medio del aire

cargado de polvo.

Crunch.

Crunch.

Volvió a apretar el botón de llamada. Por el ruido, el ascensor continuaba

acercándose, pero Rebecca pudo ver que se movía algo más, algo entre las

sombras, algo muy grande, y se dirigía hacia ella.

Billy se agarraba a los restos de un erosionado pilar de soporte mientras el

agua oscura lo golpeaba una y otra vez y trataba de soltarle los adormecidos

dedos. Se aferró con fuerza, medio inconsciente, intentando evaluar, decidir. Casi

no podía pensar. Recordaba el mono…

Babuino, había dicho ella…

Atacándolo, sus sucias garras clavándosele en los brazos. Recordaba haberse

golpeado con fuerza contra el pasamanos; también el impacto contra el agua sucia,

su sabor aceitoso y agrio y el olor mientras se lo tragaba. Recordaba a Rebecca

gritando su nombre, su voz perdiéndose mientras la corriente lo arrastraba. Luego

el grito borboteante del aterrorizado animal mientras lo soltaba, la oscuridad y

finalmente un saliente rocoso y un agudo dolor en la sien. Y de repente estaba allí.

En alguna parte.

Estaba herido, mareado, perdido. A su derecha, las aguas se arremolinaban y

rugían al entrar en una tubería gigantesca que conducía a la oscuridad. A unos

diez metros a su izquierda había una especie de pasarela suspendida sobre el agua,

pero por la posibilidad que tenía de alcanzarla, tanto le daba que hubiese estado a

años luz. El agua iba demasiado rápida, la corriente era demasiado fuerte y él no

era un gran nadador.

Se aferró con fuerza. Era lo único que podía hacer.

 

Saludos

  • 2 weeks later...
Publicado

Hola amigos ahi va el capitulo 13:

 

CAPÍTULO 13

 

La criatura que surgió de entre los escombros no se parecía a nada que

Rebecca hubiera visto antes. Se detuvo junto a la cima de detritos, alzó los brazos

como si hiciera estiramientos y permitió que lo contemplara claramente. Rebecca

notó que se le secaba la boca y se le cubrían las manos de sudor. Sintió la urgente

necesidad de ir al lavabo.

Era humanoide. Humano, casi, porque tenía los rasgos faciales de un hombre,

excepto que ningún hombre brillaba con tal palidez; la piel sin vello y el cuerpo

eran de un blanco casi luminoso. Ningún hombre tenía garras que alcanzaran casi

la misma longitud que los brazos, garras curvadas y brillantes como cuchillos de

acero, más largas en la mano derecha que en la izquierda. Las venas eran como

gruesas cuerdas visibles a través de la piel; masas de tejido rojo y blanco se

amontonaban sobre los enormes hombros y el gigantesco pecho. Grupos de llagas

de color rojo sangre se repartían sobre los tres metros de cuerpo, y la mayor parte

de la piel de la parte baja del rostro estaba arrancada y dejaba al descubierto una

especie de sonrisa sangrante de hueso y carne. Volvió su macabra sonrisa hacia

Rebecca mientras flexionaba las garras, como si esperase deseoso su encuentro.

La criatura la miró y su asquerosa sonrisa pareció agrandarse ligeramente.

Rebecca lo oía respirar, un sonido rasposo y seco; también podía ver los latidos de

su extraño corazón bombeante, sólo parcialmente cubierto por la caja torácica.

Casi sin darse cuenta de que había alzado la escopeta, Rebecca disparó.

El estallido cubrió el cuerpo del monstruo con hilos de sangre oscura que

comenzaron a resbalarle por el cuerpo. La criatura tiró su enorme cabeza calva

hacia atrás y gritó, un alarido apocalíptico, como el fin de todo. Pero había más

rabia y furia que dolor, y Rebecca comprendió de repente que no iba a sobrevivir

durante mucho rato.

De un único salto, el monstruo pasó ágilmente desde la pila de roca

destrozada hasta quedar agachado a unos cuatro metros de Rebecca. Ésta notó que

el suelo temblaba. Las garras de la criatura arañaron el hormigón mientras se

incorporaba y fijaba su mirada gris y maligna sobre la joven. Ésta retrocedió y

cargó la escopeta; le temblaba todo el cuerpo mientras intentaba apuntar hacia la

horrible sonrisa. La cosa se acercó, se puso entre ella y el ascensor justo cuando éste

se detuvo y las puertas comenzaban a abrirse. La criatura dio otro paso.

Al menos es lento. Si lo pudiera alejar y luego volver corriendo.

Otro paso, y Rebeca vio y oyó aparecer una grieta en el suelo bajo las gruesas

uñas negras de los pies del monstruo. La joven retrocedió e intentó ampliar la

distancia entre ambos. Y de repente la cosa se puso a correr, veloz, su brazo era

como un reflejo borroso mientras lo bajaba y lo subía a gran velocidad, las hojas de

sus manos pasaron lo suficientemente cerca de Rebecca como para que ella pudiera

captar su propio reflejo mientras se movía para esquivarlas. Se tiró al suelo y rodó

sobre el hombro, con la escopeta apretada contra el pecho, y ya volvía a estar en

pie cuando la criatura acabó su extraño movimiento. Saltaron chispas de la pared

junto al ascensor cuando el panel de control quedó hecho pedazos.

Tras ella se encendieron luces de alarma y comenzó a sonar una sirena. Una

enorme puerta de metal empezó a descender entre Rebecca y la plataforma del

montacargas por el que había bajado. Dividiría la sala en dos y la dejaría atrapada

con el horripilante monstruo.

Se puso a correr, decidida a quedarse al otro lado de esa puerta. Era pesada y

bajaba de prisa, una gruesa cortina de metal que seguramente sería impenetrable

para la criatura. Alcanzó el otro lado fácilmente y se volvió para mirar, corriendo

hacia atrás.

La monstruosidad creada por el hombre corrió tras ella y se agachó para

pasar bajo el panel deslizante. Rebecca sintió que el corazón la golpeaba dentro del

pecho, y un sudor frío le cubrió el cuerpo. Si acababa en el mismo lado que esa

cosa, todo habría terminado.

Esperó, viendo cómo la criatura avanzaba hacia ella lentamente y sin vacilar,

y cuando la parte baja del panel le llegó a la altura de la cabeza, corrió de vuelta

hacia el otro lado. Tuvo que agacharse para pasar, y rogó por que la cosa quedara

atrapada.

Pero la criatura volvió a seguirla; se agachó bajo el panel y alzó las garras

sobre la cabeza. Rebecca sintió un rayo de esperanza; quizá la puerta lo aplastaría.

Entonces oyó un chirrido de metal cuando las garras gigantes arañaron el panel.

Contempló, horrorizada y sorprendida, cómo la cosa conseguía detener el

descenso de la puerta el tiempo suficiente para pasar por debajo. Lo consiguió, y la

puerta se cerró sobre el suelo con un resonante clang.

Todos los instintos de Rebecca le gritaban que corriera, que saliera de allí,

pero no había adonde ir. Con la puerta cerrada, la sala no era mucho mayor que su

apartamento. Tenía que llegar al ascensor. Era su única oportunidad.

Corrió hacia allí, agarró el pomo de la puerta y comenzó a abrirla, y oyó al

monstruo acercarse, oyó sus pesadas pisadas, el crujido del cemento bajo sus pies.

¡******!

Ni siquiera se volvió, pero instintivamente supo que no tenía tiempo. Se

agachó, cayó de rodillas y se echó hacia un lado justo cuando las garras cayeron y

golpearon contra la puerta del ascensor, clavándose en la pared ante la que ella

había estado un segundo antes.

Caminó hacia atrás mientras el monstruo daba la vuelta, le clavaba la mirada

de nuevo y daba un paso. Estaba centrado en ella, tan implacable como una

máquina. Lanzó hacia atrás el desmesurado brazo, como si fuera a lanzar una

pelota, y dio un segundo y resonante paso.

¡Piensa! ¡Piensa!

No podía luchar contra él, probablemente tampoco podría matarlo con nada

de lo que llevaba; su única esperanza era engañarlo de algún modo.

El plan aún se estaba formando cuando lo puso en acción. La criatura era

demasiado grande y no le resultaba fácil parar cuando comenzaba a correr. Si

conseguía que la persiguiera y la esquivaba en el último segundo quizá tuviera

tiempo de abrir la puerta del ascensor. Rebecca se detuvo lo más lejos del ascensor

que pudo en ese pequeño espacio.

Otro paso. Las garras chasquearon. Rebecca necesitó toda su fuerza de

voluntad para no echar a correr. Apuntó a la criatura con la escopeta y se preparó

para lanzarse hacia el ascensor en cuanto el monstruo ganara velocidad.

La sonrisa del monstruo se hizo más amplia mientras inclinaba las rodillas

ligeramente, preparándose para saltar.

Y entonces se movió, sólo unas cuantas zancadas y estaría sobre ella. Rebecca

salió volando, se agachó para esquivarlo y corrió hasta la puerta del ascensor. La

agarró con manos temblorosas, la abrió, se lanzó dentro y se volvió para cerrarla.

La cosa ya estaba yendo a por ella de nuevo, moviéndose de prisa, demasiado

de prisa. La puerta no aguantaría, estaba segura. Levantó la escopeta y disparó sin

tener tiempo de apuntar.

El tiro le dio en el hombro derecho. La criatura se tambaleó hacia atrás,

gritando; la sangre saltó a chorro de la herida, y Rebecca ya no vio más. Cerró la

puerta de golpe, pulsó el botón más bajo del tablero, apretó los ojos, y rezó.

Pasaron los segundos. El ascensor continuó bajando y finalmente se detuvo.

Rebecca dejó de rezar cuando oyó la corriente de agua en el exterior, pero estaba

demasiado aterrorizada para preocuparse de eso en este momento, todo su cuerpo

seguía temblando incontrolablemente.

Después de lo que le pareció un largo rato, el temblor fue cesando. Estaba

bien. O al menos estaba viva, y eso ya era algo. Rogando para no volver a ver esa

cosa nunca más, Rebecca abrió la puerta y salió.

Dr Gero por fin —¡por fin!— se estaba marchando cuando oyó el grito

inhumano resonar en el hasta el momento silencioso edificio, un grito de pura

rabia. Se detuvo en la entrada del pequeño subterráneo que llevaba al exterior y se

volvió para mirar hacia la sala de control ejecutivo. Se había pasado dos horas en

esa pequeña área escondida, primero luchando por tomar una decisión y luego

luchando para que el ordenador obedeciera su orden de cancelación. La secuencia

de autodestrucción estaba programada para dentro de poco más de una hora;

como había sugerido

Smith, la destrucción del centro y el complejo que lo rodeaba coincidiría con el comienzo del nuevo día.Ese grito… Nunca había oído algo igual, pero supo inmediatamente lo que

era porque había visto las últimas fases del proyecto. Nada más podía hacer un

sonido así. El prototipo del Tirano estaba libre.

De repente, las sombras que rodeaban el estrecho túnel le parecieron

demasiado profundas, demasiado solitarias. Demasiado capaces de contener

secretos. Gero se apresuró; acababa de convencerse de que había tomado la

decisión correcta.

Todo iba a ser pasto de las llamas.

Billy oyó algo. Levantó pesadamente la cabeza y consiguió girarla

ligeramente. Allí, hacia la izquierda, se abrió una puerta que daba a la pasarela y

apareció una figura humana.

—¡Eh! —llamó, pero el sonido de su voz se perdió entre el rugido del agua.

Cerró los ojos.

—¡Billy!

Miró de nuevo y sintió una ola de calor llenándolo por dentro. Rebecca. Era

Rebecca, inclinada sobre el pasamanos, llamándolo, y al verla y oírla sintió que se

recuperaba un poco, que su terrible cansancio desaparecía ligeramente.

—Rebecca —dijo, alzando la voz, sin estar seguro de que pudiera oírlo.

Intentó pensar en algo que decirle, alguna cosa que ella debiera hacer, pero sólo

pudo repetir su nombre de nuevo; la situación se explicaba por sí sola, y él estaba

mal. Si quería ayudarlo, tendría que ocurrírsele algo a ella solita.

—¡Billy, cuidado! —Rebecca hacía frenéticos gestos con una mano mientras

buscaba la pistola con la otra.

El terror en su voz alertó a Billy. Éste se aferró con más fuerza al pilar e

intentó elevarse para ver a qué estaba apuntando Rebecca, y vio de refilón algo que

se movía de prisa, algo largo y oscuro que se escurría por el agua como una

serpiente gigante y se dirigía hacia él.

Intentó moverse, ponerse al otro lado del pilar, pero la corriente era

demasiado fuerte. Si se soltaba, estaría perdido en menos de un segundo.

Rebecca disparó dos tiros, y la criatura desconocida golpeó el pilar con tal

fuerza que hizo que Billy se soltara.

Billy gritó, y chapoteó furiosamente para mantenerse a flote en el agua

espumeante, para resistir la corriente que lo arrastraba contra la tubería, pero no

sirvió de nada. En segundos, fue arrastrado hacia la oscuridad, golpeándose y

revolcándose; el sonido del agua le invadió los oídos mientras se lo llevaba la

corriente.

 

Saludos

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